
En tiempos de confusión, cuando la piedad se disuelve en sentimentalismo y la razón se dispersa en opiniones, conviene volver —con espíritu penitente y mente despierta— a los Padres. No para refugiarnos en la nostalgia, sino para respirar una vez más el aire claro de la fe apostólica. Uno de esos respiros nos lo concede, con su acostumbrada gravitas, el Doctor de la Gracia: San Agustín de Hipona.
El pasaje que sigue, tomado del capítulo VII de De praedestinatione sanctorum, es una piedra angular en la arquitectura de la teología agustiniana, donde se desvela con claridad no humana, sino inspirada, que la fe misma —aquello que comúnmente creemos nuestra iniciativa— es ya fruto de una obra divina. No es el hombre quien se abre a Dios por mérito previo, sino Dios quien siembra en el alma la capacidad misma de creer.
Frente a la tentación semipelagiana de considerar la fe como una especie de gesto autónomo, San Agustín responde con la severidad del amor verdadero: “Haec est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille” —“Esta es la obra de Dios: que creáis en el que Él ha enviado”. La fe, entonces, no es el comienzo humano que Dios corona, sino el comienzo divino que el hombre, en su libertad redimida, asiente y vive. Quien predica puede plantar y regar, pero es Dios quien da el crecimiento interior (cf. 1 Cor 3:6).
Esto no niega la libertad, sino que la purifica. Pues la libertad auténtica no es poder elegir el mal, sino ser capaces, por gracia, de elegir el bien. La fe, dice Agustín, es el fundamento del edificio de la justicia, no un añadido exterior. Y si el fundamento es gracia, ¿qué gloria podrá atribuirse el que cree, sino la gloria de haber sido tocado por la Misericordia?
Este pasaje no es mera historia de la teología: es alimento para el alma contemporánea. Porque también hoy se nos tienta a pensar que la salvación depende de la voluntad humana, de un esfuerzo moral sostenido por la voluntad. Pero si la fe es obra de Dios, entonces toda la vida espiritual se convierte en una liturgia interior, donde el corazón es el altar, la gracia es el sacerdote, y la fe, la ofrenda encendida.
Quien tenga oídos, que escuche. Quien quiera descansar de la fatiga del yo, que entre aquí.
La Predestinación de los Santos, Cap. VII
Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. De esta manera distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; esto es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.
Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Dios no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.
Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.
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