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Piedad o decoración. Sobre altares floridos y sacerdotes performáticos

Entré a la capilla con espíritu de oración. Salí con dolor de cabeza.

No era una iglesia parroquial cualquiera, sino un centro de Misa tradicional. De esos que se ufanan de mantener intacta la Lex Orandi frente al naufragio litúrgico moderno. Sin embargo, apenas crucé la puerta, sentí que había ingresado a una competencia de jardinería o a una remota sucursal de Versailles.

El altar, que debería invitar al silencio y al recogimiento, se presentaba como una barricada de flores. Tulipanes, gladiolos, rosas, hortensias y hasta lo que parecía ser un girasol disecado, convivían en una escenografía que más que litúrgica era hortícola. Entre tanto follaje, la cruz parecía una aparición tímida y el sacerdote, desplazado del centro teológico del acto, ocupaba su lugar con gusto. Porque si algo no faltaba era su presencia: voz impostada, ademanes milimétricos, mirada autosatisfecha. En lugar de predicar a Cristo, parecía estar encarnando un personaje. Uno más cercano a cierto teatro barroco que a la liturgia romana.

Todo esto —vale aclararlo— en el contexto de una misa tradicional. Sí, de esas donde se presume que el modernismo no ha dejado huella. Pero el modernismo, como ya sabíamos, es proteico. Puede expresarse con guitarras, sí, pero también con brocado y latín. A veces la ruptura no está en el contenido, sino en la forma en que la forma se convierte en espectáculo.

Hace unos años, visité St. Francis in the Fields, en Louisville, Kentucky. Un templo episcopal, reverente, sobrio. Sin necesidad de saturar el altar ni convertir la Eucaristía en performance, logran una atmósfera donde el alma comprende —con silenciosa claridad— que está ante un Misterio. Y no ante el ego de un celebrante florido.

Volviendo a nuestra pequeña capilla local: ¿cuál era el propósito de esa sobreabundancia? ¿Impulsar la piedad? ¿De verdad alguien se acerca más al Calvario con tres docenas de margaritas blancas trepando por el tabernáculo? El incienso, por cierto, fue desplazado por el aroma dulzón de las flores. Más que fragancia sacra, flotaba en el aire el perfume de un jardín en primavera. Bello, quizás. Pero no santo.

Entiendo la belleza como vía a lo divino. La liturgia, bien entendida, es ars celebrandi. Pero cuando la estética suplanta a la teología, cuando el sacerdote actúa como oficiante de sí mismo, cuando las flores cubren el altar como un velo que impide ver la Cruz… entonces algo se ha desviado.

La Misa —como nos recuerda Trento— es sacrificium, no sobremesa. No es ni una fiesta parroquial ni una cena familiar. Es el acto por el cual Cristo se ofrece, y nosotros, indignos, nos acercamos a recibirlo golpeándonos el pecho. No para admirar la escenografía, sino para recibir la Gracia que salva.

En tiempos de confusión, la sobriedad es una forma de resistencia. Un altar puede prescindir de flores, pero no de la cruz. El sacerdote puede ser invisible, mientras Cristo sea visible. Que desaparezcan los girasoles. Y que vuelva la Verdad.


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Published inLiturgia y espiritualidad

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