Cuando le preguntamos a un niño que asiste todos los sábados a catecismo en la parroquia del barrio que es la Misa nos responderá que es una fiesta donde nos reunimos a cantar, escuchar la palabra de Dios y a estar “juntos como hermanos”. Si le formulamos la misma pregunta a un catequista encontraremos la fuente, y la referencia no está muy lejos del presbiterio o la cátedra episcopal. Esto es modernismo puro, una desfiguración del concepto de liturgia y su remplazo por una fiesta, más o menos seria.
Me ha tocado observar que entre varios grupos conservadores y tradicionalistas una tendencia creciente hacia una hermenéutica similar. No es menester ni los payasos ni las guitarras que abundan en la Parroquia del barrio, bastan ciertos detalles que por un lado nos hacen olvidar la naturaleza sacrificial de la liturgia y por el otro impregnan el ambiente con un aroma primaveral, por decirlo de alguna manera. Un ejemplo son los adornos excesivos en los altares, especialmente las flores. En algunas hay tantas que ni siquiera se siente el incienso, en otras uno no puede ni imaginarse como el presbítero puede desarrollar el λειτουργικό δράμα (drama litúrgico).
Uno se pregunta sinceramente que es lo que se espera trasmitir ¿Piedad? Con tantas flores más parece una mesa con adornos que un altar. Por eso creo que sería interesante avanzar hacia la simplificación máxima posible. En ausencia de Retablo bastará con una Cruz y los cirios. El ministro debería recordar no sólo con las acciones, sino sobre todo con la διδασκαλία que no se está ni en una fiesta, ni una cena, ni una recepción. Los fieles son testigos de la θεοφάνεια, por lo que literalmente Ο Θεός με εμάς (Dios [está] con nosotros).
Quizás Ο Θεός δεν είναι μαζί μας porque en las iglesias de hoy ha desaparecido todo rastro de sacralidad, volviéndolas galpones o anfiteatros más o menos cómodos.
La liturgia es oración, y la oración es la base de la vida espiritual. La oración no es meramente repetir palabras, es otra cosa. En su obra After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy,1Catherine Pickstock, replantea la oración litúrgica en el contexto de la filosofía contemporánea explorando cómo la liturgia y la oración revelan verdades escenciales del ser humano, de la comunidad de los creyentes y del kosmos2.
En este sentido, la oración (y en particular la oración litúrgica) no es un acto de invocación a la Θεότητα, sino una participación en la misma vida divina. Por medio de la oración, los hombres acceden a una realidad trascendencte que supera la subjetividad individual; en otros términos, se trata de un acceso que es válido de forma intersubjetiva,3 y lo que es más importante, la liturgia (oración superior) es un diálogo transformador con lo divino por medio del cual el orante se une con la comunidad y el kosmos, haciéndose real el pedido de Cristo en su oración:
[para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.]
Martin Heidegger aborda el tema de la oración cuando se introduce en el lenguaje poético, porque el mismo permite (según el filósofo alemán) habitar en el mundo de una manera auténtica. El hombre habita de forma poética el mundo, no es un giro estético, sino un estar-en-el-mundo; la poesía revela la verdad (alētheia / αλήθεια), es decir, des-vela,4 quita el velo que cubre la escencia misma, como cuando tras la muerte de Cristo “se rasgó en dos” (Mt 27:51).
La oración permite revelar lo sagrado y lo divino, por medio de ella el hombre busca una comunión con lo Trascendente por fuera de la racionalidad ordinaria.
Ahora bien ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la liturgia? Esto puede deberse a que estamos frente a una serie de rituales que son necesariamente anti-liturgicos porque no existe en ellos lo sagrado, y enl ugar de una comunicación entre ambos mundos que permita a los fieles ingresar al espacio sagrado (“sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada” -Ex 3: 5). No todo ritual es litúrgico, y no todo aquello que parece una liturgia (por más que referencie y copie una liturgia tradicional) es necesariamente “liturgia”, porque esta requiere adorar a Dios “en espíritu y verdad” (Jn 4:23-24).
En ausencia de liturgia (llamese Culto, Misa, Divina Liturgia) los fieles pueden recurrir a la oración contemplativa como un faro en medio de la noche tormentosa. Es en el silencio y la reflexión donde encontramos la verdadera comunión con lo divino. Es un recordatorio de que la presencia de lo sagrado trasciende los límites físicos y se encuentra en todos los lugares y en todos los momentos de nuestra vida.
¿De qué sirve al seglar rezar el Misal si no sabe a quién está orando? ¿De qué sirve si lo hace de manera indigna? ¿De qué sirve meditar la Biblia (que es también orar) si es que antes no nos encomendamos a Dios y solicitamos al Espíritu Santo que nos guíe y nos alumbre? Por eso, los actos de piedad son imprescindibles para que la oración sea efectiva y agradable a Dios. Es fundamental cultivar una conexión genuina con lo divino, nutrida por la devoción y la comprensión de la fe que profesamos.
Vivir cada día como si fuera un día de Semana Santa nos invita a cultivar una fe activa y vibrante, no limitada por el calendario litúrgico, sino arraigada en la realidad cotidiana, es decir el modo en el que el Ser-Ahí se encuentra de manera común y habitual en el mundo.5 Hacer de la Semana Santa nuestra cotidianeidad (Alltäglichkeit)6 es un llamado a buscar la belleza ¿Y qué es la belleza? Una emanación de la belleza divina, porque todo lo que es bello refleja a Dios, su perfección y su bondad y quien la busca, busca a Dios.7 Por lo tanto, es un llamado a buscar la Belleza (a Dios) en la simplicidad, la fuerza en la adversidad, la Gracia en a entrega. Es un compromiso diario dond encontrams el verdadero significado de nuestra Fe, y dónde la luz de la esperanza brilla más intensamente en medio de la obscuridad.
Notas
1Pickstock, Catherine, After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy, Oxford, Blackwell Publisher, 1998.
2Elijo usar el término “Kosmos” (κόσμος) como lo emplea Ken Willber porque creo que es el mismo sentido en el cual lo utiliza Catherine Pickstock. En efecto, el filósofo americano toma el concepto para significar la totalidad de los niveles de realidad (materia, energía y mente, alma, espíritu), mientras que el concepto moderno se limita a lo físico y obserbable.
3Michel Meslin, Experience humaine du divin: fondements d’une anthropologie religieuse, París, Editions du Cerf, 1988.
Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. De esta manera distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; esto es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.
Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Dios no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.
Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.
Hace poco me tocó leer un texto de un renombrado teólogo adventista contra la predestinación. No es algo excepcional. También tengo algunos escritos católicos romanos al respecto. Cuando estaba trabajndo en mi tesis tuve que abordar el problema. Claro, no lo hice como teólogo, sino como historiador, y por la temática de mi tesis (y su extensión) tuve que hacerlo de forma tangencial.
Mientras leía autores del siglo XVII y XVIII que trataban del tema (aún cuando la discusión estuviera “prohibida” por Roma, se escribió largo y tendido), noté cómo citaban vez tras vez a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino.
Es por ello que quisiera compartir con todos ustedes este inequivoco fragmento de la Suma Teológica, cuya verdad y lógica es incontestable.
Santo Tomás de Aquino: Sobre la Predestinación, Suma Teológica I, q 23 art 1 y 7
Artículo 1: Los hombres, ¿son o no son predestinados por Dios?
Objeciones por las que parece que los hombres no son predestinados por Dios:
1. Dice el Damasceno en el II libro: Hay que saber que Dios todo lo conoce de antemano, pero no todo lo predetermina. Pues de antemano conoce lo que hay en nosotros y no lo predetermina. Pero los méritos y deméritos humanos están en nosotros en cuanto que, por el libre albedrío, somos dueños de nuestros actos. Por lo tanto, lo que pertenece al mérito o demérito no está predestinado por Dios. Así, desaparece la predestinación de los hombres
2. Como se dijo (q.22 a.1 y 2), todas las criaturas están ordenadas a sus fines por la providencia divina. Pero de las otras criaturas no se dice que estén predestinadas por Dios. Luego tampoco hay que decirlo de los hombres.
3. Los ángeles, como los hombres, son capaces de ser felices. Pero a los ángeles, al parecer no les corresponde ser predestinados, pues en ellos nunca hubo miseria. Y Agustín dice que la predestinación es el propósito de apiadarse. Luego los hombres no son predestinados.
4. Los beneficios que Dios da a los hombres los da a conocer a los santos por el Espíritu Santo, tal como nos dice el Apóstol en 1 Cor 2,12: No recibimos el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que viene de Dios para que sepamos qué es lo que Dios nos concede. Por lo tanto, si los hombres fueran predestinados por Dios, como la predestinación es un don, la predestinación sería conocida por los predestinados. Y esto es falso.
Contra esto: está lo que se dice en Rom 8,30: A los que predestinó, a ésos llamó.
Respondo: A Dios le corresponde predestinar a los hombres. Pues, como quedó demostrado (q.22 a.2), todo está sometido a la providencia divina. Y como también se dijo (q.22 a.1), a la providencia le corresponde ordenar las cosas al fin. Y el fin al que son ordenadas las cosas por Dios es doble. Uno, que sobrepasa la capacidad y proporción de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en ver a Dios, algo que sobrepasa la naturaleza de cualquier criatura, según quedó establecido (q.12 a.4). El otro fin es proporcionado a la naturaleza creada, y que puede alcanzar con sus fuerzas la misma naturaleza creada. Y aquello a lo que no puede llegar con la capacidad de su propia naturaleza, es necesario que le sea otorgado por otro, como la flecha necesita al arquero para llegar al blanco. Por eso, y hablando con propiedad, la criatura racional, capaz de llegar a la vida eterna, llega a ella como si le fuera transmitida por Dios. El porqué de dicha transmisión preexiste en Dios, como también en El preexiste la razón del orden de todo al fin, que es la providencia, como ya dijimos (q.22 a.1). La razón que, de algo que se va a hacer, hay en la mente del que lo va a hacer, es una determinada preexistencia que de lo que se va a hacer hay en él. Por eso, la razón de la predicha transmisión de la criatura racional al fin de la vida eterna se llama predestinación; pues destinar es enviar. Queda claro que la predestinación, en cuanto a los objetivos, es una parte de la providencia.
A las objeciones:
1. El Damasceno llama predeterminación a la imposición de necesidad; como sucede en las cosas naturales, que están predeterminadas a algo fijo. Este sentido lo apoya lo que añade: Pues no quiere la malicia ni fuerza la virtud. Así, no queda anulada la predestinación.
2. Las criaturas irracionales no están capacitadas para aquel fin que sobrepasa la capacidad de la naturaleza humana. Por eso no se dice propiamente que estén predestinados. Aun cuando a veces se abusa de la palabra predestinación para hablar de cualquier otro tipo de fin.
3. A los ángeles les corresponde ser predestinados como los hombres, aunque nunca hubiera habido miseria en ellos. Pues el movimiento no se especifica por el punto de partida, sino por el de llegada. Ejemplo: No importa que algo blanco, antes de ser blanco, haya sido negro, gris o rojo. De modo parecido, para ser predestinado no importa que alguien sea predestinado a la vida eterna saliendo de un estado de miseria o no. También puede decirse que conceder un bien superior al merecido es algo que pertenece a la misericordia, como ya dijimos (q.21 a.3 ad 2; a.4). 4. Aun cuando por un privilegio especial a algunos se les revele su predestinación, sin embargo no es conveniente que se revele a todos, porque los predestinados se desesperarían, y la seguridad de ser predestinado podría parecer una negligencia.
Artículo 7: ¿Es o no es seguro el número de predestinados?
Objeciones por las que parece que no es seguro el número de predestinados:
1. No es segura una cantidad a la que se le puede añadir algo. Pero al número de predestinados se le puede añadir alguno, tal como se dice en Dt 1,11: Que el Señor Dios nuestro añada a este número muchos miles. Glosa: Esto es, el número establecido por Dios, que conoce a los suyos. Luego no es seguro el número de predestinados.
2. No se puede dar la razón de por qué Dios predetermina a los hombres para la salvación en un número más que en otro. Pero Dios no dispone nada sin razón. Luego no es seguro el número preestablecido por Dios de los que se van a salvar.
3. El obrar de Dios es más perfecto que el obrar de la naturaleza. Pero en las obras de la naturaleza es más frecuente encontrar lo bueno que lo defectuoso y lo malo. Así, pues, si Dios fuera quien determinara el número de los que se van a salvar, serían más los que se iban a salvar que los que se iban a condenar. Lo contrario se deduce de Mt 7,13s.: Ancho y espacioso es el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por él. Estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida; y son pocos los que la encuentran. Luego el número de los que se van a salvar no está predeterminado por Dios.
Contra esto: está lo que dice Agustín en el libro De Correptione et Gratia: Es seguro el número de los predestinados; nadie lo puede aumentar, nadie lo puede disminuir.
Respondo: Es seguro el número de los predestinados. Algunos sostuvieron que era seguro formalmente, pero no materialmente. Es como si dijéramos que es seguro que se salvarán cien o mil, pero no que sean éstos o aquéllos. Pero esto anula la certeza de la predestinación, de la que ya hemos hablado (a.6). En este sentido, hay que decir que el número de los predestinados es seguro tanto formal como materialmente.
Pero hay que advertir que se dice que en Dios es seguro el número de los predestinados no sólo por razón del conocimiento, es decir, porque sepa cuántos son los que se han de salvar (pues en este sentido conoce también el número de gotas de lluvia o de granos de arena del mar); sino por razón de elección y de una determinada selección. Para demostrar esto, hay que tener presente que todo agente tiende a producir algo finito, tal como consta en lo dicho anteriormente sobre lo infinito (q.7 a.4). Ahora bien, quien fija la proporción de su obra, escoge el número de lo que constituirá las partes esenciales, que, en cuanto tales, son necesarias para la perfección del conjunto. Pero no el número concreto de lo que no son partes esenciales y que sólo son necesarias en función de las esenciales. Por eso escogerá unas en la medida en que le sirvan para las otras. Ejemplo: El arquitecto determina la capacidad de una casa y el número de habitaciones que va a tener, así como las medidas de las paredes o del techo. Pero no determina el número de piedras, sino que usa las necesarias para llevar a cabo lo propuesto. Así es como hay que razonar con respecto a la relación Dios-Universo (que es obra suya). De antemano fijó cuáles serían sus dimensiones y cuál el número más indicado de sus partes esenciales, esto es, las que de algún modo son perpetuas; cuántas esferas, cuántas estrellas, cuántos elementos, cuántas especies. Con respecto a los seres individuales perecederos, éstos no están ordenados al bien del universo como partes esenciales, sino como algo secundario, es decir, en cuanto en ellos se salva el bien de la especie. Por eso, aun cuando Dios conoce el número de los seres individuales, sin embargo, el número de bueyes o de mosquitos o de otras cosas no es predeterminado por Dios; sino que, de todo, la providencia divina produce lo suficiente para la conservación de las especies.
Entre todas las criaturas, las que principalmente están ordenadas al bien del universo son las racionales, que, en cuanto tales, son incorruptibles. De entre ellas, de modo especial, las destinadas a la bienaventuranza, que son las que alcanzan el último fin de un modo más inmediato. Por lo tanto, el número de los predestinados es seguro para Dios, y no sólo como algo conocido, sino, principalmente, como algo previamente fijado.
No puede decirse lo mismo del número de los condenados, que parecen estar previamente ordenados por Dios al bien de los elegidos, para quienes todo coopera para el bien. Respecto a cuál es el número de todos los hombres predestinados, algunos dicen que se salvarán tantos cuantos ángeles cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles no cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles cayeron y cuantos fueron creados. Es mejor decir que sólo Dios conoce el número de los escogidos para ser colocados en la más sublime felicidad.
A las objeciones:
1. Aquel texto del Deuteronomio hay que entenderlo de los establecidos por Dios con respecto a la justicia presente. Este es el número que aumenta o disminuye, no el de los predestinados.
2. La razón de cantidad de una parte hay que tomarla en su proporción con el todo. Así, en Dios la razón de que haya tantas estrellas o tantas especies de seres, y el número de predestinados, hay que tomarla de la proporción entre las partes principales y el bien del universo.
3. El bien proporcionado al estado común de la naturaleza está en muchos. La ausencia de este bien, en pocos. Pero el bien que sobrepasa el estado común de la naturaleza está en pocos. Su ausencia, en muchos. Por eso, podemos comprobar que los hombres dotados de inteligencia suficiente para orientar su propia vida, son muchos. Los que no la tienen, y que se llaman tontos o idiotas, son pocos. Pero con respecto a ambos, poquísimos son los que llegan a tener un conocimiento profundo de las cosas. Así, pues, como la felicidad eterna, consistente en la visión de Dios, sobrepasa el estado común de la naturaleza, y de modo especial por haber sido privada de la gracia por la corrupción del pecado original, pocos son los salvados. Y en esto se contempla la inmensa misericordia de Dios, que eleva hasta aquella salvación de la que muchos se ven privados por inclinación natural.
Existen múltiples expresiones de la oración: una que se despliega en la esfera pública, como la liturgia eclesial, y otra, más íntima y reservada, que se manifiesta en la comunión individual con lo divino. La liturgia, aunque esencial para la vida comunitaria, deja de lado la singularidad del diálogo personal con lo trascendente, esa conversación íntima que el apóstol alude en Filipenses 3:20:
La manera en que nos relacionamos con lo divino es una experiencia profundamente íntima y sagrada. La oración, en su esencia, es una expresión de nuestras necesidades ante lo trascendente. Sin embargo, ¿por qué orar si Dios ya conoce nuestras necesidades antes de que se las comuniquemos? La respuesta no reside en informar a Dios, sino (como explica San Agustín en Confesiones X, 29) en abrirnos a recibir lo que ya ha sido preparado para nosotros. Es esta apertura del alma lo que define la oración.
Siempre he sostenido la convicción de que compartir la experiencia de la oración es, de alguna manera, profanarla. Esto es lo que hacen los predicadores mediáticos, que convierten el diálogo íntimo con lo divino en un espectáculo público, muchas veces chabacano. La oración, sin embargo, es un momento de desnudez ante lo divino, donde exponemos nuestras vulnerabilidades más profundas y nuestras inquietudes más genuinas.
El mismo Cristo nos insta a preservar esta intimidad en la oración privada:
“Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán escuchados. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis.” (Mateo 6:6-8)
San Jerónimo, por su parte, nos recuerda la importancia y el poder de la oración:
“La oración [privada] es un escudo para el alma, un refugio para el cuerpo, un freno para los vicios, un aliado de la virtud, un guía para la vida, un consuelo para la muerte. La oración purifica de los pecados, ahuyenta las tentaciones, aplaca la ira de Dios, asegura el bienestar y fortalece la fe.” (Hom. 6: Sobre la oración).
En última instancia, la oración es un vínculo místico que conecta al individuo con lo divino. Es un acto que trasciende el lenguaje y penetra en la esencia del ser. A través de la oración privada, nos sumergimos en la profundidad del alma, confiando en la presencia amorosa y sabia del Creador. Esta experiencia sagrada debe ser preservada y protegida como un tesoro espiritual, apartada del escrutinio público y cultivada en el silencio del corazón. Que cada momento de oración nos lleve a una mayor comunión con lo divino y fortalezca nuestra fe en el misterio del amor de Dios.
“La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, sentimos y no procedemos conforme a la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.» (1 Juan 1,5-7)
Sobre este fragmento de la primera carta de San Juan se puede escribir mucho. La primera criatura creada por Dios fue la luz. “Fiat Lux” (Gn 1,3) y la luz impregnó todo lo que a continuación fue creado. Podríamos decir que Dios se nos da como luz que no deja lugar a la sombra. El siguiente texto del Abbe Henri Stephane es muy clarificador:
A menudo solo se retiene de la primera epístola de san Juan que «Deus caritas est»; es evidentemente, si se quiere, la cumbre de la Revelación, de ahí el resto se destila según la dialéctica del Amor: creación, caída, redención, gracia, etc., y el Amor aparece con su complemento inseparable, la Cruz y el desapego absoluto y total. San Juan de la Cruz encarna este doble aspecto; él es esencialmente el Doctor del Amor y de la Cruz.
Esta epístola conlleva igualmente otro aspecto, que completa al precedente, y que el apóstol san Juan, que ha dicho todo porque él ha visto todo, no ha olvidado. Es incluso por eso como comienza su primera epístola y todo su Evangelio está impregnado de ello: «El mensaje que él nos ha hecho oír, y que nosotros os anunciamos ahora, es que Dios el Luz y que en El no hay tiniebla alguna» (1 Juan I,5)
Después de la caída, el hombre camina en las tinieblas, en la mentira, en el error, en la desorientación, en la dispersión; el mundo está bajo el imperio de Satán, Príncipe de las Tinieblas y de la Mentira. El hombre vive en la ilusión de su propia realidad y olvida que su verdadera realidad reside en Dios, en ese Verbo «en quién todo ha sido hecho». Porque Dios es el Ser Total fuera del cual no hay nada: el Todo es inmanente en cada una de las partes, sin lo cual el Todo no sería el Todo, puesto que estaría limitado por una de las partes. Así, la parte no se distingue que según un modo ilusorio del Todo al cual ella pertenece. A partir de eso, conferirle una realidad propia, verlo independientemente del Todo que la contiene, mirarla como una «cosa en si» es la ilusión de las ilusiones, el error, la perdida, la mentira, las tinieblas. Después de la caída, la inteligencia del hombre, privada de la Luz, vive en esa ilusión, se detiene en las apariencias de las cosas, se deja atrapar en la red de sus propios límites y de los límites de las cosas, y no ve más en las cosas y en si mismo la Única Realidad del Todo, fuera del cual la realidad de las cosas no es más que ilusoria.
La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de a Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor. Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia. Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él: «Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra» (Ef. I, 10)
Pero una contemplación tal, una tal visión de Dios supone que el alma a comenzado por desapegarse de todas las cosas, con el fin de reencontrarlas y de contemplarlas en Dios donde ellas tienen su verdadera realidad. Se reencuentra así el desapego y el amor, que, unidos a la contemplación, constituyen la Suprema Sabiduría.
Fragmentos de una conversación entre Marie-Madeleine Davy y Jean Bies
J.B: «Desde mi infancia, he estado tomado por la búsqueda de lo Absoluto, y esto involuntariamente… Yo no he elegido ésta vía, ella me ha sido impuesta desde adentro…» usted evoca en la misma página de tu Itinerario la «picadura de lo Absoluto», su «seducción». ¿Cuándo y de que manera percibió por primera vez la llamada de una conversión a lo Absoluto, de lo cual además escribe que es «nostalgia del misterio de la interioridad»?
M.M.Davy: Tendría unos cinco o seis años, era verano, en el campo en casa de mi abuela. Yo tenía miedo de la noche. De vez en cuando, al anochecer, mi madre, para hacerme dominar mi miedo, me daba una piedrecita que yo debía llevar al jardí, al extremo de una alameda. Esta bordeaba un río. Yo tenía que ir allí a paso lento. Me estaba prohibido correr, sobre todo porque habría podido caer al tropezarme en las raíces de los árboles. Yo estaba aterrorizada por los ruidos que me parecían extraños: movimientos de los pájaros dormidos y despertados súbitamente por mi presencia, el paso rápido de las comadrejas que habían comenzado su caza, agitación de las ramas movidas por el viento…
Una vez, me paré para escuchar esos ruidos. De repente, tuve la impresión de amar aquello que provocaba mi miedo. Me pareció que la noche cedía ante una suave luz. La dimensión nocturna se volvió una amiga para el resto de mi existencia.
Cuando volví, mi hermana mayor me estaba buscando. Ella estaba preocupada por mí dada la proximidad del río. Viendo mi rostro relajado y feliz, me preguntó: ¿Qué es lo que has visto? Yo no respondí. Ese era mi secreto. Yo sentía confusamente que no debía decir nada.
Sus conferencias se multiplican, sus libros están en la cabecera de todos los «estremecidos de Dios». Como esos predicadores itinerantes, de esa edad llamada «media» que era edad «mayor», usted va despertando, estimulando, curando las almas. ¿Cómo se sitúa en el mundo intelectual contemporáneo? ¿Qué mensaje prioritario piensa aportarle?
Tengo consciencia de no tener ningún mensaje que dar, de no hacer nunca el bien a nadie. De vez en cuando, alguna cosa se filtra a través de mí. Y esa «cosa» no me es imputable. Pasa a pesar de los obstáculos que puede encontrar. Después de haber sido demasiado intelectual durante muchos años, no me sitúo en ninguna intelligentsia que, además, no me interesa para nada. Amo apasionadamente a los seres independientemente de su cultura. Es evidente que me intereso en este mundo contemporáneo que marca el fin de una era.
(…)
En la noche iniciática, los astros son clavos ardientes. Pero es lo único que sosiega una medianoche roja, una aurora sin ocaso. ¿Ha pasado por la «acedía», la duda, el desamparo, en resumen, por la noche?
La angustia veo que se inscribe en todo camino hacia la profundidad. El desamparo también. Pero de esto es imposible hablar a causa de su amplitud y de su densidad. Uno puede volverse amoroso de la noche por ternura hacia la aurora. Pero nada puede formularse.
Usted subraya que hay en el hombre diferenciado una «modificación de estructura». Esta no está adaptada a un mundo construido a la imagen de la mayoría. La presencia del hombre esencial hiere, altera al otro; es por eso que un hombre así está privado de toda protección contra un mundo hostil que le rechaza. Además, el descubrimiento de la verdad, al obligar a ciertas renuncias, crea un aislamiento; la aventura no permite la marcha atrás porque puede acabar trágicamente… «Todos aquellos -escribe usted- que han tenido la gracia de encontrar en su vida a hombres prendados de sabiduría han descubierto en contacto con ellos su extrema soledad…» ¿Cuáles son los hombres esenciales que usted a encontrado? ¿Puede decirnos algunas palabras de ellos? De Nicolas Berdiaev, usted ha escrito: «Se le sentía batido por los vientos»; uno sentía cerca de el «un estado paradisíaco».
El encuentro con hombres de luz -estos además pueden habitar la dimensión nocturna- me parece comparable a oasis percibidos en el desierto de la existencia. Durante mi juventud pude buscarlos y gozar de intercambios con ellos. Actualmente, ya no siento la necesidad de la presencia física. Es posible comunicarse unos con otros, independientemente del tiempo, del espacio, de nuestras diferentes ocupaciones.
El hombre más extraordinario que he podido conocer ha sido Nicolas Berdiaev. Cuando digo «extraordinario», quiero significar su dimensión fuera de lo común. Genial, llevaba en él a Oriente y a Occidente. Era un profeta, un visionario. Ortodoxo -estando abierto a lo universal- , no estaba encerrado en ninguna forma. Siempre percibí su simpatía hacia los católicos y los protestantes. El ateísmo no le molestaba. Pienso que le parecía preferible a la idolatría… Habiendo leído mucho las traducciones de autores rusos, yo reencontraba en Berdiaev una consonancia con los escritores que me eran tan queridos. Lo que me resultaba raro en Berdiaev consistía en su manera de vivir, de mirar al mundo, sin participar en sus juegos. La simplicidad de su existencia me encantaba. Nada de mundano, todo resonaba de una manera justa como el cristal. Nunca vi en él el menor compromiso o la más ligera mentira. No hablaba de lo esencial más que por alusiones. Uno comprendía que él había plantado su tienda en lo indecible. Su voz venía de lejos, de una cima difícil de alcanzar. Habitando en una cubre, su palabra debía descender para encontrar a sus auditores. Podía ser violento; en esos instantes, estaba lleno de tics y hablaba ruso. El francés que manejaba con mucho acento no le permitía manifestar el rigor de sus oposiciones con sus compatriotas. A continuación, el se excusaba de sus exageraciones.
(…)
¿Qué podemos entender de usted de aquello que dice en algún sitio: «Yo he buscado lo Absoluto. Ya no lo busco»?
La búsqueda considero que se sitúa en la dimensión horizontal. Un punto de agua descubierto exige una excavación para encontrar la fuente. Se pasa así de la horizontalidad a la verticalidad. Durante la primera investigación, uno se entrega al cuestionamiento, a los encuentros, a los intercambios. Después, la soledad y el silencio se vuelven los intermediarios. El resto se revela superfluo…
Dejando las cuestiones personales, según usted ¿cómo se las puede arreglar uno para extraer de su sopor a tantos y tantos hombres que, casi todos, momentáneamente se despiertan a lo espiritual si se les habla en los términos adecuados? ¿Cómo conectar un interruptor que sea definitivo?
Estoy absolutamente persuadida de que nos es imposible provocar el despertar del otro. Eso no nos concierne. Es entre él mismo y su maestro interior que todo ocurre y se desarrolla. El secreto del otro posee una puerta cerrada. Podemos llegar a desvalorar a los demás. Lo importante es aceptar la diversidad de hombres de la misma manera que la diversidad de flores y de cantos de pájaros. No existe un interruptor exterior. Nada es definitivo a causa de la movilidad de la condición humana… Antes yo sufría mucho constatando que lo esencial no era buscado por la mayoría de los hombres. Ahora, eso no me aflige ya más. Comprendo mejor esta movilidad, la multiplicidad de estados, de moradas. Nada de esto tiene importancia ante Dios, al menos yo así lo supongo…
Antes de la exploración de la espiritualidad moderna, usted ha recorrido la espiritualidad medieval. ¿Por qué razones el siglo XII le parece tan importante en la historia de las ideas religiosas de Europa?
Siendo alumna de Etienne Gilson en la Escuela de altos estudios, fui introducida por él en el pensamiento medieval. Pase mi tesis de doctorado sobre la teología mística de Guillermo de Saint Thierry, amigo de Bernardo de Claraval. La teología mística del siglo XII me ha enseñado mucho, en particular el monaquismo cartujo y cisterciense. El pensamiento y el arte del siglo XII son esencialmente cósmicos. Con su sentido de la festividad, de la liturgia fundada en las estaciones, el hombre se movía naturalmente «en Dios». Me interesan los valores espirituales de Europa. Ahora bien, la Europa del siglo XII era antes que nada cisterciense. El intelectualismo y la escolástica decapantes vendrán más tarde a oscurecer la visión de lo terrestre y de lo celeste estrechamente unidos. Después llegara una trágica ruptura de la cual nosotros vivimos actualmente las consecuencias.
Usted constata la socialización de nuestra época, entrevé un «movimiento de individuación» que le sucederá, sin excluir sin embargo la «desaparición de la persona». ¿Se puede creer que los tiempos nuevos, al orientarse no hacia Dios sino hacia el hombre, orientarán al hombre hacia Dios?
El hombre no tiene que orientarse hacia Dios. Es incapaz de ello. Es en si mismo donde descubre la presencia divina. Mientras busca un Dios en el exterior, no encuentra más que ídolos. Orientarse hacia el hombre equivale a orientarse hacia Dios. De todas maneras, yo no estoy segura que hoy en día nos orientemos hacia el hombre sino más bien hacia un robot. La dimensión humana se logra. Aquellos que deberían encontrarse implicados por la interioridad están muy a menudo politizados y pegados a lo social. Los tiempos nuevos no son para mañana sino siempre para hoy. Solo se puede esperar que un número mayor de hombres irá hacia lo esencial.
Hablando en «El hombre interior y sus metamorfosis», del retorno al «país natal», usted escribe que «no se juega impunemente con la dimensión de la profundidad». ¿Cómo mantenerse hoy en día en esa línea fronteriza, si la ascesis nos es imposible, y sin hacer del «justo medio» la vía real de la «mediocridad»?
La vía real es la del vacío, del despojamiento, de la desnudez. No creo que uno pueda instalarse ahí; uno solo está ahí de paso. La ascesis consiste, según o veo, en no ceder a la tristeza. Aceptar la total soledad y vivirla dichosamente en el interior, sin pensar ni siquiera una fracción de segundo que uno pudiera situarse en una línea fronteriza. Las cumbres están vacías. Incluso los pájaros no viven allí.
Usted constata que en Occidente la rareza de maestros está relacionada con la de discípulos. ¿Qué hacer entonces? Le preguntarán muchos. ¿Existen actualmente maestros vivos? El maestro interior es el maestro ideal, pero los síquicos -la mayoría- toman como mensajes de lo alto los flatus vocis de una subjetividad desbocada.
Tanto se trate de Oriente o de Occidente, ya no estamos en la época de los maestros, sino en la de el descubrimiento del guru interior, de la «Iglesia Interior». Dejemos correr, sin juzgarlos, a aquellos que sienten la necesidad de agitarse para encontrar intermediarios, y que a veces atraviesan continentes para encontrarlos. Siempre se aprende algo viajando. Los desplazamientos exteriores pueden llegar a ser una invitación a intentar el viaje interior. Cada cosa viene a su tiempo, o no llega nunca. ¡Eso no tiene ninguna importancia! Tanto mejor si los maestros encuentran discípulos y los discípulos maestros. ¿No hay que encontrar la «dicha» ahí donde uno se encuentre? Estoy convencida de que existen todavía verdaderos maestros. Estos se ocultan y no reivindican ninguna paternidad espiritual. Durante mucho tiempo creí en su importancia. Actualmente no podría creer en ello aun reconociendo que hay ciertamente honrosas excepciones.
¿No puede existir el peligro del maestro espiritual? Se conocen numerosos fracasos, patinazos, ¡y muchisimos falsos maestros!
En este asunto, he podido constatar muchos fracasos. Transferencias nunca trascendidas, sexualidades reprimidas, estados engañosos, insignificantes, perversiones… la evolución de la mujer, la libertad de su vida sexual han modificado el comportamiento femenino. La feminidad, en el hombre y en la mujer, se lleva actualmente. Que la mujer se asuma, que los jóvenes se hagan cargo de si mismos y el número de seudo-maestros disminuirá. Es muy fácil abusar de la credulidad y de la debilidad de numerosos individuos aislados. La meditación de las Escrituras -Biblia, Upanishads, Veda- puede ayudar a condición de no mantenerse en la letra con el fin de descubrir el espíritu velado por la letra. Numerosas traducciones de obras importantes pueden suplir la ausencia de maestros, o la carencia de aquellos que se lanzan hoy en día sobe el «supermercado de la iniciación espiritual». En razón de una sobreabundancia, la elección de valor es difícil. De ahí la importancia de la lucidez y del discernimiento.
A usted la inteligencia y la mística judías le parecen excepcionales; se sitúa sin problemas ante el protestantismo; encuentra en la ortodoxia una profundidad que falta al catolicismo. Sin embargo, ha permanecido en esta religión, sintiéndose indiferente a la «forma», fiel a los escritos cartujos, cistercienses y renanos. ¿Piensa que las «confesiones» pueden enfrentarse, pero que las religiones se unen en la cumbre. Es verdaderamente posible llegar al final de tantas antinomias, y como?
No tengo la pretensión de conocer la menor receta. Todo es asunto personal. Cada uno posee su propia singularidad y debe referirse a ella en su caminar. Es por eso que tengo muchas dificultades para captar los beneficios de los grupos que hoy en día, pululan y llegan a ser un verdadero y fructuoso comercio. Solo lo que está más allá de los caminos permite participar en un festín único. Las religiones y las confesiones son creaciones de hombres, y son necesarias. Ellas poseen su belleza y sus enseñanzas. Pero las confesiones se enfrentan. Conducen muy a menudo al asesinato. La historia de ayer y de hoy está cargada de eso. Las generaciones jóvenes parecen ahorrarse las religiones; las relegan decididamente en el pasado. En esto se equivocan. Nos haría falta sobre todo comprender que el Evangelio no presenta una religión, sino un arte de vivir y de amar, instaurado por Cristo y vivido por él. Si uno llega a captar el sentido de este arte, las antinomias desaparecen.
Berdiaev decía de Rusia que era «el Oriente cristiano». Usted misma escribe que el hombre mediocre no puede más que detestar el pensamiento ruso; este pensamiento estimula y nutre a aquel que vive en una dimensión trágica. ¿Qué aportan Berdiaev y, con él, la ortodoxia, a Occidente, y esto, en la eventual celebración de una espiritualidad nueva?
Todo es nuevo y al mismo tiempo nada es nunca nuevo. Es una paradoja inevitable. Lo que es inusitado para uno ya ha sido comprendido y vivido por otro. La mística ortodoxa se me ha revelado como transfiguradora. Pero no pienso que el soplo liberador aportado por Nicolas Berdiaev haya surgido de la ortodoxia. Lo que importa aquí es referirse a la Leyenda del Gran Inquisidor, expuesta en Los Hermanos Karamazov, y a la elección necesaria entre la esclavitud y la libertad: adhesión que hay que renovar constantemente.
Cada época inventa un nuevo acceso a los misterios: hay hoy en día, además de un mejor conocimiento del sufismo, del budismo y del hinduismo, el descubrimiento de los Pneumatóforos del Desierto, de los alquimistas, de los Hesicastas, de los Cabalistas y teósofos cristianos, de los presocráticos, de los platónicos de Persia, de los zenistas y taoistas. Pero en lugar de alegrarse de esta sobreabundancia, muchos ven en todas estas aportaciones los fermentos suplementarios de la disolución. ¿Qué responder a la acusación de sincretismo? ¿Y que diferencia hace usted entre el sincretismo y la apropiación de elementos lentamente digeridos y asimilados?
Un refrán repetido en la Edad Media me parece válido: «No mires al que habla; todo lo que es bueno, confíalo a tu memoria». Una posición sincretista me parece muy rechazable ya que resulta de una mezcla. Los valores surgidos de las tradiciones pueden enriquecerse mútuamente hasta el día en el que sea posible descubrir lo que está más allá de los caminos.
Toda su obra da testimonio a favor de las religiones comparadas y de su encuentro en el más alto nivel. Hay sin embargo par usted una clara diferencia entre el universo occidental y los universos orientales: la Persona de Cristo. El Cristo no es a sus ojos un Avatara entre otros, es decir un primus inter pares: es mucho más. ¿Pero entonces, se puede hablar todavía de una más allá de las religiones?
Si Cristo no es el fundador de una religión, en lo cual yo creo firmemente, el problema al cual hace alusión no se plantea. Las discusiones filosóficas y teológicas son vanas. Lo importante es tender hacia las santa unidad. No creo en la eficacia de las comparaciones. Si ellas me convienen, puedo usarlas. Si no, lo dejo caer todo para intentar vivir en la autenticidad. Como lo ha mostrado muy bien Eckhart, todo aquello que es dicho de Dios es palabrería. Aquel que posee una experiencia de la presencia está más allá de las comparaciones, de las semejanzas, de las diferencias. De ahí la importancia del silencio con respecto a o esencial. ¡Que cada uno encuentre su vía y su más allá! Uno lo descubre al avanzar. Uno puede rechazar lo que, la víspera, podía convenirle y pasajeramente saciarle.
Swami abhishiktânanda deseaba no «pensar en Dios» ya más, rechazar los «signos», ya que -como el Vedanta enseña- el verdadero conocimiento está más allá de todo concepto intelectual, de todo saber. Es necesario zambullirse en su «fondo» para encontrar a Dios. La originalidad de Henri Le Saux no ha sido la de reconciliar, difícilmente, una religión histórica y una religión cósmica, sino quizás el seguir la vía de un Dios personal: ¡Yahve se ha hecho signo en Jesús, constriñiéndose de lo Impersonal advaita! En otros términos, ¿no ha querido desbordar la bhakti (la vía devocional, dirigida a un Dios personal) hacia el jñana (la vía gnostica, religada a lo impersonal)?
La vía del amor y la del conocimiento son gemelas. No se puede distinguirlas más que el lo abstracto. Lo importante consiste en vivir el contenido orientándose hacia la unidad. La historia me parece una explicación, un reflejo de acontecimientos que se desarrollan en otro lado. El acercamiento a los misterios se vive en un más allá de la historia, del espacio y del tiempo.
La India recuerda sin duda a los católicos y a los reformados aquello que parece que han olvidado. Hablando de esta tierra de anterioridad, Henri Le Saux evoca la «gracia de interiorización» que ella otorga, y la «purificación de la noción de Dios» que ella permite. Pero los ortodoxos han mantenido la teología negativa (el neti de los hindúes), ese yoga que es la oración del corazón (su japa), y tienen además una admirable liturgia. ¿Qué podría entonces aportar al cristianismo oriental, el Oriente no cristiano, sobre todo si Cristo es algo más que un avatar?
Considero que lo esencial existe en el judeo-cristianismo. De todas maneras, la interiorización sin duda solo ha de ser vivida por un pequeño número, al no ser la audacia una virtud humana de la cual se reconocen firmemente su importancia y su eficacia. Yo creo en efecto, que la metafísica de la India puede provocar una purificación, un despejamiento, un recuerdo de aquello que ha sido olvidado o no vivido por ignorancia o por apocamiento. De ahí la extrema oportunidad de comprender cuanto un intelectual occidental está encumbrado y como debe de deshacer todo lo que le encumbra. La primacía que Le Saux da a la soledad y al silencio es algo a recordar. Es un resultado al que este monje cristiano e hindú no ha llegado más que al final de su existencia. El hablaba y escribía de buena gana, era para él una manera de clarificarlo todo. No tenía un interlocutor válido para captar el sentido de su sufrimiento, de su perpetua puesta en duda de los temas más esenciales. Su lealtad, su rectitud son de una extraordinaria amplitud. Cada uno leyéndole encontrara un beneficio. Aunque solo sea por la inquietud que experimente al leerlo… Unos encontrarán una justificación de su adhesión al cristianismo, otros se verán fortificados en su interés por la metafísica de la India. Algunos comprenderán la importancia del «pasaje» por los mitos y los símbolos. Enfin, ciertas personas llegarán a liberarse de un engorro que les impedía ver claro.
Conviene no olvidar que el despertar se acompaña de muertes y de resurrecciones. Estas operan en el crecimiento y en la profundización. El despertar liberador se realiza en el desierto, es decir en el país interiorizado de la sed, de la lectura de los signos y del encuentro. El verdadero encuentro se efectúa dentro, y llega a ser experiencia. Una inexpresable experiencia de la cual lo esencial es incognoscible.
¿No tendríamos que preguntarnos incluso: cómo seguimos nosotros el camino espiritual en la vida de cada día? La espiritualidad debería ser nuestra respuesta más natural, espontanea e instintiva. Pero no lo es. De ahí que debamos preguntarnos por qué no lo es. La respuesta abarca todos los problemas psicofísicos que experimentamos como consecuencia de habernos desnaturalizado, desensibilizado y deshumanizado. Porque vivimos en una sociedad no contemplativa, necesitamos aprender de nuevo a vivir una vida humana plena. Algunos piensan que quienes practican el budismo se encuentran en una desventaja particular porque tienen que desarrollar un nuevo contexto social para sus prácticas espirituales, que provienen de un entorno cultural oriental. Sin embargo, como contemplativa cristiana, considero esa cultura tan ajena como los budistas. En su mayoría, nuestra cultura es judeocristiana sólo de nombre. Por eso compartimos con los budistas la misma tarea de descubrir para nosotros mismos el modo de crear un entorno que haga de la espiritualidad parte integrante de nuestra vida cotidiana.
¿Cuáles son los elementos que hacen contemplativo un entorno? Es esta una cuestión que me interesa sumamente, y en la que llevo trabajando casi veinte años. En mi comunidad creemos que la vida contemplativa se desarrolla en una atmósfera viva y humana y hemos estado intentando precisar mejor específicamente lo que esto significa. En primer término, nos hemos encontrado con que, para montar el escenario de la vida contemplativa, precisamos un medio natural, ordenado y equilibrado. Por ejemplo, comparemos la experiencia de pasear por una habitación y descubrir un jarrón de lilas frescas sobre la mesa con la de pasear por la misma habitación y encontrarse un ramo de flores de plástico. O comparemos la experiencia de entrar en la cocina y encontrarnos una hogaza de pan que acaba de salir del horno –con el vapor desprendiéndose aún de la corteza– y entrar en la misma cocina y encontrarnos un pan comprado en el supermercado como un balón en una envoltura de plástico. Son cosas elementales, pero que ponen vivamente en contraste la naturalidad con que deberíamos vivir y la vida artificial que habitualmente llevamos. Nuestras vidas son derivadas en vez de reales, plásticas en vez de primordiales. Por eso el primer paso importante para crear un entorno contemplativo es hacerlo lo más natural posible.
En segundo lugar, nuestro entorno ha de ser ordenado. A menudo la gente piensa que contemplativo significa desentenderse y dejar que ocurran las cosas. En cierto sentido, “dejar que las cosas ocurran”, es lo que últimamente persigue la vida contemplativa; pero, al menos al principio, necesitamos establecer un orden en nuestro entorno. Necesitamos vivir deliberadamente. Durante años, cierto número de psicólogos y asesores, interesados en saber lo que el monasterio puede enseñarle a la vida pública, han estado visitando nuestra comunidad. Lo que más parecía sorprenderles es la vida ordenada que de hecho llevamos. Tenemos un horario, una regla de vida. Como ciertos momentos del día son mejores para algunas actividades específicas que otros, cada día tiene una forma, un plan, una estructura naturales, que admitimos y luego seguimos. Los psicólogos han encontrado que el orden es eficaz también en el contexto de la vida laica. Personalmente creo que todos debieran tener un plan del día en forma de pauta sobre el desarrollo ideal de cada día. Esto no significa que vayamos a estructurar rígidamente cada momento, sino que tengamos al menos una idea de lo que es más importante. Se puede comenzar dando prioridad a las actividades propias o dándosela a las prácticas espirituales. Se puede echar una mirada al día y establecer cuál es el mejor modo de concentrarse en la oración o la meditación, ordenando luego el resto del día alrededor de eso. Para la mayoría de la gente, esto significa normalmente levantarse antes o acostarse más tarde. Mi experiencia personal, y la de cientos de personas con las que he hablado de ello, es que, a la larga, da mejor resultado levantarse una hora antes para hacer las prácticas que acostarse una hora más tarde. Aunque durante el día se acumula el cansancio, la concentración, la integración y el recogimiento son tan cruciales que el cansancio no es realmente un problema. En cambio, si se omite esa importante sesión de oración, aunque se tenga toda la energía del mundo, no dispondremos de tanta oportunidad de crear un entorno contemplativo personal.
Otro aspecto de planear es disponer de “momentos de no hacer”. Como americanos, tendemos a ser demasiado metódicos y rígidos. Esto lo digo al mismo tiempo que afirmo que somos demasiado blandos y flojos. Somos las dos cosas. En nuestros planes disponemos de momentos de “ser solamente” cuando no tenemos absolutamente nada planeado, aunque sólo sea unos minutos. Y hay un koan muy útil: deja la mitad de lo que estás haciendo y haz bien la otra mitad. Acaso no necesitemos seguirlo literalmente, pero al menos podemos sentarnos con esta idea y empezar a entender lo que puede significar para nuestra vida. Personalmente debo confesar que tengo que decírmelo todos los días.
En tercer lugar, el entorno contemplativo es equilibrado. Necesitamos disciplina física para el cuerpo, disciplina intelectual para la mente y disciplina meditativa para el espíritu. Una de mis frustraciones personales es encontrar en muchos entornos de retiro demasiado énfasis en la espiritualidad. Por supuesto, podríamos subrayar también excesivamente la disciplina corporal y convertirnos en jockeys, o insistir en la disciplina mental y volvernos engreídos; pero cuando ponemos demasiado énfasis en la disciplina espiritual, al menos en la tradición cristiana, con mucha frecuencia terminamos siendo mojigatos. También es necesario equilibrar trabajo y juego. Creo que uno de los mayores obstáculos para la vida contemplativa en nuestra cultura es el impulso neurótico a trabajar. Estamos abrumados de trabajo. Naturalmente, el trabajo de suyo es bueno y constituye un elemento importante de la vida contemplativa; no sólo humaniza y da energía, sino que además es una excelente preparación para la contemplación. Pero si estamos neuróticamente motivados a trabajar, entonces constituye un obstáculo. Hemos de equilibrar el trabajo con la distracción, que es igualmente una dimensión crucial de la vida contemplativa; y creo que es este uno de los principales testimonios de mi comunidad al monasticismo. Los monjes, por lo general, no juegan lo bastante. En mi comunidad reservamos un día a la semana, el domingo, en el que solamente jugamos. Algunos domingos jugamos juntas; otros lo hacemos individualmente. Remamos, jugamos al voleibol o hacemos excursiones. Otras veces es un juego más intelectual: contemplar obras de arte, escuchar música o leer poesía. Una de mis actividades favoritas dominicales es pintar con acuarela. No enseño necesariamente a los demás lo que pinto, pero eso es justamente lo que cuenta. No tiene ninguna finalidad. Como dice Eido Roshi, es “eso solo”.
Me parece que en general la gente tiene ideas muy erróneas acerca de la vida del monasterio. Las personas que nos visitan se sorprenden con frecuencia al descubrir que los elementos de nuestro entorno contemplativo no son en absoluto extraños a ellos y que nuestros problemas son también sus problemas. Quizá la única diferencia verdadera sea la falta de apoyo comunitario que los laicos encuentran cuando intentan vivir contemplativamente cada día. Convengo en que es una verdadera carencia no estar vinculado a otros que compartan los mismos ideales y aspiraciones. A veces conseguimos poner a esas personas en comunicación unas con otras o bien ofrecerles algún tipo de apoyo comunitario. Contamos ahora con una amplia familia de personas que no residen con nosotros, pero que comparten nuestros ideales y aspiraciones y que permanecen en contacto con nosotras por medio de cartas y visitas personales. Incluimos también una columna llamada “Contemplación para todos” en nuestra revista trimestral Desert Call, donde invitamos a personas de todas las clases sociales a escribir sobre los obstáculos que encuentran y las lecciones que han aprendido para superarlos. Nuestra hoja informativa, Nada Network, es también un foro de intercambio entre el monasterio y el mundo. la vida contemplativa es exactamente tan posible en el mundo como en el monasterio. Después de todo, el contemplativo no es un tipo especial de persona, sino que cada uno es –o debiera ser– un tipo especial de contemplativo.
Tessa Bielecki, La Voz del Silencio. Ediciones Paulinas. Colección Tabor nº 16.
Tessa nació en el seno de una familia polaca de Connecticut. Como muchas jóvenes, creció leyendo revistas de belleza, coleccionando recortes de estrellas de cine y dando por supuesto que se casaría y criaría hijos. Durante los dos primeros años de universidad Tessa asistió a un retiro para estudiantes dirigido por el padre William McNamara. Después de terminar sus estudios y trabajar durante un año, se unió al padre McNamara y al Instituto de vida espiritual, situado entonces en el desierto de Arizona, a la edad de veintidós años. Desde entonces su vida ha estado dedicada a edificar y sostener la comunidad carmelita que se ha desarrollado allí. Actualmente ocupa el cargo de abadesa, y deja la vida eremítica varias veces al año para participar en retiros contemplativos y conferencias.
Deseo hablar de la oración cristiana no tanto en términos generales, sino como algo íntimamente personal. Es difícil ser lo suficientemente vulnerable para compartir lo que hay de más profundo en la vida de uno; no es fácil desnudar el alma propia. Pero sería aún más desdichada si dejara de compartir con vosotros al menos algo de mi práctica cristiana. Obviamente, la oración alcanza aquí un punto en el que se vuelve inefable, por lo que no se puede hablar de ella; pero yo debo limitarme a hacer lo que está en mi mano y llegar hasta donde me lo permitan las palabras.
Una de las definiciones más sencillas de oración cristiana que conozco se debe a san Juan Damasceno, el cual decía que orar es elevar la mente y el corazón a Dios. Otra definición maravillosa proviene de Teresa de Jesús, la cual afirmaba que la oración es “conversar de corazón a corazón con Dios, que sabemos nos ama“. El término conversación puede llamar a engaño aquí; cabría pensar que la oración es sólo cuestión de hablar mucho, lo que no es el caso. Así como la conversación humana comprende períodos de escucha además de hablar, lo mismo ocurre en la oración carmelitana. Personalmente, a veces prefiero usar la palabra comunión: comunión con el Dios que sabemos nos ama.
La oración se describe a veces también como “un grito del corazón“. Por supuesto, el corazón puede gritar de muy diferentes maneras. En la tradición católica, la oración comienza de ordinario con una exclamación verbal deliberada. A ese estadio le llamamos meditación. Nos servimos de un tipo de ejercicio o método para serenar la mente y centralizar la personalidad. Es como levantar los andamios para preparar la edificación. Luego pasamos a la contemplación, que es una etapa más pasiva y receptiva. Naturalmente, no me refiero a un tipo indolente de pasividad, como si estuviéramos esperando que pasara por encima una apisonadora. En mi comunidad usamos la expresión “pasividad sensata“. Es un estado de alerta, vivo y muy despierto, como el gato pronto a saltar o un ejército dispuesto a atacar. Este aspecto contemplativo que luego se desarrolla se describe a veces como una conciencia amorosa y experiencial de Dios. O podríamos decir menos teísticamente: una conciencia experiencial amorosa. En su poema Noche Oscura, Juan de la Cruz describe la oración contemplativa así:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobe el Amado;
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Otras descripciones incluyen: “Verlo todo sobre el fondo de la eternidad“, y “un ensanchamiento del corazón”. A mí me gusta especialmente está última, pues cuando oigo a los budistas hablar de su práctica, parece que tienen mucho que decir sobre la mente, y yo echo de menos oír hablar del corazón. Sé por los budistas que conozco que el corazón tiene su puesto allí, pero no oigo hablar de él mucho. Mi definición favorita de la contemplación es “una mirada larga y amorosa a lo real“. Como estamos describiendo una experiencia tan enormemente densa, es importante cada una de estas ideas; larga, amorosa, mirada. El momento contemplativo es largo; por tanto, no es un momento fugaz, sino que incluye interpretación de largo alcance; es amorosa, porque es participación en el misterio de todas las cosas, y es una mirada, porque incluye una apreciación de todo lo que es real.
Si restringiéramos nuestra oración totalmente a la meditación, al menos en la tradición carmelita, nuestra vida de oración resultaría terriblemente raquítica. De hecho, según avanzamos y crecemos más íntimamente en la unión con Cristo, dejamos de necesitar absolutamente el paso preliminar de la meditación. Juan de la Cruz nos enseña en la Subida al Monte Carmelo a discernir si ha llegado ya el tiempo de dejar de meditar y pasar a la contemplación, o si simplemente somos perezosos y no nos molestamos más en meditar. Describe también la necesidad de prescindir de la meditación cuando es el momento de hacerlo. Su instrucción reza: “Si encuentras la naranja pelada, cómela”. No tienes que volver a pelarla. Es lamentable que el cristianismo tenga reputación de estar orientado a la palabra y la acción, pues la contemplación ocupa realmente el centro de la tradición. Aunque ha existido la tendencia a dejar en la penumbra a la tradición mística, en aras de otros elementos tales como el saber, la acción social y la meditación discursiva, para el catolicismo sigue siendo entrañable la contemplación u oración no verbal.
En mi comunidad hay dos períodos diarios de oración común. Nos reunimos todas las mañanas a las seis para laudes, y luego otra vez a las cinco de la tarde para la oración conocida como vísperas. Idealmente, me preparo a los períodos de oración con lo que llamamos nosotras “preparación próxima para la oración”. Quizá os sorprenda saber que mi preparación es a menudo una actividad física. Doy un paseo o nado, monto en bicicleta o a veces doy vueltas al estiércol. Otras veces escucho música o contemplo una obra de arte; o bien voy al jardín y estoy allí sentada mirando, o incluso doy unos paseos por ‚él. Hago cualquier actividad centrada y sencilla que reúna las fuerzas de mi ser en un acto concentrado. Pero también hay momentos en los que me tiro de la cama a las seis menos cuarto y voy corriendo a la capilla. O a las cinco menos cuarto de la tarde, a lo mejor dejo precipitadamente una actividad febril o algún encuentro personal agotador, y también me queda el tiempo justo para entrar en la capilla. Y ello porque también eso es mi práctica. Como veis, toda mi vida es práctica. Pero todos sabemos que esa afirmación es peligrosa, pues también es importante concentrarse o centrar nuestra práctica en determinados períodos de tiempo para no volvernos desordenados.
Además de los dos períodos de oración común, cada día tenemos al menos una hora de oración en solitario. En mis días mejores, hago dos horas; pero a menudo es difícil disponer de la segunda hora. ¿Dónde hago oración cuando rezo sola?. En cualquier parte. A veces en la cama. O quizás tomando el sol o nadando en el río. Algunas de mis mejores oraciones las hago en compañía de nuestro perro pastor Zorba, o con nuestro gato. Ese gato ha vivido conmigo más que cualquier otro miembro de la comunidad y, al cabo de quince años, mantenemos excelentes relaciones. Mirar sus ojos me sitúa directamente donde necesito estar, justamente en el centro. Sin embargo, la mayoría de las veces rezo en la capilla, pues creo que el espacio sagrado es importante. Una de las cosas que me sorprenden al venir a Boulder, es ver las numerosas capillas de las casas de los practicantes budistas. Es una lástima que no encontrásemos un lugar así de oración en la mayoría de las casas católicas. Por supuesto, todo espacio es sagrado. Pero, por otra parte, tenemos que reconcentrarnos en lo sagrado, o nos volvemos descuidados; nos olvidamos. Puedo rezar a Dios al aire libre; pero cuando entro en una iglesia, la sensación de la presencia es diferente. Está centrada. En la misma capilla el altar es un foco poderoso; y dentro del tabernáculo está la hostia consagrada, el trozo de pan que ha sido convertido en el cuerpo de Cristo durante la celebración de la misa. Aquí la cualidad de la presencia es palpable. También podemos decir que todo pan es sagrado: pero la iglesia que tiene el santísimo sacramento posee una presencia diversa de la que no lo tiene. Donde el santísimo sacramento está fuera del tabernáculo, tenemos una presencia en su máxima intensidad. Por eso, aunque Dios está en todas partes, es muy natural que a menudo acuda a la capilla a rezar.
Cuando entro en la capilla, me quito el calzado y hago una profunda reverencia. En realidad, esa reverencia es mi oración. Una vez dentro, normalmente me siento en el suelo apoyada en la pared. Contrariamente a la práctica budista, en la oración cristiana no hay ninguna postura estricta. Normalmente yo rezo con las manos juntas, lo que siempre ha sido expresión natural de reverencia para mí. A veces rezo tendida, postrada. Está lo hago sólo en privado, pues intento ser considerada con otras personas, a las que podría chocarles tal espectáculo. Una dimensión importante de la oración cristiana es que no debe haber nada demasiado desacostumbrado en lo que los demás te ven hacer.
A veces, cuando rezo, me doy cuenta de que estoy distraída, y tengo que volver a recogerme con un rato de meditación. Unas veces hago un ejercicio de respiración, como lo he aprendido del budismo, o bien recurro a lo que se llama en el cristianismo “jaculatoria”. Está comprende la repetición de una sola expresión que he escogido deliberada e intelectualmente o que he adquirido de algún modo. Una de las que uso más a menudo es: “Alabado sea Jesús en el santísimo sacramento del altar”, que procede de nuestro ritual de bendición. Otra que he conocido últimamente es una línea de un poema de Francis Thompson, El perro del cielo : “Desnudo esperaba el golpe inspirador de tu amor”. Repito estas palabras una y otra vez hasta que se imponen, hasta que quedo desnuda esperando el golpe inspirador del amor. Otras meditaciones no son verbales, sino que incluyen una imagen política de Cristo o una escena de la Escritura. Una de mis imágenes favoritas es la de Cristo asando peces en la playa. Ahí está Cristo resucitado en su última acción, que podría inducirnos a esperar algún tipo de espectáculo milagroso. Pero, ¿Qué experiencia es? Cristo se encuentra sentado en la playa por la mañana temprano asando peces. Esa imagen la he tenido siempre en mí, y se ha vuelto más y más penetrante. Pues bien, incluso cuando prescindo de la imagen, nunca me abandona del todo; precisamente se vuelve más transparente. Veo que también la lectura de las Escrituras puede ser un ejercicio útil para recogerse. Primero leo despacio y reflexionando, rumiando las palabras, y luego lo dejo. A partir de ahí, nadie puede decir lo que suceder .
El cristiano que ora no siempre se sienta en serena quietud. La tranquilidad, por supuesto, es una importante dimensión de la oración, pero no es más que una de sus dimensiones. Si está fuera la única clase de oración que conocemos, ignoraríamos un ámbito muy rico de la experiencia. Por ejemplo, a veces en la oración me angustio y lloro de ansiedad. No se trata de una ansiedad neurótica, sino de una ansiedad existencial genuina: es un sufrimiento intenso por el mundo. El mundo entero está conmigo allí, explícita y conscientemente. El hombre de El Salvador cuya cabeza va a ser cortada está en mi oración: siento su miedo: sufro el dolor de sus heridas, lloro sus lágrimas, lloro las lagrimas de su esposa e hijos, lloro por el soldado que va a matarle. Está es lo que, en el contexto cristiano, llamamos “oración de intercesión”. Lamentablemente, el término se ha trivializado con el tiempo, hasta el punto de que mucha gente cree que consiste en decirle a Dios por lo que debe preocuparse, como si ‚él no lo supiera ya: “Te ruego que cuides de mi tía Sara”, o “Te pido que mires por Sudamerica”. En nuestra comunidad pensamos que la oración de intercesión debe ser “saltadora, antes de ser exhortativa”. Antes de que podamos exhortar a Dios, primero debemos saltar a la rama, a la situación. Debemos colocar nuestro cuerpo en línea, donde está nuestra boca; no podemos limitarnos a ofrecer peticiones vulgares.
A veces en la oración me río. Y hay veces, especialmente si no me ven, danzo como David ante el arca de la alianza. A veces puedo sentirme tan llena de gozo que no logro contenerme, y me encuentro contorsionándome. O puede tratarse de otra clase de agitación, en la que mido con mis pasos el suelo, me retuerzo las manos o escondo la cara en ellas. Puede que discuta con Dios como Job, o que luche con él como Jacob. La Biblia dice que Jacob terminó cojeando; yo no he terminado cojeando, pero a menudo he quedado exhausta. La oración cristiana no es siempre relajadora y refrescante. A veces es una crucifixión, una agonía.
A veces la mejor definición de la oración es una hemorragia lenta, interior; un silencio reverente, sobrecogedor, sin palabras ni imágenes. Ese silencio puede ser una presencia plena, misteriosa; otras puede ser una ausencia aterradora, la experiencia del abandono: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34). También eso es oración cristiana.
Es importante que sepamos apreciar todas estas posibles variaciones y dimensiones al seguir los ritmos y estaciones de nuestra vida de oración. Como decía Nikos Kazantzakis: “Alentando en el cielo y la tierra, en nuestros corazones y en el corazón de todo ser vivo, hay un aliento gigante, un gran grito, que se llama Dios”. Y el único modo de responder al gran grito que se llama Dios es con el grito del corazón que se llama oración.