Fragmentos de una conversación entre Marie-Madeleine Davy y Jean Bies
J.B: «Desde mi infancia, he estado tomado por la búsqueda de lo Absoluto, y esto involuntariamente… Yo no he elegido ésta vía, ella me ha sido impuesta desde adentro…» usted evoca en la misma página de tu Itinerario la «picadura de lo Absoluto», su «seducción». ¿Cuándo y de que manera percibió por primera vez la llamada de una conversión a lo Absoluto, de lo cual además escribe que es «nostalgia del misterio de la interioridad»?
M.M.Davy: Tendría unos cinco o seis años, era verano, en el campo en casa de mi abuela. Yo tenía miedo de la noche. De vez en cuando, al anochecer, mi madre, para hacerme dominar mi miedo, me daba una piedrecita que yo debía llevar al jardí, al extremo de una alameda. Esta bordeaba un río. Yo tenía que ir allí a paso lento. Me estaba prohibido correr, sobre todo porque habría podido caer al tropezarme en las raíces de los árboles. Yo estaba aterrorizada por los ruidos que me parecían extraños: movimientos de los pájaros dormidos y despertados súbitamente por mi presencia, el paso rápido de las comadrejas que habían comenzado su caza, agitación de las ramas movidas por el viento…
Una vez, me paré para escuchar esos ruidos. De repente, tuve la impresión de amar aquello que provocaba mi miedo. Me pareció que la noche cedía ante una suave luz. La dimensión nocturna se volvió una amiga para el resto de mi existencia.
Cuando volví, mi hermana mayor me estaba buscando. Ella estaba preocupada por mí dada la proximidad del río. Viendo mi rostro relajado y feliz, me preguntó: ¿Qué es lo que has visto? Yo no respondí. Ese era mi secreto. Yo sentía confusamente que no debía decir nada.
Sus conferencias se multiplican, sus libros están en la cabecera de todos los «estremecidos de Dios». Como esos predicadores itinerantes, de esa edad llamada «media» que era edad «mayor», usted va despertando, estimulando, curando las almas. ¿Cómo se sitúa en el mundo intelectual contemporáneo? ¿Qué mensaje prioritario piensa aportarle?
Tengo consciencia de no tener ningún mensaje que dar, de no hacer nunca el bien a nadie. De vez en cuando, alguna cosa se filtra a través de mí. Y esa «cosa» no me es imputable. Pasa a pesar de los obstáculos que puede encontrar. Después de haber sido demasiado intelectual durante muchos años, no me sitúo en ninguna intelligentsia que, además, no me interesa para nada. Amo apasionadamente a los seres independientemente de su cultura. Es evidente que me intereso en este mundo contemporáneo que marca el fin de una era.
(…)
En la noche iniciática, los astros son clavos ardientes. Pero es lo único que sosiega una medianoche roja, una aurora sin ocaso. ¿Ha pasado por la «acedía», la duda, el desamparo, en resumen, por la noche?
La angustia veo que se inscribe en todo camino hacia la profundidad. El desamparo también. Pero de esto es imposible hablar a causa de su amplitud y de su densidad. Uno puede volverse amoroso de la noche por ternura hacia la aurora. Pero nada puede formularse.
Usted subraya que hay en el hombre diferenciado una «modificación de estructura». Esta no está adaptada a un mundo construido a la imagen de la mayoría. La presencia del hombre esencial hiere, altera al otro; es por eso que un hombre así está privado de toda protección contra un mundo hostil que le rechaza. Además, el descubrimiento de la verdad, al obligar a ciertas renuncias, crea un aislamiento; la aventura no permite la marcha atrás porque puede acabar trágicamente… «Todos aquellos -escribe usted- que han tenido la gracia de encontrar en su vida a hombres prendados de sabiduría han descubierto en contacto con ellos su extrema soledad…» ¿Cuáles son los hombres esenciales que usted a encontrado? ¿Puede decirnos algunas palabras de ellos? De Nicolas Berdiaev, usted ha escrito: «Se le sentía batido por los vientos»; uno sentía cerca de el «un estado paradisíaco».
El encuentro con hombres de luz -estos además pueden habitar la dimensión nocturna- me parece comparable a oasis percibidos en el desierto de la existencia. Durante mi juventud pude buscarlos y gozar de intercambios con ellos. Actualmente, ya no siento la necesidad de la presencia física. Es posible comunicarse unos con otros, independientemente del tiempo, del espacio, de nuestras diferentes ocupaciones.
El hombre más extraordinario que he podido conocer ha sido Nicolas Berdiaev. Cuando digo «extraordinario», quiero significar su dimensión fuera de lo común. Genial, llevaba en él a Oriente y a Occidente. Era un profeta, un visionario. Ortodoxo -estando abierto a lo universal- , no estaba encerrado en ninguna forma. Siempre percibí su simpatía hacia los católicos y los protestantes. El ateísmo no le molestaba. Pienso que le parecía preferible a la idolatría… Habiendo leído mucho las traducciones de autores rusos, yo reencontraba en Berdiaev una consonancia con los escritores que me eran tan queridos. Lo que me resultaba raro en Berdiaev consistía en su manera de vivir, de mirar al mundo, sin participar en sus juegos. La simplicidad de su existencia me encantaba. Nada de mundano, todo resonaba de una manera justa como el cristal. Nunca vi en él el menor compromiso o la más ligera mentira. No hablaba de lo esencial más que por alusiones. Uno comprendía que él había plantado su tienda en lo indecible. Su voz venía de lejos, de una cima difícil de alcanzar. Habitando en una cubre, su palabra debía descender para encontrar a sus auditores. Podía ser violento; en esos instantes, estaba lleno de tics y hablaba ruso. El francés que manejaba con mucho acento no le permitía manifestar el rigor de sus oposiciones con sus compatriotas. A continuación, el se excusaba de sus exageraciones.
(…)
¿Qué podemos entender de usted de aquello que dice en algún sitio: «Yo he buscado lo Absoluto. Ya no lo busco»?
La búsqueda considero que se sitúa en la dimensión horizontal. Un punto de agua descubierto exige una excavación para encontrar la fuente. Se pasa así de la horizontalidad a la verticalidad. Durante la primera investigación, uno se entrega al cuestionamiento, a los encuentros, a los intercambios. Después, la soledad y el silencio se vuelven los intermediarios. El resto se revela superfluo…
Dejando las cuestiones personales, según usted ¿cómo se las puede arreglar uno para extraer de su sopor a tantos y tantos hombres que, casi todos, momentáneamente se despiertan a lo espiritual si se les habla en los términos adecuados? ¿Cómo conectar un interruptor que sea definitivo?
Estoy absolutamente persuadida de que nos es imposible provocar el despertar del otro. Eso no nos concierne. Es entre él mismo y su maestro interior que todo ocurre y se desarrolla. El secreto del otro posee una puerta cerrada. Podemos llegar a desvalorar a los demás. Lo importante es aceptar la diversidad de hombres de la misma manera que la diversidad de flores y de cantos de pájaros. No existe un interruptor exterior. Nada es definitivo a causa de la movilidad de la condición humana… Antes yo sufría mucho constatando que lo esencial no era buscado por la mayoría de los hombres. Ahora, eso no me aflige ya más. Comprendo mejor esta movilidad, la multiplicidad de estados, de moradas. Nada de esto tiene importancia ante Dios, al menos yo así lo supongo…
Antes de la exploración de la espiritualidad moderna, usted ha recorrido la espiritualidad medieval. ¿Por qué razones el siglo XII le parece tan importante en la historia de las ideas religiosas de Europa?
Siendo alumna de Etienne Gilson en la Escuela de altos estudios, fui introducida por él en el pensamiento medieval. Pase mi tesis de doctorado sobre la teología mística de Guillermo de Saint Thierry, amigo de Bernardo de Claraval. La teología mística del siglo XII me ha enseñado mucho, en particular el monaquismo cartujo y cisterciense. El pensamiento y el arte del siglo XII son esencialmente cósmicos. Con su sentido de la festividad, de la liturgia fundada en las estaciones, el hombre se movía naturalmente «en Dios». Me interesan los valores espirituales de Europa. Ahora bien, la Europa del siglo XII era antes que nada cisterciense. El intelectualismo y la escolástica decapantes vendrán más tarde a oscurecer la visión de lo terrestre y de lo celeste estrechamente unidos. Después llegara una trágica ruptura de la cual nosotros vivimos actualmente las consecuencias.
Usted constata la socialización de nuestra época, entrevé un «movimiento de individuación» que le sucederá, sin excluir sin embargo la «desaparición de la persona». ¿Se puede creer que los tiempos nuevos, al orientarse no hacia Dios sino hacia el hombre, orientarán al hombre hacia Dios?
El hombre no tiene que orientarse hacia Dios. Es incapaz de ello. Es en si mismo donde descubre la presencia divina. Mientras busca un Dios en el exterior, no encuentra más que ídolos. Orientarse hacia el hombre equivale a orientarse hacia Dios. De todas maneras, yo no estoy segura que hoy en día nos orientemos hacia el hombre sino más bien hacia un robot. La dimensión humana se logra. Aquellos que deberían encontrarse implicados por la interioridad están muy a menudo politizados y pegados a lo social. Los tiempos nuevos no son para mañana sino siempre para hoy. Solo se puede esperar que un número mayor de hombres irá hacia lo esencial.
Hablando en «El hombre interior y sus metamorfosis», del retorno al «país natal», usted escribe que «no se juega impunemente con la dimensión de la profundidad». ¿Cómo mantenerse hoy en día en esa línea fronteriza, si la ascesis nos es imposible, y sin hacer del «justo medio» la vía real de la «mediocridad»?
La vía real es la del vacío, del despojamiento, de la desnudez. No creo que uno pueda instalarse ahí; uno solo está ahí de paso. La ascesis consiste, según o veo, en no ceder a la tristeza. Aceptar la total soledad y vivirla dichosamente en el interior, sin pensar ni siquiera una fracción de segundo que uno pudiera situarse en una línea fronteriza. Las cumbres están vacías. Incluso los pájaros no viven allí.
Usted constata que en Occidente la rareza de maestros está relacionada con la de discípulos. ¿Qué hacer entonces? Le preguntarán muchos. ¿Existen actualmente maestros vivos? El maestro interior es el maestro ideal, pero los síquicos -la mayoría- toman como mensajes de lo alto los flatus vocis de una subjetividad desbocada.
Tanto se trate de Oriente o de Occidente, ya no estamos en la época de los maestros, sino en la de el descubrimiento del guru interior, de la «Iglesia Interior». Dejemos correr, sin juzgarlos, a aquellos que sienten la necesidad de agitarse para encontrar intermediarios, y que a veces atraviesan continentes para encontrarlos. Siempre se aprende algo viajando. Los desplazamientos exteriores pueden llegar a ser una invitación a intentar el viaje interior. Cada cosa viene a su tiempo, o no llega nunca. ¡Eso no tiene ninguna importancia! Tanto mejor si los maestros encuentran discípulos y los discípulos maestros. ¿No hay que encontrar la «dicha» ahí donde uno se encuentre? Estoy convencida de que existen todavía verdaderos maestros. Estos se ocultan y no reivindican ninguna paternidad espiritual. Durante mucho tiempo creí en su importancia. Actualmente no podría creer en ello aun reconociendo que hay ciertamente honrosas excepciones.
¿No puede existir el peligro del maestro espiritual? Se conocen numerosos fracasos, patinazos, ¡y muchisimos falsos maestros!
En este asunto, he podido constatar muchos fracasos. Transferencias nunca trascendidas, sexualidades reprimidas, estados engañosos, insignificantes, perversiones… la evolución de la mujer, la libertad de su vida sexual han modificado el comportamiento femenino. La feminidad, en el hombre y en la mujer, se lleva actualmente. Que la mujer se asuma, que los jóvenes se hagan cargo de si mismos y el número de seudo-maestros disminuirá. Es muy fácil abusar de la credulidad y de la debilidad de numerosos individuos aislados. La meditación de las Escrituras -Biblia, Upanishads, Veda- puede ayudar a condición de no mantenerse en la letra con el fin de descubrir el espíritu velado por la letra. Numerosas traducciones de obras importantes pueden suplir la ausencia de maestros, o la carencia de aquellos que se lanzan hoy en día sobe el «supermercado de la iniciación espiritual». En razón de una sobreabundancia, la elección de valor es difícil. De ahí la importancia de la lucidez y del discernimiento.
A usted la inteligencia y la mística judías le parecen excepcionales; se sitúa sin problemas ante el protestantismo; encuentra en la ortodoxia una profundidad que falta al catolicismo. Sin embargo, ha permanecido en esta religión, sintiéndose indiferente a la «forma», fiel a los escritos cartujos, cistercienses y renanos. ¿Piensa que las «confesiones» pueden enfrentarse, pero que las religiones se unen en la cumbre. Es verdaderamente posible llegar al final de tantas antinomias, y como?
No tengo la pretensión de conocer la menor receta. Todo es asunto personal. Cada uno posee su propia singularidad y debe referirse a ella en su caminar. Es por eso que tengo muchas dificultades para captar los beneficios de los grupos que hoy en día, pululan y llegan a ser un verdadero y fructuoso comercio. Solo lo que está más allá de los caminos permite participar en un festín único. Las religiones y las confesiones son creaciones de hombres, y son necesarias. Ellas poseen su belleza y sus enseñanzas. Pero las confesiones se enfrentan. Conducen muy a menudo al asesinato. La historia de ayer y de hoy está cargada de eso. Las generaciones jóvenes parecen ahorrarse las religiones; las relegan decididamente en el pasado. En esto se equivocan. Nos haría falta sobre todo comprender que el Evangelio no presenta una religión, sino un arte de vivir y de amar, instaurado por Cristo y vivido por él. Si uno llega a captar el sentido de este arte, las antinomias desaparecen.
Berdiaev decía de Rusia que era «el Oriente cristiano». Usted misma escribe que el hombre mediocre no puede más que detestar el pensamiento ruso; este pensamiento estimula y nutre a aquel que vive en una dimensión trágica. ¿Qué aportan Berdiaev y, con él, la ortodoxia, a Occidente, y esto, en la eventual celebración de una espiritualidad nueva?
Todo es nuevo y al mismo tiempo nada es nunca nuevo. Es una paradoja inevitable. Lo que es inusitado para uno ya ha sido comprendido y vivido por otro. La mística ortodoxa se me ha revelado como transfiguradora. Pero no pienso que el soplo liberador aportado por Nicolas Berdiaev haya surgido de la ortodoxia. Lo que importa aquí es referirse a la Leyenda del Gran Inquisidor, expuesta en Los Hermanos Karamazov, y a la elección necesaria entre la esclavitud y la libertad: adhesión que hay que renovar constantemente.
Cada época inventa un nuevo acceso a los misterios: hay hoy en día, además de un mejor conocimiento del sufismo, del budismo y del hinduismo, el descubrimiento de los Pneumatóforos del Desierto, de los alquimistas, de los Hesicastas, de los Cabalistas y teósofos cristianos, de los presocráticos, de los platónicos de Persia, de los zenistas y taoistas. Pero en lugar de alegrarse de esta sobreabundancia, muchos ven en todas estas aportaciones los fermentos suplementarios de la disolución. ¿Qué responder a la acusación de sincretismo? ¿Y que diferencia hace usted entre el sincretismo y la apropiación de elementos lentamente digeridos y asimilados?
Un refrán repetido en la Edad Media me parece válido: «No mires al que habla; todo lo que es bueno, confíalo a tu memoria». Una posición sincretista me parece muy rechazable ya que resulta de una mezcla. Los valores surgidos de las tradiciones pueden enriquecerse mútuamente hasta el día en el que sea posible descubrir lo que está más allá de los caminos.
Toda su obra da testimonio a favor de las religiones comparadas y de su encuentro en el más alto nivel. Hay sin embargo par usted una clara diferencia entre el universo occidental y los universos orientales: la Persona de Cristo. El Cristo no es a sus ojos un Avatara entre otros, es decir un primus inter pares: es mucho más. ¿Pero entonces, se puede hablar todavía de una más allá de las religiones?
Si Cristo no es el fundador de una religión, en lo cual yo creo firmemente, el problema al cual hace alusión no se plantea. Las discusiones filosóficas y teológicas son vanas. Lo importante es tender hacia las santa unidad. No creo en la eficacia de las comparaciones. Si ellas me convienen, puedo usarlas. Si no, lo dejo caer todo para intentar vivir en la autenticidad. Como lo ha mostrado muy bien Eckhart, todo aquello que es dicho de Dios es palabrería. Aquel que posee una experiencia de la presencia está más allá de las comparaciones, de las semejanzas, de las diferencias. De ahí la importancia del silencio con respecto a o esencial. ¡Que cada uno encuentre su vía y su más allá! Uno lo descubre al avanzar. Uno puede rechazar lo que, la víspera, podía convenirle y pasajeramente saciarle.
Swami abhishiktânanda deseaba no «pensar en Dios» ya más, rechazar los «signos», ya que -como el Vedanta enseña- el verdadero conocimiento está más allá de todo concepto intelectual, de todo saber. Es necesario zambullirse en su «fondo» para encontrar a Dios. La originalidad de Henri Le Saux no ha sido la de reconciliar, difícilmente, una religión histórica y una religión cósmica, sino quizás el seguir la vía de un Dios personal: ¡Yahve se ha hecho signo en Jesús, constriñiéndose de lo Impersonal advaita! En otros términos, ¿no ha querido desbordar la bhakti (la vía devocional, dirigida a un Dios personal) hacia el jñana (la vía gnostica, religada a lo impersonal)?
La vía del amor y la del conocimiento son gemelas. No se puede distinguirlas más que el lo abstracto. Lo importante consiste en vivir el contenido orientándose hacia la unidad. La historia me parece una explicación, un reflejo de acontecimientos que se desarrollan en otro lado. El acercamiento a los misterios se vive en un más allá de la historia, del espacio y del tiempo.
La India recuerda sin duda a los católicos y a los reformados aquello que parece que han olvidado. Hablando de esta tierra de anterioridad, Henri Le Saux evoca la «gracia de interiorización» que ella otorga, y la «purificación de la noción de Dios» que ella permite. Pero los ortodoxos han mantenido la teología negativa (el neti de los hindúes), ese yoga que es la oración del corazón (su japa), y tienen además una admirable liturgia. ¿Qué podría entonces aportar al cristianismo oriental, el Oriente no cristiano, sobre todo si Cristo es algo más que un avatar?
Considero que lo esencial existe en el judeo-cristianismo. De todas maneras, la interiorización sin duda solo ha de ser vivida por un pequeño número, al no ser la audacia una virtud humana de la cual se reconocen firmemente su importancia y su eficacia. Yo creo en efecto, que la metafísica de la India puede provocar una purificación, un despejamiento, un recuerdo de aquello que ha sido olvidado o no vivido por ignorancia o por apocamiento. De ahí la extrema oportunidad de comprender cuanto un intelectual occidental está encumbrado y como debe de deshacer todo lo que le encumbra. La primacía que Le Saux da a la soledad y al silencio es algo a recordar. Es un resultado al que este monje cristiano e hindú no ha llegado más que al final de su existencia. El hablaba y escribía de buena gana, era para él una manera de clarificarlo todo. No tenía un interlocutor válido para captar el sentido de su sufrimiento, de su perpetua puesta en duda de los temas más esenciales. Su lealtad, su rectitud son de una extraordinaria amplitud. Cada uno leyéndole encontrara un beneficio. Aunque solo sea por la inquietud que experimente al leerlo… Unos encontrarán una justificación de su adhesión al cristianismo, otros se verán fortificados en su interés por la metafísica de la India. Algunos comprenderán la importancia del «pasaje» por los mitos y los símbolos. Enfin, ciertas personas llegarán a liberarse de un engorro que les impedía ver claro.
Conviene no olvidar que el despertar se acompaña de muertes y de resurrecciones. Estas operan en el crecimiento y en la profundización. El despertar liberador se realiza en el desierto, es decir en el país interiorizado de la sed, de la lectura de los signos y del encuentro. El verdadero encuentro se efectúa dentro, y llega a ser experiencia. Una inexpresable experiencia de la cual lo esencial es incognoscible.