Estética del vacío: un esbozo

La estética del vacío se erige como una manifestación profunda y enigmática de la ausencia y la plenitud, donde el silencio y la no-presencia se convierten en espacios de revelación y transformación. En este contexto, el vacío no es solo una carencia, sino un campo fértil de potencial infinito, un lienzo donde lo divino y lo humano se encuentran en una danza de contradicciones. El vacío es una presencia en ausencia, un espacio donde la plenitud se despliega a partir de la nada, revelando una profundidad que desafía las limitaciones de la percepción y el entendimiento.

En el cristianismo y el islam, la estética del vacío se manifiesta como un principio fundamental de creación y revelación. En el cristianismo, el vacío se puede ver en el milagro de la alimentación de los cinco mil, donde una escasez aparente se convierte en abundancia divina. En este evento, el vacío se convierte en un espacio donde la presencia divina irrumpe, llenando el vacío de los recursos con generosidad ilimitada. Este acto es un testimonio de la capacidad de lo sagrado para transformar la carencia en plenitud, desafiando las expectativas humanas y revelando una dimensión trascendente de lo divino. (Ver Mateo 14:13-21, Marcos 6:30-44, Juan 6:1-14).

En el islam, el vacío primordial es el estado inicial del que Allah crea el cosmos, un vacío lleno de potencial y orden divino. Este vacío refleja la omnipotencia de lo sagrado, un espacio donde la nada se convierte en algo por la voluntad divina. En el misticismo sufí, el vacío interior se convierte en un estado de pureza y receptividad, donde el místico se vacía de sí mismo para recibir la plenitud de lo divino. La experiencia del vacío, en este contexto, es una puerta hacia la iluminación y la unión con lo sagrado, transformando la ausencia en una presencia de amor y sabiduría infinitos. El Corán menciona la creación del universo a partir de un estado primordial, aunque no directamente en términos de “vacío”, se puede interpretar como un espacio de potencial divino: “Es Él quien creó los cielos y la tierra en seis días. Su trono estaba sobre las aguas” (Corán 11:7).

La estética del vacío, por tanto, no es solo una ausencia de contenido, sino un principio dinámico que revela la profundidad y el misterio de la existencia. Es una paradoja donde la falta se convierte en plenitud, donde la no-presencia se convierte en un testimonio de una presencia más profunda y trascendente. Este vacío es un espacio de reflexión y contemplación, un umbral donde lo finito y lo infinito se encuentran y se transforman en una danza eterna de revelación y creación.

La estética del vacío invita a una contemplación más allá de lo evidente, un examen de cómo la ausencia y la presencia se entrelazan en una manifestación de lo divino y lo humano. En este vacío, se revela una riqueza de significado que desafía las limitaciones de la percepción y nos invita a explorar las profundidades de la existencia. El vacío, en su esencia más profunda, es un espacio donde lo sagrado se manifiesta en su forma más pura, un testimonio de la capacidad de la nada para revelar la plenitud y la trascendencia.

Fe en las cosas y no en Dios

Ha pasado la gloria de Israel, porque ha sido capturada el arca de Dios”
I Sam IV, 21

La mejor lectura es la Sagrada Escritura. En ella, Dios nos habla de muchas maneras y su mensaje es siempre actual. Como dice San Agustín, Doctor de los Doctores:

Cuantos temen a Dios y por la piedad son mansos, buscan en todos estos libros la voluntad de Dios” (De Doctrina Christiana 2, c. 9).

Debemos acercarnos a las Sagradas Escrituras, escritas para los hombres y su edificación, con cuidado y respeto, tratando de escuchar lo que Dios quiere que escuchemos y no lo que nosotros queremos. En efecto, el afán de adecuar el mensaje de Dios a las modas y los tiempos es el origen de todas las herejías. Pelagio, quien fue derrotado por el Doctor de Hipona, quiso hacer del cristianismo una suerte de “filosofía de vida”, como se dice hoy, que pudiera ser agradable a los oídos de sus contemporáneos imbuidos en el estoicismo. Lo mismo hizo Lutero, y más cercanos a nosotros, Von Balthasar y Congar, perfectos modernistas.

Hoy me entregué, como cada día, durante varios minutos a la lectura de la Biblia. Me encontré con una de las historias que más me cautivan: la derrota de Israel frente a los filisteos y la captura del Arca. En toda ella podemos ver la presencia y la omnipotencia de Dios, así como la ceguera de los hombres. Se relata que, luego de una primera derrota contra los filisteos, los ancianos de Israel pensaron que podrían cobrar revancha si traían el Arca de la Alianza. Cuando esta estuvo en el campamento, todo el pueblo gritó de júbilo y fueron ciegos a enfrentarse al enemigo porque tenían fe, comandados por los hijos del juez Elí, Ofni y Finees.

¿Pero en qué tenían fe? Ciertamente, no en Dios. Tenían su fe puesta en un objeto: el Arca. Y fueron derrotados y humillados. La esposa de Finees resume la fe en el Arca: “Ha pasado la gloria de Israel, porque ha sido capturada el arca de Dios”.

Este pasaje merece nuestra reflexión. Nosotros también ponemos hoy en día nuestra fe en objetos. Confundimos las cosas sagradas con lo Sagrado. Confundimos lo creado con el Creador y pensamos que es lo mismo, porque estamos acostumbrados a ello y no lo razonamos; no nos damos cuenta, pero involuntariamente violamos el precepto de no cometer idolatría.

Dicen algunos: “rezamos con alegría”. ¿Alegría de qué? Así oraba el fariseo, alegre, soberbio y altanero. Así estaban alegres las cinco vírgenes necias que solo tomaron las lámparas, pero no el aceite (Mt 25: 3). Veamos las sonrisas de los “grupos de oración” que se reúnen en los templos de tantas iglesias; los vemos felices y riendo. En cambio, el hombre tradicional reza con pesar, porque sabe que no es digno siquiera de mencionar el Sagrado Nombre del Verbo Encarnado, y como el publicano penitente pide que tenga piedad de él, porque es un pecador.

Vemos las fotos y las imágenes de algunas congregaciones religiosas que se llaman a sí mismas “tradicionalistas”. ¿Qué vemos? Vemos a sacerdotes con largos rosarios que predican su devoción, pero podemos preguntarnos: ¿La devoción al rosario por el rosario en sí? ¿El rosario como hábito? ¿Es que acaso Cristo mandó a sus apóstoles: “Id y predicad el rosario”?:

Id pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

Como el fariseo, ciertos ministros “tradicionalistas” hacen gala de su barroquismo; sin embargo, como las cinco vírgenes, solo poseen las lámparas, pero les falta el aceite de la caridad y la fe. Porque su fe, como la de los israelitas que fueron derrotados por los filisteos, no está en Dios, sino en sus objetos: en sus sotanas, en sus crucifijos, en sus rosarios y en sus escapularios. Otro tanto pasa con los neo-calvinistas que vemos resurgir en Internet como respuesta a los avances pentecostales: trajes obscuros, rostros severos, una seriedad exotérica.

Por eso, amigos, hoy quise compartir esta reflexión. Confiemos en Dios y pongamos en Dios nuestra fe, no en los objetos, y recordemos que los sacramentales l Rosario y el Escapulario no salvan por sí mismos, porque el único que salva es Jesucristo, Nuestro Señor. Ellos son medios para acercarnos a Él, para recordarnos su presencia y nuestra sujeción a su gracia salvadora e invencible, porque mientras estemos sujetos a Él, nada ni nadie podrá arrebatarnos; empero, si Él aleja de nosotros su vista, por más rosarios, cadenas o escapularios que portemos, al igual que Israel, seremos derrotados y pereceremos como los hijos de Elí.

La incomprensibilidad Divina: Un análisis de la relación entre Dios y el Kosmos

El hombre no puede conocer a la perfección la naturaleza divina; únicamente puede, con la ayuda del mismo Dios, aproximarse a ella de una manera débil. En efecto, ¿cómo nosotros, en nuestra inteligencia finita y destruida por la Caída de los Padres, podremos llegar alguna vez a “entender” la grandeza de Dios? Nos basta con saberla. Sabemos que Dios es omnipotente, pero no podemos comprender esa omnipotencia. Sabemos que Él es sapientísimo, pero no podemos conocer lo que Él sabe, porque nuestro conocimiento es infinitamente menor y está sujeto a accidentes como el Tiempo, mientras que Dios está fuera del Tiempo y no se encuentra sujeto al Espacio.

El Λόγος es acción propiamente dicha; por el Λόγος todo se hizo y nada se hizo sin el Λόγος. ¿Qué había antes de Dios? Nada. Ahora bien, ¿podemos comprender la “nada”? Creemos que sí, pero estamos en el error. Me trataré de explicar. Nuestro Κόσμος, creación de Dios, contiene toda la materia y energía; al mismo tiempo, se encuentra sujeto a la contingencia de la temporalidad. Todo lo que ha sido creado se encuentra en los límites del Κόσμος; fuera de él no hay nada, empero, la idea de que a partir de cierto lugar comience la inexistencia repugna a nuestra inteligencia. Imaginemos un círculo. Todo lo que esté dentro de él existe. Fuera de él no existe nada. Si yo me pudiera asomar al borde de dicho círculo, ¿contemplaría algo? No, sino que veríamos el otro lado del círculo. ¿Y si comenzáramos a caminar? Llegaría un momento en el cual volveríamos al punto de partida. Para nosotros hay continuidad, hay linealidad; solo podemos ver aquello que tenemos enfrente. Tiempo y espacio son condiciones obligadas a nuestra mente y comprensión, no así para Dios, quien existe sin el tiempo, quien se mueve sin el espacio.

Los filósofos griegos, padres de nuestro pensamiento, no pudieron llegar a la idea de la creación tal como nosotros la hemos recibido de Dios. ¿Por qué? Ninguno de los relatos de creación de la antigüedad, ninguna mitología ni religión, llegó a la idea de la creación desde la nada. Platón, en su “Timeo”, nos cuenta que el Demiurgo “hizo” el mundo a partir de materia informe copiando a las ideas; por lo tanto, esa divinidad primordial coexistía como una “cosa más” junto con el tiempo, las ideas y la materia imperfecta. Pero la Escritura, cuyo autor es el mismo Dios vivo, nos relata algo completamente diferente: el Dios de infinita majestad, por un acto absolutamente voluntario y libre, decidió que las cosas “fueran”. Hizo el mundo desde la nada y a partir de la nada, y al concluir la Creación, el Creador “contempló todo lo que había hecho, y vio que era bueno en gran manera” (Gen 1:31).

Dios es un ser externo a la creación, no se confunde con ella, sino que la determina. El Tiempo es también algo creado, un producto más que no afecta a la naturaleza divina, distinta de la naturaleza creada. Las cosas que Dios hizo son buenas, incluso el hombre fue hecho bueno por Dios y colocado en el paraíso, sin dolores, sin sufrimiento alguno. Empero, el hombre, al transgredir el Mandato que Dios le había dado, decidió destruirse a sí mismo y apartarse de la vista de Dios. Pero Dios no lo podía ignorar, porque Él está fuera del tiempo y nada ocurre sin que lo permita, porque, como dice el Doctor Angélico, Dios permite el mal porque de él puede obtener un bien.

Nosotros, mortales, con una inteligencia sujeta al tiempo, con nociones que nos esclavizan, con un pecado que llevamos a cuestas, ¿podemos comprender la majestad de la Creación? Al entender que no podemos comprender, realizamos un inmenso acto de humildad, tan grande como el que profesamos cuando, durante la consagración desde hace dos milenios: “Domine meus et Deus meus”.

Buscando la verdad en una era desolada

En la encrucijada cultural de esta era post-cristiana, marcada por el hedonismo desbordado y un resurgir neopagano que desafía los fundamentos del pensamiento tradicional, parece inconcebible imaginar una formación intelectual que se arraigue en el núcleo de la teología. Vivimos en tiempos donde el espíritu académico ha sido despojado de toda profundidad espiritual, y los bastiones que antaño defendían la integridad del saber cristiano han sucumbido ante la vorágine del secularismo. Ya no existen centros de formación ni instituciones educativas que sitúen la Tradición Cristiana en el epicentro de su praxis pedagógica; en su lugar, reina el vacío de una educación que ha abandonado la búsqueda de lo sagrado.

Los seminarios, esos últimos refugios de lo que alguna vez fue una educación ordenada hacia lo trascendente, están ahora reservados para los pocos que se encaminan hacia las sagradas órdenes. Sin embargo, incluso estos espacios se han visto contaminados por los venenos del liberalismo, el modernismo y el relativismo—tanto doctrinal como moral—que han minado su propósito esencial. Esta crisis no es nueva; sus raíces se remontan al Concilio de Trento, cuando se establecieron los seminarios, una innovación que, en retrospectiva, parece haber marcado el comienzo de la fragmentación. Antes de este cambio, aquellos que aspiraban al sacerdocio se formaban en universidades o ingresaban a órdenes religiosas, lugares donde la fe y la razón todavía coexistían en un frágil equilibrio.

Frente a esta desolación, algunos han intentado resistir creando espacios alternativos de difusión e investigación, como revistas, foros, grupos de trabajo, y bibliotecas. Pero estos esfuerzos parecen cada vez más insignificantes frente al imparable avance de los medios digitales, donde la superficialidad de los canales de YouTube ha desplazado al riguroso intercambio de ideas y conocimientos que alguna vez floreció en comunidades más íntimas. Lejos quedan los tiempos en los que compartíamos libros con devoción, intercambiábamos fotocopias como si fueran reliquias, y nos embarcábamos en peregrinajes intelectuales hacia las casas de amigos en busca de material valioso. Ahora, el acceso a textos de verdadero valor se ha reducido a un acto de nostalgia, una resistencia romántica en un mundo que ha renunciado a la profundidad.

Muchos de nosotros, en un intento desesperado por preservar algo de lo que se ha perdido, hemos construido de manera autodidacta nuestros propios saberes y bibliotecas. Sin embargo, no lo hacemos con la pretensión de erigirnos como teólogos, sino más bien como lectores marginales de la Ciencia Sagrada, acumulando en nuestras estanterías textos de épocas dispares y calidad variable. En este contexto, surge la pregunta: ¿está mal estudiar teología de forma sistemática? ¿Es erróneo sumergirse en la filosofía, la historia y otros saberes en un mundo donde la educación ha perdido su ancla en lo divino? La respuesta es un rotundo no, aunque esta búsqueda se haga en los rincones más oscuros del peor de los institutos. Lo esencial es que, en este camino incierto, purifiquemos nuestra inteligencia con la oración y las buenas lecturas, aunque ambas sean cada vez más difíciles de encontrar.

Cuando recibo correos electrónicos preguntando dónde se puede estudiar sobre estos temas, mi única respuesta posible es señalar hacia los libros, esos vestigios de un tiempo en el que el conocimiento no había sido todavía despojado de su alma. Pero incluso al hacerlo, no puedo evitar sentir que estamos luchando contra una marea imparable, y que la pregunta ya no es dónde estudiar, sino si es posible seguir haciéndolo en un mundo que ha olvidado lo que significa aprender.

Espejos fracturados: La dialéctica del pecado y la redención en San Agustín

En su obra Réplicas a Juliano, San Agustín despliega una densa arquitectura discursiva que desafía las categorías binarias con las que solemos abordar las cuestiones teológicas. Aquí, en el Libro III, Agustín no solo se enfrenta a Juliano, sino que desestabiliza los cimientos de una narrativa que busca simplificar la ontología del mal y la inocencia, invitándonos a habitar las grietas de un discurso donde la dialéctica entre la creación y la caída se convierte en un juego de espejos, de reflejos distorsionados y de verdades que se resisten a ser encasilladas en fórmulas cómodas.

El texto que sigue es un claro ejemplo de cómo Agustín subvierte las nociones lineales del bien y del mal, llevando al lector a un terreno donde la naturaleza humana no es una esencia estática, sino un espacio de constante devenir, atravesado por fuerzas contradictorias y por una temporalidad que se despliega en múltiples dimensiones. En este escenario, la inocencia no es una cualidad inherente, sino un constructo que se fragmenta bajo la luz de la experiencia histórica y la intervención divina.

Agustín no se limita a argumentar; su discurso se despliega como un palimpsesto donde las voces de los herejes, las escrituras sagradas y las propias reflexiones del autor se entrelazan en un tejido complejo, invitando al lector a perderse en los matices, en las zonas grises que desafían la ortodoxia establecida. Es en este cruce de caminos donde la justicia divina, lejos de ser un mero reflejo de la justicia humana, se revela como un abismo de significados en tensión, donde el acto de condenar no es un gesto autoritario, sino una afirmación de la alteridad radical de lo divino frente a lo humano.

En este sentido, el pasaje que presentamos no es solo una refutación; es un desafío a nuestras categorías de pensamiento, un llamado a reconocer que la verdad, en su complejidad, exige una apertura a lo paradojal, a lo incierto, a lo que escapa a toda tentativa de clausura. Así, el argumento de Agustín se convierte en un espejo en el que las certezas de Juliano se disuelven, revelando la profunda ambigüedad de una condición humana que, desde su origen, está marcada por el sello de lo irredento y la promesa de una redención que solo puede alcanzarse en el espacio liminal entre el juicio y la gracia.

Tomado de San Agustín, Replica a Juliano, Libro III

XII. 24. Crees haber dado prueba de una gran agudeza de ingenio al decir: “Aun cuando
fuera el diablo el creador de los hombres, serían malos sin culpa suya, y, en consecuencia,
no serían malos, porque nadie puede existir si no nace, y no es justo exigir a uno lo que
no puede dar”. Este mismo argumento solemos aducir nosotros contra los maniqueos,
que, según sus fábulas, sostienen que la naturaleza humana no fue creada buena en un
principio y luego viciada, sino que desde la eternidad es inmutablemente mala.
La fe católica reconoce, por el contrario, que la naturaleza humana fue creada buena;
pero, viciada por el pecado, es con justicia condenada. No es ni sorprendente ni injusto
que una raíz mala produzca frutos malvados, y así como en un principio no faltó una mano
creadora, tampoco falta ahora una misericordia redentora, verdad que vosotros rechazáis
al decir que los niños no tienen pecado del que puedan ser liberados.

Vosotros que con una desafortunada defensa y elogio pernicioso cooperáis a la pérdida
irremediable de estos niños desgraciados, decidme: ¿Por qué no admitís en el reino de
Dios si no son bautizados, a tantas criaturas inocentes que ningún mal han hecho y que
son imágenes del mismo Dios? ¿Han faltado a sus deberes para verse privados del reino y
ser condenados a destierro tan triste, si jamás han hecho lo que no pueden hacer? ¿Dónde
pones a los que no tienen vida porque no comieron la carne ni bebieron la sangre del Hijo
del hombre? Por esto, Pelagio, como queda dicho, en una asamblea eclesiástica condenó,
para no ser condenado, a todos aquellos que dicen: “Los niños, aunque no estén
bautizados, tendrán la vida eterna”. Dime, por favor: ¿Es justo que los niños, imágenes de
Dios, sean excluidos del reino de Dios, alejados de la vida de Dios, sin haber nunca
transgredido la ley de Dios? ¿No oyes cómo el Apóstol detesta a los excluidos de la vida de
Dios por la ignorancia que en ellos hay y la ceguera de su corazón. ¿Estará en esta
sentencia incluido el niño no bautizado o no? Si contestas: “No está incluido”, te ves
condenado por la verdad del Evangelio y la sentencia de Pelagio. ¿Dónde encontrar la vida
de Dios sino en el reino de Dios, donde no pueden entrar los que no han renacido del agua
y del Espíritu? Y si contestas que el niño no bautizado no está incluido en la sentencia
del Apóstol, confesada la pena, decid la culpa; confesado el suplicio, decid cómo lo ha
merecido. Nada en vuestro dogma encontraréis que poder aducir. Si hay en vosotros algún
sentimiento cristiano, reconoced en los niños alguna falta transmisora de muerte y
condenación por la que son con justicia castigados si no son por la gracia de Cristo
redimidos. En su redención puedes alabar la misericordia de Dios y en su condenación no
puedes acusar su justicia, porque todos los caminos del Señor son misericordia y verdad.

    Altares desacralizados

    Cuando le preguntamos a un niño que asiste todos los sábados a catecismo en la parroquia del barrio que es la Misa nos responderá que es una fiesta donde nos reunimos a cantar, escuchar la palabra de Dios y a estar “juntos como hermanos”. Si le formulamos la misma pregunta a un catequista encontraremos la fuente, y la referencia no está muy lejos del presbiterio o la cátedra episcopal. Esto es modernismo puro, una desfiguración del concepto de liturgia y su remplazo por una fiesta, más o menos seria.

    Me ha tocado observar que entre varios grupos conservadores y tradicionalistas una tendencia creciente hacia una hermenéutica similar. No es menester ni los payasos ni las guitarras que abundan en la Parroquia del barrio, bastan ciertos detalles que por un lado nos hacen olvidar la naturaleza sacrificial de la liturgia y por el otro impregnan el ambiente con un aroma primaveral, por decirlo de alguna manera. Un ejemplo son los adornos excesivos en los altares, especialmente las flores. En algunas hay tantas que ni siquiera se siente el incienso, en otras uno no puede ni imaginarse como el presbítero puede desarrollar el λειτουργικό δράμα (drama litúrgico).

    Uno se pregunta sinceramente que es lo que se espera trasmitir ¿Piedad? Con tantas flores más parece una mesa con adornos que un altar. Por eso creo que sería interesante avanzar hacia la simplificación máxima posible. En ausencia de Retablo bastará con una Cruz y los cirios. El ministro debería recordar no sólo con las acciones, sino sobre todo con la διδασκαλία que no se está ni en una fiesta, ni una cena, ni una recepción. Los fieles son testigos de la θεοφάνεια, por lo que literalmente Ο Θεός με εμάς (Dios [está] con nosotros).

    Quizás Ο Θεός δεν είναι μαζί μας porque en las iglesias de hoy ha desaparecido todo rastro de sacralidad, volviéndolas galpones o anfiteatros más o menos cómodos.

    Predestinación y liturgia: el sentido oculto de la fórmula “pro multis” en la Misa

    Los defensores del usus antiquior (la misa en latín según las rúbricas de Juan XXIII) han estado realizando una campaña desde hace mucho tiempo para que en el novus ordo (el misal de Pablo VI) se utilicen las palabras de Cristo en las que se dice que su sangre iba a ser derramada “por muchos” y no “por todos”. Esta alteración no es menor. Existen razones históricas y teológicas que se esgrimen como argumento. Es cierto que no existen registros litúrgicos históricos en los que la expresión pro multis signifique “por todos” en ningún ritual antiguo; también está el problema de que la fórmula que se introdujo en la década de 1960, al ser novedosa y anticanónica, podría invalidar el rito en sí mismo.

    El 17 de octubre de 2006, Joseph Ratzinger, ya como Benedicto XVI, promulgó un decreto por el cual la expresión pro multis debía traducirse en las versiones vernáculas de la nueva misa como “por muchos” y no “por todos”, como se venía haciendo y aún se realiza en una gran cantidad de parroquias de todo el mundo.

    Sin embargo, ¿se entiende el sentido de las palabras de Cristo? ¿Por qué la liturgia insiste en que la sangre del Salvador se derrama “por muchos” y no “por todos”? Nuevamente, ¿cuál es el sentido de estas palabras?

    Los universalistas sostienen que Cristo murió absolutamente por todos los hombres, es decir, por aquellos que efectivamente se salvarán y por aquellos que se condenan. Según estos, Cristo derramó su sangre por y para todos. El universalismo, como demostró en su momento Ilaria Ramelli, no es una novedad ni propia del modernismo, sino una corriente teológica antigua con una fuerte base escriturística y patrística. No obstante, el movimiento modernista tomó elementos del universalismo como uno de los pilares, toda vez que este sostiene que la fe, subjetiva, puede canalizarse a través de diferentes experiencias religiosas, unas más perfectas que otras (el catolicismo sería, según lo que Ratzinger admitió en varias oportunidades, la más perfecta de estas experiencias). Como la liturgia es una expresión de la fe, entonces la nueva misa del Concilio Vaticano II (de innegable impronta ecuménica) debe hacer explícito que Cristo ha muerto por todos, es decir, por los fieles y también por los infieles.

    Según la teología tradicional no todos los hombres se salvarán. Dios actúa de manera directa y rescata a algunos y los lleva con él. ¿Quiénes son estos? En los Hechos de los Apóstoles (20: 28) leemos:

    “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”

    Se deduce entonces que Cristo ha muerto por su Iglesia, la cual está compuesta única y exclusivamente por los fieles, es decir, aquellos que fueron regenerados por el agua y el espíritu y se mantienen fieles a la doctrina del Salvador. Bajo esta interpretación, Cristo, que es el buen pastor (Juan 10: 11-16) dice conocer a sus ovejas y que estas le conocen a él. Esto significa que hay otras ovejas que no son de él, que no son de su rebaño, que son extrañas y que ni él las desconoce como propias, y tampoco esas ovejas le re-conocen a él como su pastor. En el mismo pasaje tenemos un elemento más: Jesús dice que él “su vida da por las ovejas”, por las suyas, las de su rebaño.

    Esto entonces da sentido a las palabras de Cristo en la última cena y que se repiten en rito de consagración de que su Sangre “será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”. Su sangre se derrama entonces por muchos, que son su Iglesia, su pueblo. He ahí el significado del nombre Jesús (Mt 1: 21).

    La frase “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2: 4) tiene entonces un sentido litúrgico que debe ser interpretado a la luz de la Sagrada Escritura y el Gran Doctor San Agustín de Hipona.

    La noción agustiniana de predestinación, encapsulada en la intersección entre la omnipotencia divina y la contingencia humana, emerge como una construcción teológica impregnada de paradojas y contradicciones que desafían las categorías normativas del pensamiento contemporáneo, pero que cobran sentido en el drama litúrgico. No es un mero mecanismo de selección, sino como una manifestación de la estructura ontológica de la gracia divina, que desdibuja las fronteras entre el determinismo y el libre albedrío.

    San Agustín, al enfrentar el dilema de la salvación universal en el contexto del misterio eterno de la elección divina, despliega una retórica que subyace a la idea de que la voluntad de Dios no se pliega a las normativas racionales de la existencia. La voluntad divina, en su perfección trascendental, desea la salvación de toda la humanidad en una forma abstracta y universal, pero esta voluntad se descompone en una realidad efectiva que se manifiesta en la concreción de la predestinación. En otras palabras, la universalidad de la salvación se desintegra en la particularidad de la elección divina siendo la consagración una confirmación de ello: pro multis, εἰς πολλούς.

    La predestinación entonces está desplegada en la liturgia, convirtiéndose en un paradigma en el que la gracia, en su forma inmanente, se distribuye de manera que subyuga la agencia humana al enigma de la voluntad divina. La predestinación no se percibe como un simple acto de selección entre opciones preexistentes, sino como una determinación ontológica que configura la realidad de la salvación y la condena. La elección divina es un acto de soberanía que trasciende los límites de la racionalidad humana y que redefine la noción de justicia en términos de una gracia que opera fuera del alcance de las métricas humanas de mérito y de elección libre.

    La alteración de la fórmula consacratoria es, entonces, no sólo una violación a la fórmula tradicional, sino una inversión teológica explícita, una re-formulación dogmática, una herejía explícita.

    La Biblia Nácar-Colunga: Un tesoro de Fe y traducción al español.

    Es para mí una inmensa alegría presentar y poner a disposición de todos los lectores y visitantes lo que considero la mejor traducción católica al español de las Sagradas Escrituras: la Biblia Nácar-Colunga. Esta venerada edición, publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), es el fruto del trabajo diligente y apasionado de los sacerdotes Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, cuyas contribuciones al estudio bíblico son invaluables.

    Mi edición más querida: la Cácar-Colunga.

    La Biblia Nácar-Colunga: Un tesoro de la traducción bíblica
    La Biblia Nácar-Colunga es ampliamente reconocida por su precisión y profundidad en la traducción. Este trabajo monumental se distingue por su fidelidad al Texto Masorético para el Antiguo Testamento y al Texto Crítico para el Nuevo Testamento. Su carácter erudito y detallado la convierte en una herramienta indispensable para estudiosos y devotos por igual.

    Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga: Los artífices de una edición inolvidable
    Eloíno Nácar Fúster (1897-1978) fue un sacerdote español cuya dedicación al estudio de las Escrituras y su amor por la traducción bíblica dejaron una marca indeleble en la tradición católica. Su profundo conocimiento de los textos originales y su habilidad para transmitirlos con claridad en español hicieron de la Biblia Nácar-Colunga una obra maestra en el campo de la traducción.

    Alberto Colunga (1907-1996) fue un destacado biblista y teólogo español que colaboró estrechamente con Nácar Fúster en esta edición. Su experiencia y rigor académico complementaron el trabajo de Nácar Fúster, proporcionando una traducción que no solo es fiel a los textos originales, sino que también ofrece una riqueza de comentarios y notas que iluminan el contexto histórico y teológico de las Escrituras.

    La Biblia Nácar-Colunga se caracteriza por sus comentarios prolijos y eruditos, que enriquecen el texto sagrado con un contexto histórico y teológico. Las introducciones a los libros de la Biblia, especialmente en las primeras ediciones, son particularmente significativas, proporcionando una visión profunda y exhaustiva de cada texto. Sin embargo, con el paso del tiempo, se han introducido algunos elementos modernistas que pueden diferir de las interpretaciones tradicionales.

    Un encuentro personal con la Biblia Nácar-Colunga
    Permítanme compartir una historia personal que hace que esta Biblia tenga un significado especial para mí. La Biblia Nácar-Colunga fue el primer volumen completo de las Escrituras que pude leer en su totalidad. Era un niño de once años, con una curiosidad insaciable y una sed de conocimiento que me llevaba a devorar cualquier texto que cayera en mis manos. Desde los nueve años había completado varias lecturas del Nuevo Testamento, utilizando la famosa edición de “San Pablo”, muy popular en Argentina.

    Un día, una hermana compasionista, con quien solía tener conversaciones profundas y significativas, me entregó este volumen. Lo había tomado, creo, de la Biblioteca de la parroquia. No estaba en las mejores condiciones, con páginas amarillentas y un desgaste evidente en la encuadernación, pero para mí era un tesoro. La hermana me aconsejó que comenzara a leerlo “con cuidado y prestando atención a los comentarios”, un consejo que he llevado en el corazón hasta el día de hoy.

    Recuerdo el momento con una mezcla de nostalgia y cariño: sostener ese libro en mis manos, su olor a papel antiguo y el sonido suave de las páginas al pasar. Era como si estuviera tocando una parte de la historia sagrada, una conexión tangible con siglos de fe y sabiduría. Cada giro idiomático y cada expresión en el lenguaje de la Nácar-Colunga se fue arraigando en mí, formando una parte fundamental de mi vida espiritual y académica.

    Durante años, aunque exploré otras versiones y traduciones de las Escrituras, el lenguaje de la Nácar-Colunga se quedó conmigo. Era mi punto de referencia constante, un fiel compañero en mi viaje de fe y estudio. Incluso hoy, a pesar de utilizar otras dos versiones en mi trabajo, encuentro consuelo y claridad en la Nácar-Colunga cuando busco referencias y me sumerjo en el profundo mar de la Palabra de Dios.

    Conclusión
    La Biblia Nácar-Colunga sigue siendo una obra de referencia insustituible, tanto por su precisión en la traducción como por la profundidad de sus comentarios y notas. Su impacto en mi vida personal y espiritual es un testimonio del poder de las Escrituras para formar y transformar corazones. Espero que esta presentación inspire a otros a descubrir y apreciar esta valiosa traducción, que continúa iluminando el camino de muchos en su búsqueda espiritual y académica.

    Para poder descargar la primer edición (1944) haga click aquí.
    Se abrirá una ventana con el texto, usted puede leerlo en línea y también descargarlo.

    Biblia de Straubinger para descargar en PDF

    Hace varios años un colaborador y amigo, Jorge Rodriguez, me envió por correo electrónico y con toda gentileza la «Biblia Platense», el monumental trabajo realizado por monseñor Juan Straubinger. Dada la magnitud de la obra, se ofrece para la descarga la Biblia en dos archivos, uno conteniendo el Antiguo Testamento y otro el Nuevo Testamento. En el año 2022, mi amigo Eduardo Llorente me obsequió la misma en papel, la cual consulto de manera frecuente junto con otras tres ediciones, casi a diario.

    No pretendo realizar en este breve post un análisis de esta versión. Basta decir que es una de las mejores traducciones que existen en español y que sus comentarios tienen una altísima calidad: el autor cita a los padres de la Iglesia, discute con otros filólogos y teólogos y muchas veces realiza “cadenas de versículos” para estudiar un tema. Se trata, con mucho, de una excelente Biblia de estudio.

    Me gustaría realizar algunas puntualizaciones: para el Antiguo Testamento el autor recurrió al texto masorético, particularmente al Codex Leningradensis. Para los libros deuterocanónicos, en lugar de recurrir al texto de la Septuaginta (o Biblia de los LXX) recurrió a la Vulgata. También se sirvió de la edición de Nácar-Colunga y la Bóver-Cantera para corregir y comparar varios pasajes. En cuanto a la fuente del Nuevo Testamento, monseñor Juan Straubinger recurrió al Textus Receptus, en su versión crítica.

    El Antiguo Testamento tiene 1288 páginas (ocupa todo el primero volumen y buena parte del segundo), y el nuevo 389 páginas (descontamos los índices y mapas finales). Esto hace un total de 1677 páginas. Si lo pensamos, no se trata de algo extenso: con sólo leer 5 páginas por día usted habrá terminado la lectura completa de esta hermosa obra; sobre el Nuevo testamento con leer una página y media por día, en un año lo habrá terminado, pero con doce al día la terminará en un mes. Sólo es cuestión de disciplina.

    Si puede comprarla, no dude en hacerlo, es una gran inversión. Si no está a su alcance, no dude en descargarla desde estos enlaces: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento.

    La Septuaginta y la edición Rahlfs-Hanhart: Un Tesoro de la Crítica Textual Bíblica (para descargar)

    La Septuaginta, también conocida como la Biblia de los LXX, es una de las traducciones más significativas del Antiguo Testamento en la historia del cristianismo y del judaísmo. Realizada en griego antiguo, la Septuaginta ha sido fundamental para el entendimiento de las Escrituras Hebreas y su influencia en la tradición judeocristiana. En esta entrada, exploraremos la Septuaginta y la renombrada edición crítica de Rahlfs-Hanhart, destacando su importancia y características esenciales. Si usted desea acceder a esta edición, puede descargarla aquí.

    La Septuaginta no solo fue crucial para los judíos de la diáspora helenística, sino que también se convirtió en una referencia clave para los primeros cristianos, quienes utilizaron esta versión griega de las Escrituras en sus estudios y escritos. La traducción al griego ofreció un acceso más amplio a las Escrituras Hebreas y ayudó a establecer una base común para la interpretación bíblica en el mundo mediterráneo.

    ¿Qué es la Septuaginta?
    La Septuaginta es una traducción al griego del Antiguo Testamento hebreo realizada en el siglo III a.C. en Alejandría, una de las ciudades más importantes del mundo antiguo. El nombre “Septuaginta” proviene del latín y significa “setenta”, haciendo referencia a los setenta traductores (o setenta y dos, según otras fuentes) que, según la tradición, trabajaron en esta versión.

    La Edición Rahlfs-Hanhart: un hito en la Crítica Textual
    La edición crítica de la Septuaginta conocida como la “Septuaginta de Göttingen” es una de las versiones más completas y detalladas del texto griego antiguo. Este trabajo monumental ha sido liderado por dos destacados eruditos: Alfred Rahlfs y Robert Hanhart.

    Alfred Rahlfs: El iniciador del proyecto
    Alfred Rahlfs (1865-1935) fue un influyente filólogo y teólogo alemán que comenzó el trabajo en la edición crítica de la Septuaginta poco antes de la Primera Guerra Mundial. Su edición original fue publicada en 1935 y marcó un hito en la crítica textual de la Septuaginta. Rahlfs dedicó años a la revisión de manuscritos antiguos y a la comparación con otras versiones secundarias, estableciendo un texto base que se convertiría en una referencia esencial para los estudios bíblicos.

    Rahlfs no solo recopiló y revisó el texto griego, sino que también proporcionó comentarios críticos y notas explicativas que ayudaron a entender las variaciones textuales y los contextos históricos. Su trabajo fue fundamental para establecer una base sólida para futuras investigaciones y revisiones.

    Robert Hanhart: La actualización moderna
    Robert Hanhart (nacido en 1936) es un erudito contemporáneo que se ha especializado en el estudio de la Septuaginta. Su trabajo en la revisión de la edición de Rahlfs comenzó en la segunda mitad del siglo XX y culminó con la publicación de la edición corregida en 2006. La actualización de Hanhart fue un esfuerzo por incorporar nuevos descubrimientos textuales y avances en la crítica textual, mejorando la precisión del texto y proporcionando una visión más completa de la Septuaginta.

    La revisión de Hanhart se basa en investigaciones más recientes y en la reevaluación de manuscritos, lo que permite una comprensión más profunda y precisa de la Septuaginta. Su trabajo incluye notas críticas adicionales y una revisión exhaustiva de las variantes textuales, asegurando que esta edición sea una herramienta invaluable para estudios académicos y teológicos.

    Características de la edición Rahlfs-Hanhart
    La edición Rahlfs-Hanhart de la Septuaginta ofrece varias características destacadas:

    • Crítica textual exhaustiva: Basada en una amplia revisión de manuscritos antiguos, como el Códice Vaticano y el Códice Alejandrino, esta edición proporciona un texto griego crítico que refleja con precisión las variantes textuales.
    • Notas y comentarios: Incluye comentarios detallados y notas críticas que explican las variaciones textuales y ofrecen contexto histórico y lingüístico.
    • Actualización y precisión: La revisión de Hanhart incorpora descubrimientos más recientes y avances en la crítica textual, mejorando la precisión de la edición original de Rahlfs.
    • Investigación académica: Sirve como una base sólida para estudios académicos sobre la historia de la traducción del Antiguo Testamento y su influencia en el cristianismo primitivo y el judaísmo.

    La Importancia de la Septuaginta en los estudios bíblicos
    La Septuaginta es una fuente clave para entender cómo se tradujeron y se interpretaron las Escrituras Hebreas en el mundo antiguo. Su influencia se extiende más allá de la academia, afectando la teología cristiana y el estudio del judaísmo antiguo. La edición Rahlfs-Hanhart, con su enfoque crítico y actualizado, sigue siendo una herramienta esencial para eruditos, teólogos y estudiosos interesados en la crítica textual y la historia de la Biblia.