En su obra Réplicas a Juliano, San Agustín despliega una densa arquitectura discursiva que desafía las categorías binarias con las que solemos abordar las cuestiones teológicas. Aquí, en el Libro III, Agustín no solo se enfrenta a Juliano, sino que desestabiliza los cimientos de una narrativa que busca simplificar la ontología del mal y la inocencia, invitándonos a habitar las grietas de un discurso donde la dialéctica entre la creación y la caída se convierte en un juego de espejos, de reflejos distorsionados y de verdades que se resisten a ser encasilladas en fórmulas cómodas.
El texto que sigue es un claro ejemplo de cómo Agustín subvierte las nociones lineales del bien y del mal, llevando al lector a un terreno donde la naturaleza humana no es una esencia estática, sino un espacio de constante devenir, atravesado por fuerzas contradictorias y por una temporalidad que se despliega en múltiples dimensiones. En este escenario, la inocencia no es una cualidad inherente, sino un constructo que se fragmenta bajo la luz de la experiencia histórica y la intervención divina.
Agustín no se limita a argumentar; su discurso se despliega como un palimpsesto donde las voces de los herejes, las escrituras sagradas y las propias reflexiones del autor se entrelazan en un tejido complejo, invitando al lector a perderse en los matices, en las zonas grises que desafían la ortodoxia establecida. Es en este cruce de caminos donde la justicia divina, lejos de ser un mero reflejo de la justicia humana, se revela como un abismo de significados en tensión, donde el acto de condenar no es un gesto autoritario, sino una afirmación de la alteridad radical de lo divino frente a lo humano.
En este sentido, el pasaje que presentamos no es solo una refutación; es un desafío a nuestras categorías de pensamiento, un llamado a reconocer que la verdad, en su complejidad, exige una apertura a lo paradojal, a lo incierto, a lo que escapa a toda tentativa de clausura. Así, el argumento de Agustín se convierte en un espejo en el que las certezas de Juliano se disuelven, revelando la profunda ambigüedad de una condición humana que, desde su origen, está marcada por el sello de lo irredento y la promesa de una redención que solo puede alcanzarse en el espacio liminal entre el juicio y la gracia.
Tomado de San Agustín, Replica a Juliano, Libro III
XII. 24. Crees haber dado prueba de una gran agudeza de ingenio al decir: “Aun cuando
fuera el diablo el creador de los hombres, serían malos sin culpa suya, y, en consecuencia,
no serían malos, porque nadie puede existir si no nace, y no es justo exigir a uno lo que
no puede dar”. Este mismo argumento solemos aducir nosotros contra los maniqueos,
que, según sus fábulas, sostienen que la naturaleza humana no fue creada buena en un
principio y luego viciada, sino que desde la eternidad es inmutablemente mala.
La fe católica reconoce, por el contrario, que la naturaleza humana fue creada buena;
pero, viciada por el pecado, es con justicia condenada. No es ni sorprendente ni injusto
que una raíz mala produzca frutos malvados, y así como en un principio no faltó una mano
creadora, tampoco falta ahora una misericordia redentora, verdad que vosotros rechazáis
al decir que los niños no tienen pecado del que puedan ser liberados.
Vosotros que con una desafortunada defensa y elogio pernicioso cooperáis a la pérdida
irremediable de estos niños desgraciados, decidme: ¿Por qué no admitís en el reino de
Dios si no son bautizados, a tantas criaturas inocentes que ningún mal han hecho y que
son imágenes del mismo Dios? ¿Han faltado a sus deberes para verse privados del reino y
ser condenados a destierro tan triste, si jamás han hecho lo que no pueden hacer? ¿Dónde
pones a los que no tienen vida porque no comieron la carne ni bebieron la sangre del Hijo
del hombre? Por esto, Pelagio, como queda dicho, en una asamblea eclesiástica condenó,
para no ser condenado, a todos aquellos que dicen: “Los niños, aunque no estén
bautizados, tendrán la vida eterna”. Dime, por favor: ¿Es justo que los niños, imágenes de
Dios, sean excluidos del reino de Dios, alejados de la vida de Dios, sin haber nunca
transgredido la ley de Dios? ¿No oyes cómo el Apóstol detesta a los excluidos de la vida de
Dios por la ignorancia que en ellos hay y la ceguera de su corazón. ¿Estará en esta
sentencia incluido el niño no bautizado o no? Si contestas: “No está incluido”, te ves
condenado por la verdad del Evangelio y la sentencia de Pelagio. ¿Dónde encontrar la vida
de Dios sino en el reino de Dios, donde no pueden entrar los que no han renacido del agua
y del Espíritu? Y si contestas que el niño no bautizado no está incluido en la sentencia
del Apóstol, confesada la pena, decid la culpa; confesado el suplicio, decid cómo lo ha
merecido. Nada en vuestro dogma encontraréis que poder aducir. Si hay en vosotros algún
sentimiento cristiano, reconoced en los niños alguna falta transmisora de muerte y
condenación por la que son con justicia castigados si no son por la gracia de Cristo
redimidos. En su redención puedes alabar la misericordia de Dios y en su condenación no
puedes acusar su justicia, porque todos los caminos del Señor son misericordia y verdad.
Volviste recargado Raúl. Te felicito. Otra vez a las raíces agustinianas que nunca debiste abandonar.
Te abrazo desde tu siempre querido Perú.
Muchas gracias Roberto. Aprendí a amar Perú por la literatura y espero algún día tener el privilegio de viajar a tu país y que tomemos juntos aquel café que nos hemos prometido desde hace tantos años.