En el crepúsculo del Domingo de Pascua, cuando las sombras se alargan y la oscuridad se cierne, nos encontramos ante la inevitable pregunta: ¿Qué perdura de todo lo que vivimos en nuestra efímera existencia? ¿Acaso la Semana Santa fue un fugaz destello en el vasto firmamento del tiempo? ¿Una breve pausa en la frenética danza hacia el abismo de la nada? ¿Son meramente unos instantes de devoción, pronto sepultados bajo la vorágine del día a día?
Cada año, al concluir la Semana Santa, nos enfrentamos al mismo dilema existencial: “¿Y ahora qué?” Retornamos a la historia de los Apóstoles, quienes tras la Resurrección, aún se encontraban aturdidos, temerosos y divididos. Sin embargo, tras el soplo divino de Pentecostés, comenzaron a difundir el εὐαγγέλιον, la buena nueva que cumplía las antiguas profecías (Hech. 13:32).
Esta proclamación no es mera palabrería, sino un llamado a la acción. Como proclamaban los antiguos: non solum dicere, sed etiam facere. Nuestras acciones deben reflejar la esencia de nuestra fe, manifestando el carácter de Aquel en quien creemos. Así, mañana, cuando nos enfrentemos al mundo nuestro espíritu de devoción nos impulsará a repetir con Pedro y Juan: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hech. 4:20). Solo así nuestra vida se convertirá en una λειτουργία (liturgia) que agrade a Dios.
Llegué al Abbé Henri Stéphane de pura casualidad allá por el año 2003 o 2004. Uno de sus textos estaba publicado en un sitio web que ya no existe y del que pude guardar algunas publicaciones por el simple hecho de que, entonces no tenía internet en mi casa y recurría a un “ciber”, dónde además de revisar mi correo, descargaba contenido para leer más tranquilo en mi hogar. Con el tiempo pude ir recogiendo, siempre de Intenet otros escritos, no siempre completos de él y finalmente me los imprimí y mandé a anillar. Así “reconstruí” lo que finalmente finalmente, y luego de una importante operación (por lo menos para mi) hoy llegó a mis manos: los dos volúmenes de Introduction à l’Esotérisme Chrétien, editado por Dervy, el primero en 1979 y el segundo volumen en 1983.
El autor nació con el nombre de André Gircourt, y publicó también como André Bertilleville. Además de sacerdote fue profesor de matemáticas y en 1943 conoció la obra de René Guénon y Frithjof Schuon, lo que implicó un verdadero giro epistémico. Posiblemente, de esta época datan sus estudios sobre el hinduísmo y el islam. Sus escritos no fueron preparados para ser publicados, acción que llevaron adelante sus discípulos y amigos entre los que se destacó François Chénique; el prefacio y el epílogo son del profesor Jean Borella.
Quisiera destacar un fragmento de uno de los opúsculos reunidos en Introduction à l’Esotérisme Chrétien que trata sobre el tema de la revelación:
La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de a Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor. Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia. Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él: «Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra» (Ef. I, 10)
Desde la caída de los primeros padres yace una búsqueda eterna, un anhelo que ha resonado en los corazones de hombres y mujeres a lo largo de las eras: el llamado hacia lo Absoluto, hacia una vida apartada, lejos del bullicio mundano y las convenciones sociales. Este deseo, arraigado en la esencia misma del ser humano, ha dado origen a la vocación eremítica, un sendero de soledad y silencio que trasciende épocas y culturas.
El tiempo de la cuaresma es una clara invitación a reflexionar sobre los testimonios de aquellos que han abrazado esta vida de retiro, apartándose de las multitudes para buscar una comunión más profunda con lo divino. Aquí la figura de Jesús de Nazareth se destaca sobre todos, porque no sólo fue cuarenta días al desierto y ayunó, para ser tentado, sino que en varias oportunidades se retiraba en soledad, a lugares desiertos, para orar (Mateo 4:1-11; Marcos 1:12-13; Lucas 4:1-13; Mateo 14:13; Marcos 6:31; Lucas 5:16; Lucas 6:12; Juan 6:15; Juan 11:54) al Padre. A imitación de él, primero San Pablo, se retiró a lugares alejados a fin de tener un contacto directo con Dios (Gálatas 1:15-18). Este ejemplo fue el que siguieron los eremitas.
Desde los eremitas del antiguo oriente, quienes se adentraban en los bosques y ríos tras cumplir con sus deberes hacia la sociedad, hasta los monjes medievales de Europa, cuya existencia estaba imbuida de una espiritualidad cisterciense y benedictina, el eremitismo ha dejado una huella indeleble en la narrativa humana.
Sin embargo, más allá de las glorias pasadas, se alza una sombra de melancolía sobre el horizonte del eremitismo contemporáneo. En un mundo cada vez más enredado en las redes de la modernidad, el camino del ermitaño se vuelve cada vez más difícil de transitar. La agitación del presente, marcada por el ruido constante y la búsqueda frenética de gratificación instantánea, parece distanciar aún más al buscador solitario de su objetivo último.
A través de las palabras de sabios y eremitas podemos explorar dimensiones íntimas de esta vida apartada: la aridez del desierto interior, donde el buscador se enfrenta a la ausencia de respuestas y la oscuridad de la noche del alma, donde la presencia divina parece esquivar su mirada. Nos adentramos en el silencio fecundo, donde el ermitaño encuentra su voz más profunda, más allá de las palabras y las publicaciones, en el anonimato de su oración universal.
En este mundo de contradicciones y desafíos, el eremitismo interior emerge como una respuesta posible, una búsqueda de soledad y silencio que trasciende los límites físicos y se sumerge en las profundidades del alma. En un tiempo donde la pereza y el rechazo de la sociedad amenazan con socavar la esencia misma del eremitismo, surge la necesidad de redefinir y preservar este antiguo llamado hacia lo Absoluto.
Así, entre la nostalgia por un pasado dorado y la incertidumbre del presente, nos sumergimos en la esencia misma del eremitismo, un viaje de autodescubrimiento y comunión con lo divino que desafía las convenciones del mundo moderno y nos invita a explorar los rincones más profundos de nuestro ser.
El título en español de este interesante libro es una cita de Génesis 3: 9. Pero el autor no discurre sobre la caída y las consecuencias de la misma, sino que se centra en “una evaluación teológica de la nueva hermenéutica evolucionista”. Y esto es menester porque el evolucionismo ha llegado a la teología y llegó para quedarse. El autor señala como, desde la irrupción del evolucionismo, de forma paulatina, los cristianos fueron adhiriendo poco a poco a esta nueva hermenéutica teológica, principalmente gracias al modernismo que consiguió gracias al transfondo kantiano y el agnosticismo implícito. El autor nos conduce por un viaje por el cual somos testigos de cómo la inensa mayoría de los modernos teólogos han cedido espacio a la visión evolucionista, tomándola como dogma de una nueva fe. Según el autor, quienes aceptan la teoría de la evolución no pueden ser al mismo tiempo cristianos, toda vez que el origen del hombre no es un teologúmeno, sino algo inherente al corazón mismo del mensaje cristiano.
Libro altamente recomendado, especialmente para los estudiantes de Teología, Historia y sobre todo, para los padres de niños en edad escolar.
Cuando inauguré este espacio, me comprometí a mantener un ambiente de respeto y apertura al diálogo. Como señalé en alguna oportunidad, este es un lugar dónde las personas son absoluta y totalmente libres de preguntarse sobre la Historia, la Fe, la Biblia y Dios.
En mi experiencia anterior como autor y administrador de un blog en línea con más de dieciséis años, he tenido que soportar a personas que llegaban a mi sitio y exigían aclraciones doctrinales, que analizaban cada palabra, cada oración en búsqueda de cualesquier tipo de “desviación” de lo que ellos consideraban que era la “fe verdadera”, la “única postura teológica” y la “verdadera historia”. Sus exigencias y posturas infexibles aumentaban cuando me veía obligado a explicar ciertas situaciones, poner en contexto, o solicitaba a los modernos inquisidores de teclado algún argumento que probara su postura. Yo mismo caí muchas veces en esa inflexibilidad y violencia verbal, lo reconozco, y he tenido la oportunidad de pedir perdón a muchas personas por ello. En otras ocasiones, me vi obligado a denunciar a quienes con violencia ponían en peligro la seguridad e intimidad de los colaboradores del blog o de mi propia familia, so color de “callar al hereje” y así “defender la fe”.
En este sitio, reafirmo mi posición de no ceder ante tal presión y no caer nunca más en tal error.
Es fundamental comprender que toda participación en este espacio es una elección, no una obligación. Esto va tanto para el lector, el comentarista de los artículos como para el autor y moderador de Documenta Theologica. Como propietario de este sitio, me reservo el derecho de moderar y gestionar las interacciones de acuerdo con mis principios y criterios personales. Aquellos que no compartan esta visión son libres de buscar otros espacios más afines a sus expectativas.
En resumen, invito cordialmente a todos los lectores a participar en conversaciones constructivas y enriquecedoras. Este sitio se concibe como un lugar donde se valora la diversidad de opiniones, siempre expresadas con cortesía y respeto mutuo. Espero con entusiasmo sus valiosas contribuciones y comentarios.
El 22 de enero publiqué una entrada titulada “Una profunda experiencia en una iglesia”. En ella relaté lo que experimentamos con mi esposa durante nuestras últimas vacaciones en Brasil. Como conozco de dónde vienen algunos de los lectores de este blog, y mi intención radicaba principalmente en centrarme en la experiencia particular de una noche dentro de ese hermoso lugar de culto, no consideré importante dar mayores precisiones.
Sin embargo, recibí varios comentarios “exigiendo” el nombre del lugar. No creo que estas personas estén interesadas en conocer ni el nombre de la iglesia, ni la denominación de la misma ni la ubicación para visitarla; sino todo lo contrario. Buscan datos para poder demostrar que quien esto escribe merece la hoguera. Como no tengo nada que ocultar, aquí les dejo una fotografía que tomé con el movil
Pido disculpas porque no está bien encuadrada.
Aquí tienen una imagen que tomé del exterior utilizando Google Maps, ahí tienen la dirección:
Finalmente, por si queda alguna duda, se trata de la Parroquia Nossa Senhora das Graças de Barra de São João, la cual pertenece a la ICAB (Igreja Catolica Brasileira), y es administrada por mi amigo Dom Antonio Duarte Santos Rodrigues, obispo de esta Iglesia.
Muchas veces me he preguntado si vivimos en una “sociedad post-cristaniana”. Quienes lo afirman sostienen que la sociedad moderna se caracteriza por una disminución importante de la influencia del cristianismo en la vida política, económica, social y cultural; las normas, los valores y las prácticas que se asocian al cristianismo pierden sus preeminencia y pasan a ser irrelevantes, a la vez que ceden terreno a otras filosofías y corrientes culturales, muchas veces, anticristianas.1
Una sociedad post-cristiana no es, necesariamente, una sociedad atea. Al contrario, la inmensa cantidad de grupos y afiliaciones de carácter espiritual, de pensamiento positivo nos demuestran que en realidad vivimos en una de las épocas más religiosas de la historia. La gente busca una “religión”, es decir, una forma de volver a unir lo humano con lo divino bajo la consciencia de que hay una “interferencia”. Llámela como quiera, pero existe un “ruído” una “separación”, una “cuarenta”, para emplear el lenguaje de algunos textos religiosos modernos.2
Esto lleva a los hombres modernos a buscar nuevas prácticas espirituales enfatizando, sobre todo, una espiritualidad de carácter personal e individual, como nunca antes vimos. Mientras que tradicionalmente, la religión era algo social, hoy es algo puramente individual, pero también del desarrollo personal:3 la meditación, el yoga, la visualización, la oración contemplativa, el crecimiento personal, e incluso el “minimalismo” tienden a una espiritualidad holística que pone el acento en el bienestar integral (cuerpo, mente, espíritu) del individuo.4
A veces pienso que no estamos realmente en una sociedad postcristiana, sino en una sociedad pre-cristiana, dónde los valores éticos y morales han regresado a una etapa inmediatamente anterior a la irrupción del cristianismo, eun un imperio corrupto, hedonista, entropocéntrico y moralmente decadente, en una sociedad que se entretenía viendo como dos hombres se mataban, que sabía de la existencia de la esclavitud (laboral, sexual, la que usted imagine) y se aprovechaba de eso. De una sociedad donde los rostros, por más bellos que parecieran reflejaban el estado de las almas: bellezas muertas, ojos inexpresivos.
Creo que esta es la descripción del mundo que vivimos hoy.
NOTAS
1Recomiendo al respecto la lectura de Jones, Michael, Libido dominandi. Liberación sexual y control político, Fidelidad, Bella Vista, 2023; ver también el interesante trabajo de Charles Taylor, A Secular Age, Harvard, Belknap Press, 2007.
2El término “separación” aparece en el contexto de Un curso de milagros (y derivados como Un curso de amor), mientras que el de “cuarentena” en El libro de Urantia.
3Me he preguntado muchas veces si esto no es consecuencia del principio protestante de la “salvación personal”.
4Wilber, Ken, El cuarto giro, Barcelona, Kairós, 2016.
Con mi esposa tuvimos el privilegio de visitar Brasil este verano. De todas las hermosas experiencias que tuvimos, quisiera hacer referencia una sola: la tarde que entramos a una Iglesia.
El ambiente estaba en una semipenumbra y entre las sombras nos deslizamos por la austera nave de la capilla. Eramos dos almas buscando respuestas, preguntándonos cómo y por qué Dios nos había llevado a tal lugar, a tal hora y estando solos. No creo en las casualidades, mi mujer tampoco, ella es persona de ciencia, yo por mi parte tengo una visión agustiniana de la Historia. En aquella capilla el altar, perfectamente dispuesto, se desplegaba como un lienzo de antiguas promesas, los cirios esperaban ser encendidos y el eco de las antiguas oraciones llegaban a nosotros como un susurro espiritual.
Allí estábamos, fuera del tiempo, fuera del espacio. Suspendidos entre este mundo y el de las promesas eternas.
El templo estaba limpio y ordenado, la luz del sagrario generaba un efecto único al que pocas veces había prestado atención. El azul, el blanco y color de la piedra, conjugados con la obscuridad creaban un ambiente de melancolía, de tristeza, de recuerdos y de esperanza. El olor a incienso impregnaba el aire y actuaba como un faro que guiaba los corazones errantes. Cerca del techo estaba la imagen tradicional del Espíritu Santo, descendiendo, recordatorio de la epiclesis.
Cerré los ojos y pude imaginar al sacerdote, adornado con vestiduras que relataban la Historia Sagrada, como un guía entre las dimensiones, entre lo humano y lo divino, puente entre lo mortal y lo inmortal, entre nuestro presente y la Eternidad.
Sentados, tomados de la mano, donde la fe titubea, una oración dejó de ser barrera y se convirtió en el lenguaje que acunaba la verdad, como si cada palabra fuera un cerrojo que saltaba ante la llave que abría paso a la manifestación de lo divino.
Allí, sentados, tomados de la mano no hubo más incertidumbre “… el velo del Templo se rasgó en dos”.
Una de las asignaturas que más me costó en la Universidad fue “Historia Clásica”, especialmente la parte correspondiente a Grecia. De aquel entonces quedé con cierto resentimiento y me volqué con mucho mayor gusto por Roma. Pero desde hace unos años, mi amigo Eduardo Llorente me venía contando sobre sus lecturas de los clásicos griegos, así que decidí emularlo… y qué mejor para un historiador que volver su mirada a Heródoto… Ἡρόδοτος, πατὴρ τῆς Ἱστορίας.
Estoy leyendo a Heródoto en la hermosa traducción de George Rawlinson de 1858 y que es de libre acceso gracias a The Internet Classics Archive, un proyecto del Massachusetts Institute of Technology (el famoso MIT) y que pueden consultar aquí.
Ahora, ocurre que hoy llegué al Libro V, capítulo IV y leí lo siguiente:
Los trausos en todo lo demás se parecen los otros tracios, pero tienen costumbres sobre los nacimientos y las muertes que ahora describiré. Cuando nace un niño, todos sus parientes se sientan a su alrededor en un círculo y lloran por los males que tendrá que sufrir ahora que ha llegado al mundo, haciendo mención de todos los males que le tocan a la humanidad; cuando, en cambio, un hombre muere, lo entierran entre risas y regocijo, y dicen que ya está libre de una multitud de sufrimientos, y disfruta de la más completa felicidad.
Los trausos, al igual que Arthur Schopenhauer sostenían una visión sombría y pesimista de la existencia y su énfasis en el sufrimiento inherente a la vida. El hombre nacía sólo para sufrir y la muerte era una liberación. La lectura de este fragmento de Heródoto no sólo me trajo a la memoria a Schopenhauer y su libro “El mundo como voluntad y representación“.
El reciente resultado electoral que se vivió en mi país, Argentina es motivo de una seria reflexión, también desde la teología. Muchas personas votaron por el candidato de La Libertad Avanza especialmente por su candidata a vicepresidente, Victoria Villarruel. Otros lo hicieron porque son, sinceramente liberales, y muchos porque estan cansados del peronismo.
En Argentina en particular, pero en América Latina en general, la reflexión religiosa en materia política está coptada por la teología de la liberación y sus ramificaciones más o menos orgánicas. Las publicaciones realizadas por desde distintos espacios (la jerarquía católica romana y las iglesias protestantes históricas, en su mayoría progresistas) decantaron por el candidato del peronismo. La pregunta, porque no es una certeza, sino una pregunta es si la idea de “votar al menos malo” puede ser válida conociendo sus consecuencias históricas. A lo largo del tiempo, ese principio ha demostrado ser tan desastrozo como el de poner el voto en el otro candidato, por más impresentable o corrupto que sea.
Considero que el principio que siguen muchos “tradicionalistas” de querer ver una monarquía de derecho divino hoy es simplemente ridículo. Eso es imposible. Las monarquías han demostrado ser tan desastrosas como el régimen más democrático que se pueda imaginar. No hay material humano para esos régimenes, ni de los “principes” y menos aún de los súbditos.
¿Qué nos queda entonces? Es evidente que el sistema republicano de gobierno tiene enormes ventajas, así como un grave problema: presupone la bonhomía de los miembros de la comunidad política; en otras palabras, una república es debil ante un demagogo, sea de derechas como de izquierdas e implica que toda la comunidad política reconozca la primacía de la Ley. Recordemos la sabia expresión de la Corte Suprema de los Estados Unidos: la república es un gobierno de leyes, no de hombres.
Existen entonces en el sistema republicano ciertos resortes, ciertos valores que deben ser potenciados y eventualmente cristianizados. Esto es infinitamente mayor que un déspota “bien intencionado” que pretenda imponer por la fuerza esos mismo valores, quizás de forma más rápida. Por consiguiente, todo régimen o líder político que desee suprimir de cualesquier maneras la dignidad humana en virtud de algún ideal (por más noble que nos parezca, sea la libertad o la justicia social) debe ser temido. De la misma forma, no podemos olvidarnos del principio de subsidiariedad.
La subsidiariedad, en el ámbito político y social, postula la toma de decisiones a nivel subnacional o local siempre que sea factible, reservando la intervención de instancias superiores de gobierno exclusivamente para casos en los que resulte necesario. Este principio tiene como objetivo principal prevenir la acumulación desmedida de poder en entidades centralizadas y, en su lugar, fomentar la participación activa de las comunidades locales en la formulación y ejecución de decisiones que afectan su ámbito interno. El problema no está sólo en erigir a un déposta o un tirano, sino en crear un sistema tan despótico o tiránico que haga aborrecible la vida.
En esencia, la subsidiariedad aboga por descentralizar la toma de decisiones, procurando que las cuestiones sean gestionadas a nivel más próximo a los ciudadanos, ya sea a través de gobiernos locales o comunidades, con el propósito de garantizar que las decisiones se adopten de manera directa y adaptada a las necesidades y particularidades locales. Este enfoque busca cultivar la autonomía y la responsabilidad de las comunidades en la administración de sus propios asuntos. Únicamente en situaciones en las cuales las instancias locales se revelen incapaces de abordar eficazmente determinados problemas, se recurriría a niveles superiores de gobierno como recurso de intervención.
Ahora bien, muchas veces olvidamos algo más importante y sobre lo cual me gustaría volver: nuestra ciudadanía terrena es contingente. Nuestra patria no está aquí, sino en los Cielos (Filip 3: 20) y por consiguiente imaginar que un líder, un partido o un sistema tiene las soluciones para nuestra vida es prácticamente un acto de idolatría.
¿Qué hacer entonces? Confiar en el Único que puede salvarnos y abstenernos, en todo lo posible de colaborar y entremezclarnos en los asuntos públicos, especialmente cuando su corrupción es tan grande y cuando el Tiempo está tan cerca.