En el crepúsculo del Domingo de Pascua, cuando las sombras se alargan y la oscuridad se cierne, nos encontramos ante la inevitable pregunta: ¿Qué perdura de todo lo que vivimos en nuestra efímera existencia? ¿Acaso la Semana Santa fue un fugaz destello en el vasto firmamento del tiempo? ¿Una breve pausa en la frenética danza hacia el abismo de la nada? ¿Son meramente unos instantes de devoción, pronto sepultados bajo la vorágine del día a día?
Cada año, al concluir la Semana Santa, nos enfrentamos al mismo dilema existencial: “¿Y ahora qué?” Retornamos a la historia de los Apóstoles, quienes tras la Resurrección, aún se encontraban aturdidos, temerosos y divididos. Sin embargo, tras el soplo divino de Pentecostés, comenzaron a difundir el εὐαγγέλιον, la buena nueva que cumplía las antiguas profecías (Hech. 13:32).
Esta proclamación no es mera palabrería, sino un llamado a la acción. Como proclamaban los antiguos: non solum dicere, sed etiam facere. Nuestras acciones deben reflejar la esencia de nuestra fe, manifestando el carácter de Aquel en quien creemos. Así, mañana, cuando nos enfrentemos al mundo nuestro espíritu de devoción nos impulsará a repetir con Pedro y Juan: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hech. 4:20). Solo así nuestra vida se convertirá en una λειτουργία (liturgia) que agrade a Dios.