El domingo 17 de diciembre un temporal afectó buena parte de la Argentina. Vientos huracanados derrumbaron casas, volaron techos, tiraron árboles interrumpiendo los servicios esenciales. A la madrugada me vi en la necesidad de ir a la casa de mi madre y mientras trataba de llegar pude ser testigo de kilómetros de devastación. En otros lugares los daños materiales fueron acompañados de la perdida de vidas humanas.
Pero mientras viajaba me fue imposible no plantearme alguna explicación a lo que vivimos. ¿Podemos decir o pretender que fue un hecho aislado? ¿Una mera rabieta del clima?
No. No lo fue.
El domingo 10 de diciembre fuimos testigos de un acto de apostasía nacional. Mejor dicho, de otro acto más de apostasía. En un culto interreligioso, dónde en lugar de adorar al Dios del Universo, al Creador de los Cielos y la Tierra se invocó a Baal («Señor») se dio la espalda al único Dios verdadero. Hace tiempo ya que Dios fue expulsado de nuestras escuelas, persiguiendo y prohibiendo la oración; hemos expulsado a Dios de los edificios públicos, removiendo las imágenes; lo hemos expulsado de los actos de gobierno, alterando las fórmulas de juramento de los funcionarios y de los profesionales egresados. Expulsamos a Dios de nuestras casas y por supuesto, de los templos, hoy convertidos en panteones.
La tormenta fue un aviso. Fue un castigo, justo y merecido.
No os engañéis; de Dios nadie se burla. Lo que el hombre sembrare, eso cosechará. (Gal 6: 7)
En las sombras de la apostasía, nuestros corazones, una vez iluminados por la gracia divina, han caído en la penumbra del abandono celestial. Como hojas marchitas en un jardín olvidado, nuestra fe se desvanece, y el eco de la divinidad se desvanece en el silencio desgarrador. Las lágrimas del alma se confunden con la lluvia que cae sobre tierras yermas, testigos mudos de la desconexión con la divina misericordia.
Dice el profeta Isaías (40: 6-7):
Una voz dice: Grita.
Y yo respondo: ¿Qué he de gritar?
Toda carne es hierba,
y toda su gloria como flor de campo.
Sécase la hierva, marchítase la flor
Cuando se pasa sobre ellas el soplo de Yavé
Ciertamente hierba es pueblo.
Sécase la hierba, marchítase la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre.
Elevemos nuestras plegarias a Dios, quien hizo los Cielos y la Tierra y quizás alcancemos el perdón y el auxilio del verdadero y único Mesías y Salvador, y así, la palabra que permanece para siempre sea la que vivifique el espíritu de nuestro pueblo.
«Pero mi pueblo no escuchó mi voz; Israel no quiso obedecer. Por eso los entregué a la obstinación de su corazón, y anduvieron según sus consejos.» – Salmo 81:11-12
La Navidad, tierna y sagrada, se alza ante nosotros como un recuerdo incandescente en el tejido de la existencia. En el suave resplandor de las velas, se dibuja un misterio ancestral que nos envuelve, sumergiéndonos en un viaje espiritual que transcurre entre luces y sombras.
En este tiempo de reflexión, miramos hacia el pasado, buscando en las páginas de la Sagrada Escritura la esencia misma de la Navidad. La promesa divina que se cumplió en un pesebre humilde, el susurro de los ángeles anunciando el nacimiento del Salvador. En Mateo 1:23, encontramos la profecía de Isaías resonando en nuestro espíritu:
“He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros“.
La Navidad, entonces, se manifiesta como la encarnación misma de la divinidad, un regalo celestial envuelto en pañales humildes. San Pablo ahonda en este misterio en su carta a los Filipenses:
Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Filp 2: 5-11)
No obstante, en medio de la belleza celestial de la Natividad, una sombra melancólica se posa en el corazón. La humanidad, a lo largo de los siglos, ha oscurecido la luz divina con sus propias tinieblas. Como en Juan 1:5 se nos advierte:
“Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no prevalecieron contra ella“.
Aún hoy, el pecado y la discordia amenazan con eclipsar la verdadera esencia de la Navidad, arrojando sombras sobre la paz prometida por el nacimiento del Redentor.
En este siglo XXI, el espíritu navideño parece desvanecerse entre las brumas del materialismo y la indiferencia espiritual. El eco romántico de los villancicos se mezcla con el estruendo del consumismo, y el mensaje de amor y esperanza se ve diluido en el frenesí de la temporada. En la profunda melancolía de estos tiempos modernos, nos preguntamos si la luz de la Navidad logrará atravesar las sombras que amenazan con envolvernos.
La reflexión navideña se torna, entonces, en una mirada a un futuro incierto. ¿Persistirá la esencia sagrada de esta festividad o será absorbida por la vorágine secular? En el Apocalipsis 22:20, resonando como un eco a través de los siglos, encontramos la promesa que nos guía en la oscuridad: “Sí, vengo pronto“. Pero entre las páginas de esta revelación, también percibimos una advertencia sobre la fragilidad de nuestros días.
Bajo el manto sagrado de la Virgen María, el irrespeto se enreda con lo divino. Un sacerdote ortodoxo, olvidando la solemnidad, une la imagen de la Madre de Dios consolando a su Santísimo Hijo con la figura de una madre afligida por la pérdida de un terrorista. ¿Cómo puede compararse lo sagrado con la oscuridad de acciones manchadas de sangre? Esta blasfemia revela una deriva lamentable en la Iglesia Ortodoxa de Jerusalén, sumiéndose en la controversia y desviándose de la senda de la rectitud. La historia se repite, y la elección de ponerse del lado incorrecto resuena con trágica familiaridad, recordándonos la sombra de decisiones pasadas. Es hora de reflexión y rectificación en el seno de una fe que debería guiar, no perderse en la complicidad con los asesinos de la peor clase.
El día 5 de noviembre falleció el filósofo y teologastro modernista Enrique Dussel. Si bien muchísimas personas no tienen idea de quién fue, de su interesante trayectoria, de su auto-hagiografía (que por supuesto dista mucho del testimonio de quienes lo conocieron y fueron sus alumnos o colegas) o de los libros que escribió, la influencia de Dussel es fundamental para entender la Teología de la Liberación.
De hecho Enrique Dussel fue el verdadero cerebro tras ella. Hasta Dussel, la “teología de la liberación” era más que nada una corriente bastante heterogénea y sin un trasfondo teológico, pero fue gracias a Dussel que esta llegó a articularse y constituir un sistema coherente que pasó luego a una posición de hegemonía.
Enrique Dussel nació en la provincia argentina de Mendoza. Como muchos de su especie gustaba jactarse de haberse criado en un hogar humilde y en una barriada muy pobre, aunque a decir verdad la posibilidad de acceder a la Universidad Nacional de Cuyo (donde se licenció en 1957) parecen desmentir un poco esa historia. Obtuvo una beca y prosiguió sus estudios en España, obteniendo su doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Luego viajó a Israel y entró en contacto con el presbítero izquierdista Paul Gauthier, autor del libro Jesús, l’église et les pauvres. Dussel siempre señaló su encuentro con Gauthier y su trabajo como carpintero en la comunidad dirigida por ese sacerdote llamada Les compagnons et compagnes de Jésus Charpentier.
Es interesante señalar que Dussel marcaba que entre su experiencia con la secta de Gauthier y su descubrimiento de Emmanuel Lévinas ocurre su «conversión» y luego su producción orientada a la filosofía y como consecuencia la teología de la liberación.
Si bien es cierto que el movimiento de la teología marxista de la liberación es previo a la publicación de América Latina dependencia y liberación. Antología de ensayos antropológicos y teológicos desde la proposición de un pensar latinoamericano (1973), ya en su trabajo de 1969 El humanismo semita encontramos las bases de toda su obra posterior y el germen de todos los errores que difundió. Para Dussel el pensamiento griego (luego patrístico y finalmente escolástico) era aristocrático, conformando una teología para las clases dominantes, mientras que el pensamiento semita era una reflexión sobre la vivencia de la liberación de la opresión de la esclavitud-pecado. Dussel jugó muchísimo en su obra con Apocalipsis 11:8:
Sus cadáveres [los dos testigos] estarán en la plaza de la gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado.
Para Dussel Egipto representa el pecado social y por lo tanto la esclavitud, Sodoma es la destrucción de la naturaleza del hombre a causa del pecado social y la alienación, y Jerusalén representa el orden religioso establecido que está aliado al poder político y opresor. La Teología fue entonces siempre, como señala en su obra Historia de la Iglesia en América Latina siempre una teología de la opresión, porque sirvió para legitimar el sistema económico; por otra parte una nueva teología, liberadora, debía nacer no del pensamiento griego, sino del semita. Pero Dussel da un paso más: tomando los principales trabajos de autores como Yvan Daniel, Henri Godin, Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez Merino, Richard Shaull, Hélder Câmara, Arturo Paoli, y bajo una estructura marxista. Y allí está su gran “aporte”, su “novedad”.
Dussel consiguió introducir y traducir el marxismo a un lenguaje “cristiano”. Con una brillantez poco vista en los teólogos americanos (teologastros en realidad, porque seamos sinceros, nuestro ámbito careció de las luces que hubo en Europa) consiguió aunar posiciones teológicas diversas, encontrando un factor común y proponiendo la estructura marxista de análisis para elaborar una filosofía primero, y toda una teología después. Dussel puso orden en el caos de la “teología de la liberación” que estaba naciendo, y su obra, rápidamente traducida y referenciada ayudó luego a las demás “teologías contextuales”, como la Teología Negra, la Teología Feminista y la más reciente “Teología Queer”. De hecho es innegable e imposible de ocultar la clara influencia (cuando no inspiración) de Dussel en la obra de Marcella Althaus-Reid o en la obra de John J. McNeill.
Dussel construyó una filosofía, con la cual elaboró un sistema teológico que quiso además, convertir en teología de la historia (pues el marxismo no deja de ser eso, en ultima ratio). Sus trabajos “históricos” no pueden ser calificados como tales. No hizo ni historia ni teología, sino que buscó producir una cosmovisión teologizada desde el marxismo de la historia de la Iglesia; para ello llenó vacíos documentales con inferencias teóricas marxistas, citó fuentes difíciles de contrastar y muchas veces sus artículos y libros se basaron en trabajos de otros autores a los que con destreza admirable sintetizó y reformuló, omitiendo en alguna ocasión la referencia apropiada.
Dussel fue un genio, no cabe duda. Un hombre brillante que usó todo su talento para la destrucción de la verdadera teología y la conformación de un clero (tanto católico -luego modernista- como protestante) desviado del fin primero que debe tener para hacer de ellos los mensajeros de la revolución anticristiana.
Dussel murió, su obra perdura en los tristes espectáculos de los ministros católicos y evangélicos, en los ´púlpitos de las iglesias reformadas históricas hoy devenidas en clubes “inclusivos” y con una abierta agenda LGTBP+. Dussel fue a la teología cristiana lo que Charles Webster Leadbeater a la teosofía: el organizador, el sistematizador, el arquitecto. Dios haya tenido misericordia de su alma, porque él murió, si, pero su nefasta influencia perdura, y perdurará por mucho tiempo.
“La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, sentimos y no procedemos conforme a la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.» (1 Juan 1,5-7)
Sobre este fragmento de la primera carta de San Juan se puede escribir mucho. La primera criatura creada por Dios fue la luz. “Fiat Lux” (Gn 1,3) y la luz impregnó todo lo que a continuación fue creado. Podríamos decir que Dios se nos da como luz que no deja lugar a la sombra. El siguiente texto del Abbe Henri Stephane es muy clarificador:
A menudo solo se retiene de la primera epístola de san Juan que «Deus caritas est»; es evidentemente, si se quiere, la cumbre de la Revelación, de ahí el resto se destila según la dialéctica del Amor: creación, caída, redención, gracia, etc., y el Amor aparece con su complemento inseparable, la Cruz y el desapego absoluto y total. San Juan de la Cruz encarna este doble aspecto; él es esencialmente el Doctor del Amor y de la Cruz.
Esta epístola conlleva igualmente otro aspecto, que completa al precedente, y que el apóstol san Juan, que ha dicho todo porque él ha visto todo, no ha olvidado. Es incluso por eso como comienza su primera epístola y todo su Evangelio está impregnado de ello: «El mensaje que él nos ha hecho oír, y que nosotros os anunciamos ahora, es que Dios el Luz y que en El no hay tiniebla alguna» (1 Juan I,5)
Después de la caída, el hombre camina en las tinieblas, en la mentira, en el error, en la desorientación, en la dispersión; el mundo está bajo el imperio de Satán, Príncipe de las Tinieblas y de la Mentira. El hombre vive en la ilusión de su propia realidad y olvida que su verdadera realidad reside en Dios, en ese Verbo «en quién todo ha sido hecho». Porque Dios es el Ser Total fuera del cual no hay nada: el Todo es inmanente en cada una de las partes, sin lo cual el Todo no sería el Todo, puesto que estaría limitado por una de las partes. Así, la parte no se distingue que según un modo ilusorio del Todo al cual ella pertenece. A partir de eso, conferirle una realidad propia, verlo independientemente del Todo que la contiene, mirarla como una «cosa en si» es la ilusión de las ilusiones, el error, la perdida, la mentira, las tinieblas. Después de la caída, la inteligencia del hombre, privada de la Luz, vive en esa ilusión, se detiene en las apariencias de las cosas, se deja atrapar en la red de sus propios límites y de los límites de las cosas, y no ve más en las cosas y en si mismo la Única Realidad del Todo, fuera del cual la realidad de las cosas no es más que ilusoria.
La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de a Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor. Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia. Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él: «Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra» (Ef. I, 10)
Pero una contemplación tal, una tal visión de Dios supone que el alma a comenzado por desapegarse de todas las cosas, con el fin de reencontrarlas y de contemplarlas en Dios donde ellas tienen su verdadera realidad. Se reencuentra así el desapego y el amor, que, unidos a la contemplación, constituyen la Suprema Sabiduría.
En mis años, tanto como historiador y bibliófilo, he tenido el honor de explorar y estudiar innumerables obras literarias. Sin embargo, entre las páginas desgastadas de mi colección personal de libros antiguos y “raros”, una edición en inglés de “Walden” de Henry David Thoreau brilla con un esplendor especial. Adquirida durante uno de mis viajes, esta reliquia literaria ha dejado una marca indeleble en mi alma y ha dejado una huella profunda en mi vida como ningún otro libro lo ha hecho.
El viaje que emprendí para adquirir esta antigua edición de “Walden” fue en sí mismo una experiencia memorable. Ese día en particular, un frío penetrante se adueñaba del lugar mientras yo deambulaba por las calles. Mis manos temblaban ligeramente mientras buscaba refugio de las inclemencias del tiempo. Fue entonces cuando mis pasos me llevaron a una pequeña librería de segunda mano, un respiro de calor en medio de la gélida jornada. Una vendedora amable y atenta, envuelta en una bufanda gruesa, me dio la bienvenida con una sonrisa cálida. con una mirada aguda y ojos centelleantes, notó mi interés por explorar el lugar. Me permitió recorrer cada rincón de la librería a mi propio ritmo. Los estantes, repletos de libros desgastados por el tiempo y con las páginas amarillentas, emitían un aroma característico y evocador. El olor a libro viejo es difícil de definir, pero es una mezcla de madera envejecida, tinta, polvo y nostalgia. Era un aroma que, para un bibliófilo como yo, representaba la promesa de descubrimientos literarios extraordinarios. Así, mientras exploraba los tesoros escondidos en esa librería, me encontré con esa edición en inglés de “Walden”. Sus páginas gastadas y amarillentas parecían contener siglos de sabiduría y reflexión. Fue un encuentro que cambió mi vida y que me transportó a un mundo de introspección, espiritualidad y conexión con la naturaleza, tal como lo había descrito Thoreau en su propia experiencia junto al lago Walden.
La encuadernación gastada y las páginas amarillentas hablaban de las muchas manos que habían sostenido esta obra a lo largo del tiempo. Su antigüedad era evidente, y eso solo añadía a su encanto.
Desde el momento en que abrí las páginas de “Walden”, me sumergí en un mundo de reflexión profunda y conexiones espirituales. Cada palabra escrita por Thoreau resonaba en mi ser como un eco de verdades eternas. Su narración de la vida en la cabaña junto al lago Walden me permitió “vivir” esos momentos a través de sus palabras. Pude sentir la brisa fresca que acariciaba su rostro mientras contemplaba las aguas tranquilas del lago y escuchaba el susurro de las hojas en los árboles cercanos.
La imagen del lago Walden en la obra de Thoreau se convirtió en un faro en mi vida. Hace años, durante un viaje a El Chaltén, en la hermosa Patagonia argentina, tuve el privilegio de presenciar un paisaje que me recordó poderosamente a las descripciones de Thoreau. Las majestuosas montañas, los lagos cristalinos y la inmensidad de la naturaleza me transportaron de nuevo a las páginas de “Walden”. Fue en ese momento cuando comprendí plenamente el impacto que este libro había tenido en mi alma y en mi percepción del mundo.
“Walden” no es simplemente una obra literaria; es una filosofía de vida. A través de las palabras de Thoreau, fui inspirado a cuestionar las convenciones sociales y a buscar una conexión más profunda con la naturaleza y mi propia espiritualidad. Me enseñó la importancia de vivir deliberadamente, de simplificar mi existencia y de buscar la verdad y la autenticidad en un mundo lleno de distracciones y superficialidades.
En cuanto a su relación con la filosofía trascendentalista, “Walden” encarna los principios centrales de este movimiento literario y filosófico. El trascendentalismo, que floreció en la América del siglo XIX, enfatiza la importancia de la intuición, la espiritualidad individual y la conexión con la naturaleza como vías para alcanzar la verdad y la sabiduría. Thoreau abraza estos principios al abogar por una vida simple y una profunda conexión con la naturaleza como medios para encontrar la verdad y la autenticidad.
El cristianismo también aparece en el texto de “Walden”, aunque de una manera más crítica y selectiva. Thoreau reconoce la influencia del cristianismo en la cultura de su época, pero al mismo tiempo critica las instituciones religiosas y la falta de espiritualidad genuina en la sociedad. Argumenta que la verdadera espiritualidad se encuentra en la conexión directa con la naturaleza y la búsqueda personal de la verdad, en lugar de seguir dogmas religiosos convencionales. Pienso que Thoreau está criticando el racionalismo fariseísta del cristianismo occidental de su época, ese puritanismo vacío y hueco que nos muestra un esqueleto allí dónde debería existir la vida.
Además del cristianismo, Thoreau incorpora elementos espirituales de otras religiones en su obra. Explora conceptos budistas de meditación y contemplación, así como la idea de vivir deliberadamente, que tiene similitudes con las filosofías orientales de la simplicidad y la autenticidad. También muestra interés en las enseñanzas de figuras espirituales como Confucio y Lao-Tsé, destacando la universalidad de las verdades espirituales más allá de las fronteras religiosas.
En cuanto a la paz, Thoreau aboga por la paz interior y la armonía con la naturaleza como una vía para alcanzar la verdadera tranquilidad. Él ve la naturaleza como un refugio de paz y un espejo en el que el individuo puede reflejar su propia esencia. Thoreau encuentra la paz al simplificar su vida, alejarse de las distracciones materiales y vivir en armonía con los ciclos naturales. Para él, la verdadera paz no se encuentra en la agitación de la sociedad, sino en la serenidad de la vida en la naturaleza.
Este libro no solo marcó mi vida, sino que también influyó en la manera en que comprendo la historia y la literatura. A través de la lente de Thoreau, he llegado a apreciar la profundidad de la experiencia humana y la búsqueda constante de significado en medio de la vorágine de la sociedad. Su enfoque en la simplicidad, la introspección y la resistencia pacífica ha dejado una huella imborrable en mi enfoque de la historia y mi comprensión de la condición humana.
En resumen, “Walden” es mucho más que un libro antiguo en mi colección; es una joya literaria que se ha apoderado de mi alma y ha enriquecido mi vida de maneras inimaginables. A través de sus páginas amarillentas y desgastadas, he encontrado una conexión profunda con la naturaleza, la espiritualidad y la búsqueda de la verdad. Esta obra maestra de Thoreau continúa iluminando mi camino, recordándome la importancia de vivir deliberadamente y encontrar la paz interior en medio de las turbulencias del siglo XXI. Su influencia trasciende el tiempo y sigue inspirando a hombres y mujeres en busca de significado y autenticidad en un mundo en constante cambio.
Fragmentos de una conversación entre Marie-Madeleine Davy y Jean Bies
J.B: «Desde mi infancia, he estado tomado por la búsqueda de lo Absoluto, y esto involuntariamente… Yo no he elegido ésta vía, ella me ha sido impuesta desde adentro…» usted evoca en la misma página de tu Itinerario la «picadura de lo Absoluto», su «seducción». ¿Cuándo y de que manera percibió por primera vez la llamada de una conversión a lo Absoluto, de lo cual además escribe que es «nostalgia del misterio de la interioridad»?
M.M.Davy: Tendría unos cinco o seis años, era verano, en el campo en casa de mi abuela. Yo tenía miedo de la noche. De vez en cuando, al anochecer, mi madre, para hacerme dominar mi miedo, me daba una piedrecita que yo debía llevar al jardí, al extremo de una alameda. Esta bordeaba un río. Yo tenía que ir allí a paso lento. Me estaba prohibido correr, sobre todo porque habría podido caer al tropezarme en las raíces de los árboles. Yo estaba aterrorizada por los ruidos que me parecían extraños: movimientos de los pájaros dormidos y despertados súbitamente por mi presencia, el paso rápido de las comadrejas que habían comenzado su caza, agitación de las ramas movidas por el viento…
Una vez, me paré para escuchar esos ruidos. De repente, tuve la impresión de amar aquello que provocaba mi miedo. Me pareció que la noche cedía ante una suave luz. La dimensión nocturna se volvió una amiga para el resto de mi existencia.
Cuando volví, mi hermana mayor me estaba buscando. Ella estaba preocupada por mí dada la proximidad del río. Viendo mi rostro relajado y feliz, me preguntó: ¿Qué es lo que has visto? Yo no respondí. Ese era mi secreto. Yo sentía confusamente que no debía decir nada.
Sus conferencias se multiplican, sus libros están en la cabecera de todos los «estremecidos de Dios». Como esos predicadores itinerantes, de esa edad llamada «media» que era edad «mayor», usted va despertando, estimulando, curando las almas. ¿Cómo se sitúa en el mundo intelectual contemporáneo? ¿Qué mensaje prioritario piensa aportarle?
Tengo consciencia de no tener ningún mensaje que dar, de no hacer nunca el bien a nadie. De vez en cuando, alguna cosa se filtra a través de mí. Y esa «cosa» no me es imputable. Pasa a pesar de los obstáculos que puede encontrar. Después de haber sido demasiado intelectual durante muchos años, no me sitúo en ninguna intelligentsia que, además, no me interesa para nada. Amo apasionadamente a los seres independientemente de su cultura. Es evidente que me intereso en este mundo contemporáneo que marca el fin de una era.
(…)
En la noche iniciática, los astros son clavos ardientes. Pero es lo único que sosiega una medianoche roja, una aurora sin ocaso. ¿Ha pasado por la «acedía», la duda, el desamparo, en resumen, por la noche?
La angustia veo que se inscribe en todo camino hacia la profundidad. El desamparo también. Pero de esto es imposible hablar a causa de su amplitud y de su densidad. Uno puede volverse amoroso de la noche por ternura hacia la aurora. Pero nada puede formularse.
Usted subraya que hay en el hombre diferenciado una «modificación de estructura». Esta no está adaptada a un mundo construido a la imagen de la mayoría. La presencia del hombre esencial hiere, altera al otro; es por eso que un hombre así está privado de toda protección contra un mundo hostil que le rechaza. Además, el descubrimiento de la verdad, al obligar a ciertas renuncias, crea un aislamiento; la aventura no permite la marcha atrás porque puede acabar trágicamente… «Todos aquellos -escribe usted- que han tenido la gracia de encontrar en su vida a hombres prendados de sabiduría han descubierto en contacto con ellos su extrema soledad…» ¿Cuáles son los hombres esenciales que usted a encontrado? ¿Puede decirnos algunas palabras de ellos? De Nicolas Berdiaev, usted ha escrito: «Se le sentía batido por los vientos»; uno sentía cerca de el «un estado paradisíaco».
El encuentro con hombres de luz -estos además pueden habitar la dimensión nocturna- me parece comparable a oasis percibidos en el desierto de la existencia. Durante mi juventud pude buscarlos y gozar de intercambios con ellos. Actualmente, ya no siento la necesidad de la presencia física. Es posible comunicarse unos con otros, independientemente del tiempo, del espacio, de nuestras diferentes ocupaciones.
El hombre más extraordinario que he podido conocer ha sido Nicolas Berdiaev. Cuando digo «extraordinario», quiero significar su dimensión fuera de lo común. Genial, llevaba en él a Oriente y a Occidente. Era un profeta, un visionario. Ortodoxo -estando abierto a lo universal- , no estaba encerrado en ninguna forma. Siempre percibí su simpatía hacia los católicos y los protestantes. El ateísmo no le molestaba. Pienso que le parecía preferible a la idolatría… Habiendo leído mucho las traducciones de autores rusos, yo reencontraba en Berdiaev una consonancia con los escritores que me eran tan queridos. Lo que me resultaba raro en Berdiaev consistía en su manera de vivir, de mirar al mundo, sin participar en sus juegos. La simplicidad de su existencia me encantaba. Nada de mundano, todo resonaba de una manera justa como el cristal. Nunca vi en él el menor compromiso o la más ligera mentira. No hablaba de lo esencial más que por alusiones. Uno comprendía que él había plantado su tienda en lo indecible. Su voz venía de lejos, de una cima difícil de alcanzar. Habitando en una cubre, su palabra debía descender para encontrar a sus auditores. Podía ser violento; en esos instantes, estaba lleno de tics y hablaba ruso. El francés que manejaba con mucho acento no le permitía manifestar el rigor de sus oposiciones con sus compatriotas. A continuación, el se excusaba de sus exageraciones.
(…)
¿Qué podemos entender de usted de aquello que dice en algún sitio: «Yo he buscado lo Absoluto. Ya no lo busco»?
La búsqueda considero que se sitúa en la dimensión horizontal. Un punto de agua descubierto exige una excavación para encontrar la fuente. Se pasa así de la horizontalidad a la verticalidad. Durante la primera investigación, uno se entrega al cuestionamiento, a los encuentros, a los intercambios. Después, la soledad y el silencio se vuelven los intermediarios. El resto se revela superfluo…
Dejando las cuestiones personales, según usted ¿cómo se las puede arreglar uno para extraer de su sopor a tantos y tantos hombres que, casi todos, momentáneamente se despiertan a lo espiritual si se les habla en los términos adecuados? ¿Cómo conectar un interruptor que sea definitivo?
Estoy absolutamente persuadida de que nos es imposible provocar el despertar del otro. Eso no nos concierne. Es entre él mismo y su maestro interior que todo ocurre y se desarrolla. El secreto del otro posee una puerta cerrada. Podemos llegar a desvalorar a los demás. Lo importante es aceptar la diversidad de hombres de la misma manera que la diversidad de flores y de cantos de pájaros. No existe un interruptor exterior. Nada es definitivo a causa de la movilidad de la condición humana… Antes yo sufría mucho constatando que lo esencial no era buscado por la mayoría de los hombres. Ahora, eso no me aflige ya más. Comprendo mejor esta movilidad, la multiplicidad de estados, de moradas. Nada de esto tiene importancia ante Dios, al menos yo así lo supongo…
Antes de la exploración de la espiritualidad moderna, usted ha recorrido la espiritualidad medieval. ¿Por qué razones el siglo XII le parece tan importante en la historia de las ideas religiosas de Europa?
Siendo alumna de Etienne Gilson en la Escuela de altos estudios, fui introducida por él en el pensamiento medieval. Pase mi tesis de doctorado sobre la teología mística de Guillermo de Saint Thierry, amigo de Bernardo de Claraval. La teología mística del siglo XII me ha enseñado mucho, en particular el monaquismo cartujo y cisterciense. El pensamiento y el arte del siglo XII son esencialmente cósmicos. Con su sentido de la festividad, de la liturgia fundada en las estaciones, el hombre se movía naturalmente «en Dios». Me interesan los valores espirituales de Europa. Ahora bien, la Europa del siglo XII era antes que nada cisterciense. El intelectualismo y la escolástica decapantes vendrán más tarde a oscurecer la visión de lo terrestre y de lo celeste estrechamente unidos. Después llegara una trágica ruptura de la cual nosotros vivimos actualmente las consecuencias.
Usted constata la socialización de nuestra época, entrevé un «movimiento de individuación» que le sucederá, sin excluir sin embargo la «desaparición de la persona». ¿Se puede creer que los tiempos nuevos, al orientarse no hacia Dios sino hacia el hombre, orientarán al hombre hacia Dios?
El hombre no tiene que orientarse hacia Dios. Es incapaz de ello. Es en si mismo donde descubre la presencia divina. Mientras busca un Dios en el exterior, no encuentra más que ídolos. Orientarse hacia el hombre equivale a orientarse hacia Dios. De todas maneras, yo no estoy segura que hoy en día nos orientemos hacia el hombre sino más bien hacia un robot. La dimensión humana se logra. Aquellos que deberían encontrarse implicados por la interioridad están muy a menudo politizados y pegados a lo social. Los tiempos nuevos no son para mañana sino siempre para hoy. Solo se puede esperar que un número mayor de hombres irá hacia lo esencial.
Hablando en «El hombre interior y sus metamorfosis», del retorno al «país natal», usted escribe que «no se juega impunemente con la dimensión de la profundidad». ¿Cómo mantenerse hoy en día en esa línea fronteriza, si la ascesis nos es imposible, y sin hacer del «justo medio» la vía real de la «mediocridad»?
La vía real es la del vacío, del despojamiento, de la desnudez. No creo que uno pueda instalarse ahí; uno solo está ahí de paso. La ascesis consiste, según o veo, en no ceder a la tristeza. Aceptar la total soledad y vivirla dichosamente en el interior, sin pensar ni siquiera una fracción de segundo que uno pudiera situarse en una línea fronteriza. Las cumbres están vacías. Incluso los pájaros no viven allí.
Usted constata que en Occidente la rareza de maestros está relacionada con la de discípulos. ¿Qué hacer entonces? Le preguntarán muchos. ¿Existen actualmente maestros vivos? El maestro interior es el maestro ideal, pero los síquicos -la mayoría- toman como mensajes de lo alto los flatus vocis de una subjetividad desbocada.
Tanto se trate de Oriente o de Occidente, ya no estamos en la época de los maestros, sino en la de el descubrimiento del guru interior, de la «Iglesia Interior». Dejemos correr, sin juzgarlos, a aquellos que sienten la necesidad de agitarse para encontrar intermediarios, y que a veces atraviesan continentes para encontrarlos. Siempre se aprende algo viajando. Los desplazamientos exteriores pueden llegar a ser una invitación a intentar el viaje interior. Cada cosa viene a su tiempo, o no llega nunca. ¡Eso no tiene ninguna importancia! Tanto mejor si los maestros encuentran discípulos y los discípulos maestros. ¿No hay que encontrar la «dicha» ahí donde uno se encuentre? Estoy convencida de que existen todavía verdaderos maestros. Estos se ocultan y no reivindican ninguna paternidad espiritual. Durante mucho tiempo creí en su importancia. Actualmente no podría creer en ello aun reconociendo que hay ciertamente honrosas excepciones.
¿No puede existir el peligro del maestro espiritual? Se conocen numerosos fracasos, patinazos, ¡y muchisimos falsos maestros!
En este asunto, he podido constatar muchos fracasos. Transferencias nunca trascendidas, sexualidades reprimidas, estados engañosos, insignificantes, perversiones… la evolución de la mujer, la libertad de su vida sexual han modificado el comportamiento femenino. La feminidad, en el hombre y en la mujer, se lleva actualmente. Que la mujer se asuma, que los jóvenes se hagan cargo de si mismos y el número de seudo-maestros disminuirá. Es muy fácil abusar de la credulidad y de la debilidad de numerosos individuos aislados. La meditación de las Escrituras -Biblia, Upanishads, Veda- puede ayudar a condición de no mantenerse en la letra con el fin de descubrir el espíritu velado por la letra. Numerosas traducciones de obras importantes pueden suplir la ausencia de maestros, o la carencia de aquellos que se lanzan hoy en día sobe el «supermercado de la iniciación espiritual». En razón de una sobreabundancia, la elección de valor es difícil. De ahí la importancia de la lucidez y del discernimiento.
A usted la inteligencia y la mística judías le parecen excepcionales; se sitúa sin problemas ante el protestantismo; encuentra en la ortodoxia una profundidad que falta al catolicismo. Sin embargo, ha permanecido en esta religión, sintiéndose indiferente a la «forma», fiel a los escritos cartujos, cistercienses y renanos. ¿Piensa que las «confesiones» pueden enfrentarse, pero que las religiones se unen en la cumbre. Es verdaderamente posible llegar al final de tantas antinomias, y como?
No tengo la pretensión de conocer la menor receta. Todo es asunto personal. Cada uno posee su propia singularidad y debe referirse a ella en su caminar. Es por eso que tengo muchas dificultades para captar los beneficios de los grupos que hoy en día, pululan y llegan a ser un verdadero y fructuoso comercio. Solo lo que está más allá de los caminos permite participar en un festín único. Las religiones y las confesiones son creaciones de hombres, y son necesarias. Ellas poseen su belleza y sus enseñanzas. Pero las confesiones se enfrentan. Conducen muy a menudo al asesinato. La historia de ayer y de hoy está cargada de eso. Las generaciones jóvenes parecen ahorrarse las religiones; las relegan decididamente en el pasado. En esto se equivocan. Nos haría falta sobre todo comprender que el Evangelio no presenta una religión, sino un arte de vivir y de amar, instaurado por Cristo y vivido por él. Si uno llega a captar el sentido de este arte, las antinomias desaparecen.
Berdiaev decía de Rusia que era «el Oriente cristiano». Usted misma escribe que el hombre mediocre no puede más que detestar el pensamiento ruso; este pensamiento estimula y nutre a aquel que vive en una dimensión trágica. ¿Qué aportan Berdiaev y, con él, la ortodoxia, a Occidente, y esto, en la eventual celebración de una espiritualidad nueva?
Todo es nuevo y al mismo tiempo nada es nunca nuevo. Es una paradoja inevitable. Lo que es inusitado para uno ya ha sido comprendido y vivido por otro. La mística ortodoxa se me ha revelado como transfiguradora. Pero no pienso que el soplo liberador aportado por Nicolas Berdiaev haya surgido de la ortodoxia. Lo que importa aquí es referirse a la Leyenda del Gran Inquisidor, expuesta en Los Hermanos Karamazov, y a la elección necesaria entre la esclavitud y la libertad: adhesión que hay que renovar constantemente.
Cada época inventa un nuevo acceso a los misterios: hay hoy en día, además de un mejor conocimiento del sufismo, del budismo y del hinduismo, el descubrimiento de los Pneumatóforos del Desierto, de los alquimistas, de los Hesicastas, de los Cabalistas y teósofos cristianos, de los presocráticos, de los platónicos de Persia, de los zenistas y taoistas. Pero en lugar de alegrarse de esta sobreabundancia, muchos ven en todas estas aportaciones los fermentos suplementarios de la disolución. ¿Qué responder a la acusación de sincretismo? ¿Y que diferencia hace usted entre el sincretismo y la apropiación de elementos lentamente digeridos y asimilados?
Un refrán repetido en la Edad Media me parece válido: «No mires al que habla; todo lo que es bueno, confíalo a tu memoria». Una posición sincretista me parece muy rechazable ya que resulta de una mezcla. Los valores surgidos de las tradiciones pueden enriquecerse mútuamente hasta el día en el que sea posible descubrir lo que está más allá de los caminos.
Toda su obra da testimonio a favor de las religiones comparadas y de su encuentro en el más alto nivel. Hay sin embargo par usted una clara diferencia entre el universo occidental y los universos orientales: la Persona de Cristo. El Cristo no es a sus ojos un Avatara entre otros, es decir un primus inter pares: es mucho más. ¿Pero entonces, se puede hablar todavía de una más allá de las religiones?
Si Cristo no es el fundador de una religión, en lo cual yo creo firmemente, el problema al cual hace alusión no se plantea. Las discusiones filosóficas y teológicas son vanas. Lo importante es tender hacia las santa unidad. No creo en la eficacia de las comparaciones. Si ellas me convienen, puedo usarlas. Si no, lo dejo caer todo para intentar vivir en la autenticidad. Como lo ha mostrado muy bien Eckhart, todo aquello que es dicho de Dios es palabrería. Aquel que posee una experiencia de la presencia está más allá de las comparaciones, de las semejanzas, de las diferencias. De ahí la importancia del silencio con respecto a o esencial. ¡Que cada uno encuentre su vía y su más allá! Uno lo descubre al avanzar. Uno puede rechazar lo que, la víspera, podía convenirle y pasajeramente saciarle.
Swami abhishiktânanda deseaba no «pensar en Dios» ya más, rechazar los «signos», ya que -como el Vedanta enseña- el verdadero conocimiento está más allá de todo concepto intelectual, de todo saber. Es necesario zambullirse en su «fondo» para encontrar a Dios. La originalidad de Henri Le Saux no ha sido la de reconciliar, difícilmente, una religión histórica y una religión cósmica, sino quizás el seguir la vía de un Dios personal: ¡Yahve se ha hecho signo en Jesús, constriñiéndose de lo Impersonal advaita! En otros términos, ¿no ha querido desbordar la bhakti (la vía devocional, dirigida a un Dios personal) hacia el jñana (la vía gnostica, religada a lo impersonal)?
La vía del amor y la del conocimiento son gemelas. No se puede distinguirlas más que el lo abstracto. Lo importante consiste en vivir el contenido orientándose hacia la unidad. La historia me parece una explicación, un reflejo de acontecimientos que se desarrollan en otro lado. El acercamiento a los misterios se vive en un más allá de la historia, del espacio y del tiempo.
La India recuerda sin duda a los católicos y a los reformados aquello que parece que han olvidado. Hablando de esta tierra de anterioridad, Henri Le Saux evoca la «gracia de interiorización» que ella otorga, y la «purificación de la noción de Dios» que ella permite. Pero los ortodoxos han mantenido la teología negativa (el neti de los hindúes), ese yoga que es la oración del corazón (su japa), y tienen además una admirable liturgia. ¿Qué podría entonces aportar al cristianismo oriental, el Oriente no cristiano, sobre todo si Cristo es algo más que un avatar?
Considero que lo esencial existe en el judeo-cristianismo. De todas maneras, la interiorización sin duda solo ha de ser vivida por un pequeño número, al no ser la audacia una virtud humana de la cual se reconocen firmemente su importancia y su eficacia. Yo creo en efecto, que la metafísica de la India puede provocar una purificación, un despejamiento, un recuerdo de aquello que ha sido olvidado o no vivido por ignorancia o por apocamiento. De ahí la extrema oportunidad de comprender cuanto un intelectual occidental está encumbrado y como debe de deshacer todo lo que le encumbra. La primacía que Le Saux da a la soledad y al silencio es algo a recordar. Es un resultado al que este monje cristiano e hindú no ha llegado más que al final de su existencia. El hablaba y escribía de buena gana, era para él una manera de clarificarlo todo. No tenía un interlocutor válido para captar el sentido de su sufrimiento, de su perpetua puesta en duda de los temas más esenciales. Su lealtad, su rectitud son de una extraordinaria amplitud. Cada uno leyéndole encontrara un beneficio. Aunque solo sea por la inquietud que experimente al leerlo… Unos encontrarán una justificación de su adhesión al cristianismo, otros se verán fortificados en su interés por la metafísica de la India. Algunos comprenderán la importancia del «pasaje» por los mitos y los símbolos. Enfin, ciertas personas llegarán a liberarse de un engorro que les impedía ver claro.
Conviene no olvidar que el despertar se acompaña de muertes y de resurrecciones. Estas operan en el crecimiento y en la profundización. El despertar liberador se realiza en el desierto, es decir en el país interiorizado de la sed, de la lectura de los signos y del encuentro. El verdadero encuentro se efectúa dentro, y llega a ser experiencia. Una inexpresable experiencia de la cual lo esencial es incognoscible.
Durante los últimos años estuve estudiando la corriente llamada “New Thought” o en español “Nuevo pensamiento”. Llegué a ella por mis lectura de los trascendentalistas, Emerson y todo su círculo (recomiendo la lectura del libro “Emerson entre los excéntricos“, de Carlos Baker) y pronto me vi imbuído en una larga bibliografía en la que se mezclaba panteísmo, cristianismo y “pensamiento positivo”.
Varios de los autores del “Nuevo pensamiento” crearon sus propias instituciones religiosas, las cuales fueron evolucionando. Si bien es cierto que muchas de ellas son consideradas por los académicos “nuevos movimientos religiosos”, varias tienen ya más de un siglo de existencia y muchas de sus ideas han penetrado en las denominaciones más tradicionales conformando una nueva forma de espiritualidad.
En este primer trabajo quisiera detenerme en qué entiende el “nuevo pensamiento” sobre Dios.
Antes de comenzar, quisiera aclarar que estas ideas se encuentran de manera embrionaria en la obra de Ralph Waldo Emerson. En todo caso somos testigos de un desarrollo y un llevar a las últimas consecuencias las ideas del escritor y ensayista norteamericano, principalmente que Dios es un concepto o una fuerza universal y no una entidad personal. Esta distinción es importante y se basa en las enseñanzas y filosofía del movimiento.
En efecto, el “nuevo pensamiento” describe a Dios con frecuencia como un principio universal e impersonal que subyace en todo el universo. Esta concepción enfatiza que Dios es una fuerza o inteligencia creativa que está presente en todas partes y en todo momento. Esta visión se alinea más con la idea de un concepto abstracto que con una entidad personal con atributos humanos. De la misma manera el “nuevo pensamiento” enfatiza la existencia de leyes espirituales que gobiernan el universo, como la ley de la atracción y la ley de la causa y el efecto. Estas leyes se consideran fuerzas impersonales que responden a los pensamientos y creencias de las personas.
Lo que señalamos líneas arriba explica el porqué en muchas de las organizaciones del nuevo pensamiento se enfatiza el término “ciencia” en su denominación, como por ejemplo “Ciencia de la mente” o “Ciencia cristiana”. En efecto, la elección de la palabra “ciencia” se relaciona con la idea de que sus enseñanzas están basadas en principios y leyes espirituales que son tan precisos y aplicables como las leyes científicas.
Finalmente una característica del “nuevo pensamiento” es su enfoque en el poder de la mente y de la conciencia humana para influir en la realidad: las personas pueden utilizar su mente y conciencia para conectarse con la fuente divina y así poner de manifiesto cambios en sus vidas; por consiguiente Dios se experimenta como un “concepto” que se relaciona por medio del pensamiento y la conciencia, a la vez que se rechaza la antropomorfización de Dios.
En resumen, para el “nuevo pensamiento” Dios es tanto un principio universal o una energía divina presente en todo y en todos (destacando así la unidad ed todas las cosas y permitiendo el acceso de cada individuo a esa fuente divina) como una “Ley universal”, porque Dios se expresa por medio de leyes espirituales que rigen el Universo (verbigracia la ley de la atracción, o la ley de causa-efecto).
El pasaje de Lucas 17: 20-21 es uno de los más complejos al momento de traducir del griego a cualquier lengua moderna. Esto se debe a la dificultad de volcar la expresión εντος υμων εστιν.
Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios εντος υμων εστιν.
Las mayorías de las traducciones vuelcan el texto señalado como “Entre vosotros” o “en medio de vosotros”, e incluso “ya está entre ustedes” como la Traducción en Lenguaje Actual1 y la Biblia de Jerusalén. No obstante, es bien conocida una traducción alternativa, que se remonta a la Vulgata por la cual, la respuesta de Jesús no es que el “reino de Dios está entre vosotros”, sino “dentro de vosotros”: Ecce enim regnum Dei intra vos est.
El término εντος puede traducirse “entre”, pero su principal acepción (y también la más literal) es “dentro”, “adentro”, “en el interior”. En efecto, ese es el sentido que se aplica a pasajes como Mt 23: 6:
¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro (ἐντὸς) del vaso y del plato, para que también lo de fuera (ἐκτὸς) sea limpio.
El término ἐκτὸς/ektos (fuera) es el antónimo de ἐντὸς/entos (dentro). Varias traducciones académicas y modernas reconocen como posible traducir ἐντὸς/entos por “entre” o “dentro”, y hay comentarios interesantes en sus notas, basándose en que la respuesta está dirigida a los fariseos, a quienes Jesús está reprendiendo. Así lo explica, por ejemplo Juan Straubinger:
“Jesús se presentó en la humildad para probar la fe de Israel; pero las profecías, como también los milagros, mostraban que era el Mesías (Cf. 16, 16 y nota). Como observa el P. de la Brière y muchos otros, en el sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús está hablando con los fariseos”.2
Lo mismo leemos en la nota al versículo 21 en la Biblia de Jerusalén:
“Como una realidad ya operante. También se traduce «dentro de vosotros», lo que no parece estar directamente indicado en el contexto”3
No obstante en su traducción del Nuevo Testamento, David Bentley Hart respeta la traducción de ἐντὸς/entos como “dentro”:4
[I]t is occasionally argued that this phrase [entos hymōn] would be better translated “among you” or “in your midst,” especially by those who instinctively prefer social to mystical construals of Jesus’s teaching; but this is surely wrong. Entos really does properly mean “within” or “inside of,” not “among,” and Luke, in both his Gospel and the book of Acts, when meaning to say “among” or “amid,” always uses either the phrase…[en meso] or just [en], followed by a dative plural; and his phrase for “in your midst” is [en meso hymōn] as in [Luke] 22:27…He uses entos only here, with a distinct and special import.
Pero el contexto no es de Jesús sólo frente a los fariseos, sino de la pequeña comunidad de Jesús y sus discípulos frente a los fariseos. En efecto, en el versículo 22 se inicia un discurso que abarca hasta el versículo 37 dirigido a sus discípulos. Por consiguiente, la traducción “dentro” está sostenida por la utilización del mismo vocablo ἐντὸς/entos en Mt 23: 6 como por los versículos siguiente, cuando continúa hablando a los discípulos. Sin embargo, hay una tercer posibilidad, y es que se trate de una interiorización del reino: la confirmación del reino espiritual y al mismo tiempo el rechazo al establecimiento de un orden político temporal en el que creían los judíos del primer siglo, tanto los fariseos como los mismos discípulos de Jesús.
Notas
1Traducción al Lenguaje Actual es una versión de la Biblia que se caracteriza por buscar que el texto bíblico sea más accesible a los lectores contemporáneos; su primera edición es de 1986 por la Sociedad Bíblica de América Latina.
2Straubinger, Juan, La Santa Biblia…, vol II, Club de Lectores, Buenos Aires, 1991, p., 104.
3Biblia de Jerusalén, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1975, p., 1484.
4Bentley Hart, David, The New Testament. A Translation, Yale University Press, New Haven, 2017.
Terminé de leer con mucho entusiasmo el libro “Raising Hell” de Julie Ferwerda. Leí el libro de un tirón en su versión en inglés, aunque también hay una versión en español.
Es un libro provocativo que arroja una luz reveladora sobre la doctrina del infierno y cuestiona las creencias tradicionales que han prevalecido durante siglos. Con una mirada crítica y perspicaz, la autora nos invita a cuestionar las aparentes contradicciones y dudas que rodean la idea del tormento eterno y a explorar una visión radicalmente diferente del propósito amoroso de Dios para la humanidad. Desde el inicio, Ferwerda plantea una serie de preguntas impactantes que han desconcertado a generaciones de creyentes. ¿Es posible que los padres amen más a sus hijos que a Dios? ¿Por qué se nos pide perdonar a nuestros enemigos cuando Dios parece no hacer lo mismo? ¿Es justo ser castigado por toda la eternidad por pecados cometidos en una vida breve? Estas interrogantes, entre otras, forman el punto de partida para una exploración profunda y valiente. El libro de Ferwerda no se limita a plantear preguntas incisivas, sino que también ofrece un análisis histórico, filosófico y bíblico convincente que desafía la doctrina del tormento eterno. Examina por qué el infierno no se menciona en el Génesis ni en el Antiguo Testamento, y por qué figuras como el apóstol Pablo no abordaron este tema. Además, cuestiona cómo la posición ortodoxa de la Iglesia primitiva evolucionó durante siglos después de Cristo y cómo los teólogos aún debaten si somos salvos por elección o libre albedrío.
“Raising Hell” es una obra que desafía a los lectores a cuestionar sus creencias arraigadas y a considerar una perspectiva más inclusiva y compasiva. Julie Ferwerda abre la puerta a una visión radical de las “Buenas Nuevas” y presenta argumentos sólidos sobre por qué la doctrina del tormento eterno podría ser uno de los engaños más perjudiciales de la Iglesia moderna. En resumen, “Raising Hell” es un libro valiente que invita a la reflexión y la reevaluación de creencias profundamente arraigadas. A través de preguntas incisivas y un análisis convincente, Julie Ferwerda desafía la doctrina tradicional del infierno y ofrece una perspectiva que busca un Dios compasivo y amoroso para toda la humanidad. Este libro es esencial para aquellos que desean explorar una visión más inclusiva y misericordiosa de la espiritualidad y las creencias religiosas. Una obra que promete abrir los ojos y cambiar la forma en que entendemos el concepto del tormento eterno en la fe cristiana.