Murió Enrique Dussel

El día 5 de noviembre falleció el filósofo y teologastro modernista Enrique Dussel. Si bien muchísimas personas no tienen idea de quién fue, de su interesante trayectoria, de su auto-hagiografía (que por supuesto dista mucho del testimonio de quienes lo conocieron y fueron sus alumnos o colegas) o de los libros que escribió, la influencia de Dussel es fundamental para entender la Teología de la Liberación.

De hecho Enrique Dussel fue el verdadero cerebro tras ella. Hasta Dussel, la “teología de la liberación” era más que nada una corriente bastante heterogénea y sin un trasfondo teológico, pero fue gracias a Dussel que esta llegó a articularse y constituir un sistema coherente que pasó luego a una posición de hegemonía.

Enrique Dussel nació en la provincia argentina de Mendoza. Como muchos de su especie gustaba jactarse de haberse criado en un hogar humilde y en una barriada muy pobre, aunque a decir verdad la posibilidad de acceder a la Universidad Nacional de Cuyo (donde se licenció en 1957) parecen desmentir un poco esa historia. Obtuvo una beca y prosiguió sus estudios en España, obteniendo su doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Luego viajó a Israel y entró en contacto con el presbítero izquierdista Paul Gauthier, autor del libro Jesús, l’église et les pauvres. Dussel siempre señaló su encuentro con Gauthier y su trabajo como carpintero en la comunidad dirigida por ese sacerdote llamada Les compagnons et compagnes de Jésus Charpentier.

Es interesante señalar que Dussel marcaba que entre su experiencia con la secta de Gauthier y su descubrimiento de Emmanuel Lévinas ocurre su «conversión» y luego su producción orientada a la filosofía y como consecuencia la teología de la liberación.

Si bien es cierto que el movimiento de la teología marxista de la liberación es previo a la publicación de América Latina dependencia y liberación.  Antología de ensayos antropológicos y teológicos desde la proposición de un pensar latinoamericano (1973), ya en su trabajo de 1969 El humanismo semita encontramos las bases de toda su obra posterior y el germen de todos los errores que difundió. Para Dussel el pensamiento griego (luego patrístico y finalmente escolástico) era aristocrático, conformando una teología para las clases dominantes, mientras que el pensamiento semita era una reflexión sobre la vivencia de la liberación de la opresión de la esclavitud-pecado. Dussel jugó muchísimo en su obra con Apocalipsis 11:8:

Sus cadáveres [los dos testigos] estarán en la plaza de la gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado.

Para Dussel Egipto representa el pecado social y por lo tanto la esclavitud, Sodoma es la destrucción de la naturaleza del hombre a causa del pecado social y la alienación, y Jerusalén representa el orden religioso establecido que está aliado al poder político y opresor. La Teología fue entonces siempre, como señala en su obra Historia de la Iglesia en América Latina siempre una teología de la opresión, porque sirvió para legitimar el sistema económico; por otra parte una nueva teología, liberadora, debía nacer no del pensamiento griego, sino del semita. Pero Dussel da un paso más: tomando los principales trabajos de autores como Yvan Daniel, Henri Godin, Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez Merino, Richard Shaull, Hélder Câmara, Arturo Paoli, y bajo una estructura marxista. Y allí está su gran “aporte”, su “novedad”.

Dussel consiguió introducir y traducir el marxismo a un lenguaje “cristiano”. Con una brillantez poco vista en los teólogos americanos (teologastros en realidad, porque seamos sinceros, nuestro ámbito careció de las luces que hubo en Europa) consiguió aunar posiciones teológicas diversas, encontrando un factor común y proponiendo la estructura marxista de análisis para elaborar una filosofía primero, y toda una teología después. Dussel puso orden en el caos de la “teología de la liberación” que estaba naciendo, y su obra, rápidamente traducida y referenciada ayudó luego a las demás “teologías contextuales”, como la Teología Negra, la Teología Feminista y la más reciente “Teología Queer”. De hecho es innegable e imposible de ocultar la clara influencia (cuando no inspiración) de Dussel en la obra de Marcella Althaus-Reid o en la obra de John J. McNeill.

Dussel construyó una filosofía, con la cual elaboró un sistema teológico que quiso además, convertir en teología de la historia (pues el marxismo no deja de ser eso, en ultima ratio). Sus trabajos “históricos” no pueden ser calificados como tales. No hizo ni historia ni teología, sino que buscó producir una cosmovisión teologizada desde el marxismo de la historia de la Iglesia; para ello llenó vacíos documentales con inferencias teóricas marxistas, citó fuentes difíciles de contrastar y muchas veces sus artículos y libros se basaron en trabajos de otros autores a los que con destreza admirable sintetizó y reformuló, omitiendo en alguna ocasión la referencia apropiada.

Dussel fue un genio, no cabe duda. Un hombre brillante que usó todo su talento para la destrucción de la verdadera teología y la conformación de un clero (tanto católico -luego modernista- como protestante) desviado del fin primero que debe tener para hacer de ellos los mensajeros de la revolución anticristiana.

Dussel murió, su obra perdura en los tristes espectáculos de los ministros católicos y evangélicos, en los ´púlpitos de las iglesias reformadas históricas hoy devenidas en clubes “inclusivos” y con una abierta agenda LGTBP+. Dussel fue a la teología cristiana lo que Charles Webster Leadbeater a la teosofía: el organizador, el sistematizador, el arquitecto. Dios haya tenido misericordia de su alma, porque él murió, si, pero su nefasta influencia perdura, y perdurará por mucho tiempo.

El concepto de “Dios” en el Nuevo Pensamiento

Durante los últimos años estuve estudiando la corriente llamada “New Thought” o en español “Nuevo pensamiento”. Llegué a ella por mis lectura de los trascendentalistas, Emerson y todo su círculo (recomiendo la lectura del libro “Emerson entre los excéntricos“, de Carlos Baker) y pronto me vi imbuído en una larga bibliografía en la que se mezclaba panteísmo, cristianismo y “pensamiento positivo”.

Varios de los autores del “Nuevo pensamiento” crearon sus propias instituciones religiosas, las cuales fueron evolucionando. Si bien es cierto que muchas de ellas son consideradas por los académicos “nuevos movimientos religiosos”, varias tienen ya más de un siglo de existencia y muchas de sus ideas han penetrado en las denominaciones más tradicionales conformando una nueva forma de espiritualidad.

En este primer trabajo quisiera detenerme en qué entiende el “nuevo pensamiento” sobre Dios.

Nautilus una revista del Movimiento Nuevo Pensamiento , fundada por Elizabeth Towne.

Antes de comenzar, quisiera aclarar que estas ideas se encuentran de manera embrionaria en la obra de Ralph Waldo Emerson. En todo caso somos testigos de un desarrollo y un llevar a las últimas consecuencias las ideas del escritor y ensayista norteamericano, principalmente que Dios es un concepto o una fuerza universal y no una entidad personal. Esta distinción es importante y se basa en las enseñanzas y filosofía del movimiento.

En efecto, el “nuevo pensamiento” describe a Dios con frecuencia como un principio universal e impersonal que subyace en todo el universo. Esta concepción enfatiza que Dios es una fuerza o inteligencia creativa que está presente en todas partes y en todo momento. Esta visión se alinea más con la idea de un concepto abstracto que con una entidad personal con atributos humanos. De la misma manera el “nuevo pensamiento” enfatiza la existencia de leyes espirituales que gobiernan el universo, como la ley de la atracción y la ley de la causa y el efecto. Estas leyes se consideran fuerzas impersonales que responden a los pensamientos y creencias de las personas.

Lo que señalamos líneas arriba explica el porqué en muchas de las organizaciones del nuevo pensamiento se enfatiza el término “ciencia” en su denominación, como por ejemplo “Ciencia de la mente” o “Ciencia cristiana”. En efecto, la elección de la palabra “ciencia” se relaciona con la idea de que sus enseñanzas están basadas en principios y leyes espirituales que son tan precisos y aplicables como las leyes científicas.

Finalmente una característica del “nuevo pensamiento” es su enfoque en el poder de la mente y de la conciencia humana para influir en la realidad: las personas pueden utilizar su mente y conciencia para conectarse con la fuente divina y así poner de manifiesto cambios en sus vidas; por consiguiente Dios se experimenta como un “concepto” que se relaciona por medio del pensamiento y la conciencia, a la vez que se rechaza la antropomorfización de Dios.

En resumen, para el “nuevo pensamiento” Dios es tanto un principio universal o una energía divina presente en todo y en todos (destacando así la unidad ed todas las cosas y permitiendo el acceso de cada individuo a esa fuente divina) como una “Ley universal”, porque Dios se expresa por medio de leyes espirituales que rigen el Universo (verbigracia la ley de la atracción, o la ley de causa-efecto).

El reino de los cielos ¿Dentro de vosotros o entre vosotros?

El pasaje de Lucas 17: 20-21 es uno de los más complejos al momento de traducir del griego a cualquier lengua moderna. Esto se debe a la dificultad de volcar la expresión εντος υμων εστιν.

Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios εντος υμων εστιν.

Las mayorías de las traducciones vuelcan el texto señalado como “Entre vosotros” o “en medio de vosotros”, e incluso “ya está entre ustedes” como la Traducción en Lenguaje Actual1 y la Biblia de Jerusalén. No obstante, es bien conocida una traducción alternativa, que se remonta a la Vulgata por la cual, la respuesta de Jesús no es que el “reino de Dios está entre vosotros”, sino “dentro de vosotros”: Ecce enim regnum Dei intra vos est.

El término εντος puede traducirse “entre”, pero su principal acepción (y también la más literal) es “dentro”, “adentro”, “en el interior”. En efecto, ese es el sentido que se aplica a pasajes como Mt 23: 6:

¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro (ἐντὸς) del vaso y del plato, para que también lo de fuera (ἐκτὸς) sea limpio.

El término ἐκτὸς/ektos (fuera) es el antónimo de ἐντὸς/entos (dentro). Varias traducciones académicas y modernas reconocen como posible traducir ἐντὸς/entos por “entre” o “dentro”, y hay comentarios interesantes en sus notas, basándose en que la respuesta está dirigida a los fariseos, a quienes Jesús está reprendiendo. Así lo explica, por ejemplo Juan Straubinger:

Jesús se presentó en la humildad para probar la fe de Israel; pero las profecías, como también los milagros, mostraban que era el Mesías (Cf. 16, 16 y nota). Como observa el P. de la Brière y muchos otros, en el sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús está hablando con los fariseos”.2

Lo mismo leemos en la nota al versículo 21 en la Biblia de Jerusalén:

Como una realidad ya operante. También se traduce «dentro de vosotros», lo que no parece estar directamente indicado en el contexto3

No obstante en su traducción del Nuevo Testamento, David Bentley Hart respeta la traducción de ἐντὸς/entos como “dentro”:4

[I]t is occasionally argued that this phrase [entos hymōn] would be better translated “among you” or “in your midst,” especially by those who instinctively prefer social to mystical construals of Jesus’s teaching; but this is surely wrong. Entos really does properly mean “within” or “inside of,” not “among,” and Luke, in both his Gospel and the book of Acts, when meaning to say “among” or “amid,” always uses either the phrase…[en meso] or just [en], followed by a dative plural; and his phrase for “in your midst” is [en meso hymōn] as in [Luke] 22:27…He uses entos only here, with a distinct and special import.

Pero el contexto no es de Jesús sólo frente a los fariseos, sino de la pequeña comunidad de Jesús y sus discípulos frente a los fariseos. En efecto, en el versículo 22 se inicia un discurso que abarca hasta el versículo 37 dirigido a sus discípulos. Por consiguiente, la traducción “dentro” está sostenida por la utilización del mismo vocablo ἐντὸς/entos en Mt 23: 6 como por los versículos siguiente, cuando continúa hablando a los discípulos. Sin embargo, hay una tercer posibilidad, y es que se trate de una interiorización del reino: la confirmación del reino espiritual y al mismo tiempo el rechazo al establecimiento de un orden político temporal en el que creían los judíos del primer siglo, tanto los fariseos como los mismos discípulos de Jesús.


Notas

1Traducción al Lenguaje Actual es una versión de la Biblia que se caracteriza por buscar que el texto bíblico sea más accesible a los lectores contemporáneos; su primera edición es de 1986 por la Sociedad Bíblica de América Latina.

2Straubinger, Juan, La Santa Biblia…, vol II, Club de Lectores, Buenos Aires, 1991, p., 104.

3Biblia de Jerusalén, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1975, p., 1484.

4Bentley Hart, David, The New Testament. A Translation, Yale University Press, New Haven, 2017.

El método de oración hesicasta, según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos

Jean-Yves Leloup, Questions de “Meditation” nº 67, Ed. Albin Michel.

Cuando X, un joven filósofo, llegó al Monte Athos, había leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa, particularmente la pequeña filocalia de la oración del corazón en los relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos silenciosos a la búsqueda de “hesychia”, es decir, de paz interior. Contar con detalle cómo llegó al padre Serafín, que vivía en un eremitorio próximo a San Pantaleón, sería demasiado largo. Digamos únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no era un discurso más sobre la oración o la meditación sino una “iniciación” que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por experiencia y no sólo de “oídas”. El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y gemía, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de leer en los corazones. Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del monje: En usted no ha descendido más abajo del mentón. De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado. Usted… no es posible… que maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas… Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni a las entrañas… Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de encarnación del espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies. “Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía, era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad”. El joven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él “hasta el mentón”. Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según Evagiro Póntico, el padre Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: “Antes de hablar de la oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña…”. Y le mostró una enorme roca: “Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a verme”.

Meditar como una montaña.

Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería a la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento. En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una montaña quiere decir tomar peso, estar grávido de presencia. Los primeros días al joven le costaba mucho quedarse inmóvil, con las piernas cruzadas, con la pelvis ligeramente más alta que las rodillas. Una mañana sintió realmente lo que quería decir meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso, inmóvil. Formaba una sola cosa con ella, silencioso bajo el sol. Su noción del tiempo había cambiado ligeramente. Las montañas tienen un tiempo distinto, otro ritmo. Estar sentado como una montaña es tener la eternidad delante, es la actitud justa para el que quiere entrar en la meditación: saber que está la eternidad detrás, adentro y delante de sí. Antes de construir una iglesia es necesario ser piedra y sobre esta piedra (esta solidez imperturbable de la roca) Dios podría construir su Iglesia y hacer del cuerpo del hombre su templo. Así comprendía el sentido de la palabra evangélica: “Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Se quedó así varias semanas. Lo más duro era pasar varias horas “sin hacer nada”. Era menester volver a aprender a estar, simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la meditación misma del Ser, “del simple hecho de Ser”, antes de cualquier pensamiento, cualquier placer o dolor. El padre Serafín le visitaba cada día, compartía con él sus tomates y algunas aceitunas. A pesar de esta régimen tan frugal, el joven parecía haber ganado peso. Su paso era más tranquilo. La montaña parecía haberle entrado en la piel. Sabía acoger su tiempo, acoger las estaciones, estar silencioso y tranquilo, a veces como la tierra árida y dura, otras veces como el flanco de una colina que espera la cosecha. Meditar como una montaña había modificado igualmente el ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a “ver” sin juzgar, como si diese a todo lo que crece en la montaña “el derecho de existir”. Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes… El joven empezó a gemir. “Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como los guijarros del camino… La meditación hesicasta tiene el enraizamiento, la estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un tocho muerto sino un hombre vivo”. Tomó al joven del brazo y le condujo hasta el fondo del jardín donde, entre las hierbas salvajes, se podían ver algunas flores. “Ahora ya no se trata de meditar como una montaña estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso la montaña”.

Meditar como una amapola

Así fue como el joven aprendió a florecer. La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le había enseñado la montaña. Pero la meditación es también una “orientación” y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse hacia el sol, volverse desde lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de ello la aspiración de toda su sangre, de toda su savia. Esta orientación hacia lo bello, hacia la luz, le hacía a veces enrojecer como una amapola. Aprendió también que para permanecer bien orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su columna vertebral. Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado, con la mirada vuelta al corazón y las entrañas. Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del staretz le miraron con malicia. “Eso era para los forzudos de otros tiempos. Estaban llenos de energía y había que recordarles la humildad de la condición humana. Doblarse un poco el tiempo de la meditación no les hacía ningún daño… pero tú más bien tienes necesidad de energía y por tanto, en el tiempo de la meditación, enderézate, estáte vigilante, ponte derecho vuelto hacia la luz, pero sin orgullo… por otro lado, si observas bien la amapola, te enseñará no sólo el enderezamiento del tallo sino además una cierta flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y también una gran humildad”. En efecto la enseñanza de la amapola consistía también en su fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer pero también a marchitarse. El joven comprendía mejor las palabras del profeta: “Toda carne es como la hierba y su delicadeza es la de la flor de los campos. La hierba se seca, la flor se marchita… Las naciones son como una gota de agua de rocío en el borde de un cubo… Los jueces de la tierra apenas plantados, apenas arraigados…, se secan y la tempestad se los lleva como paja” (Is 40). La montaña le había enseñado el sentido de la eternidad, la amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer lo Eterno en la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es florecer el tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se nos ha dado amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las amapolas? Aprendía así a meditar “sin objeto ni beneficio”, por el placer de ser y de amar la luz. “El amor tiene en sí mismo su propia recompensa”, decía San Bernardo. “La rosa florece porque florece, sin por qué”, decía también Angelus Silesius. La montaña florece en la amapola, pensaba el joven, todo el universo medita en mí. Ojal pueda enrojecer de alegría todo el tiempo que dure mi vida”. Este pensamiento era sin duda excesivo. El padre Serafín comenzó a sacudir a nuestro filósofo y de nuevo le cogió por el brazo. Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a una pequeña cala desierta. “Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las amapolas. Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el océano”.

Meditar como el océano

El joven se acercó al mar. Había adquirido un buen cimiento y una orientación recta; estaba en buena postura. ¿Qué le faltaba? ¿Qué podía enseñarle el chapoteo de las olas?. El viento se levantó. El flujo y reflujo del mar se hizo más profundo y eso despertó en él el recuerdo del océano. En efecto, el viejo monje le había aconsejado meditar “como el océano” y no como el mar. Cómo había adivinado que el joven había pasado largas horas al borde del Atlántico, sobre todo de noche, y que conocía ya el arte de poner de acuerdo su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro… y luego soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien que se deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las respiraciones del océano. Eso le había conducido a veces al borde de extraños desvanecimientos. Pero la gota de agua, que en otro tiempo “se desvanecía en el mar” guardaba hoy su forma, su consciencia. ¿Era efecto de su postura?, ¿de su enraizamiento en la tierra?. Ya no era el ritmo profundizado de su respiración quién le llevaba. La gota de agua conservaba su identidad y sin embargo sabía “ser una” con el océano. De este modo el joven aprendió que meditar es respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del aliento. Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en la superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos van y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil. Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el fondo del océano. Todo esto se hacía cada día un poco más vivo en él y se acordaba de las palabras de un poeta que le habían impresionado en su adolescencia: “La existencia es un mar lleno de olas que no cesan. De este mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira cómo de las profundidades del mar aparecen en la superficie innumerables olas mientras que el mar queda oculto en ellas”. Hoy el mar le parecía menos “oculto en la olas”, la unidad de las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la multiplicidad. Tenía menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible y lo invisible. Todo constituía el océano único de su vida. En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah, el pneuma, el gran soplo de Dios? “El que escucha atentamente su respiración, le dijo entonces el monje Serafín, no está lejos de Dios. Escucha quién est ahí, al final de tu expiración, quién está en el origen de tu inspiración”. En efecto, había momentos de silencio más profundos entre el flujo y reflujo de las olas, había allí algo que parecía llevar en sí el océano.

Meditar como un pájaro

Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz, respirar como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre Serafín; ahora debes aprender a meditar como un pájaro. Y le llevó a una pequeña celda cercana a su eremitorio donde vivían dos tórtolas. El arrullo de los dos animalitos le pareció de momento encantador pero no tardó en ponerle nervioso. Parece que escogían el momento en que caía dormido para arrullarse con las palabras más tiernas. Preguntó al viejo monje que significaba todo aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La montaña, la amapola, el océano, podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué hay de cristiano en todo ello), pero proponerle ahora este pájaro lánguido como maestro de meditación era demasiado. El padre Serafín le explico que en el Antiguo Testamento la meditación se expresa con la raíz traducida en general al griego por m‚l‚t‚ -meletan- y en latín por meditari-meditatio. En su forma primitiva la raíz significa “murmurar a media voz”. Igualmente se emplea para designar gritos de animales, por ejemplo el rugido del león (Is 31,4), el piar de la golondrina y el canto de la paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso. “En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído junto a una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la garganta, no sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios día y noche… Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a veces palabras sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con una alegría sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar subir ese canto que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a ti el perfume de la flor… Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho en su significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en el corazón de todos los monjes del monte Athos: “Kyrie eleison, Kyrie eleison… ” Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas o entierros lo había oído traducido por: “Señor, ten piedad”. El monje se puso a sonreir: “Sí, es uno de los significados de esta invocación, pero hay otros muchos. Quiere decir también “Señor, envía tu Espíritu”, que tu ternura esté sobre mi y sobre todos”, “que tu nombre sea bendito”, etc, pero no busques demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revelar por sí misma. De momento sé sensible y estáte atento a la vibración que despierta en tu cuerpo y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta invocación, respira más profundamente, manténte erguido y conocerás el comienzo de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman”. Al cabo de algunos días el “Kyrie eleison” se le hizo más familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando hace la miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía entonces más interior y su vibración más profunda. El “Kyrie eleison” cuyo sentido había renunciado a “pensar” le conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba en la actitud del apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado: “Kyrie eleison”, mi Señor es mi Dios. La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está oculto en la raíz de toda existencia. El padre Serafín le dijo entonces: “Ya no estás lejos de meditar como un hombre. Tengo que enseñarte la meditación de Abraham”.

Meditar como Abraham

Hasta aquí la enseñanza del staretz era de orden natural y terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los antiguos monjes eran “terapeutas”. Más que conducir a la iluminación, su papel consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza sino que la restauraba y cumplía. Es lo que hacía el monje con el joven filósofo enseñándole un método de meditación que algunos podrían llamar “puramente natural”. La montaña, la amapola, el océano, el pájaro, eran otros tantos elementos de la naturaleza que recuerdan al hombre que debe ir más lejos, recapitular, los diferentes niveles del ser o incluso los diferentes reinos que componen el macrocosmos: el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal… A menudo el hombre ha perdido el contacto con el cosmos, con la roca, con los animales y esto ha provocado en él desazones, enfermedades, inseguridades, ansiedad. La persona humana se siente “de más”, extranjera en el mundo. Meditar era comenzar a entrar en la meditación y la alabanza del universo porque, como dicen los Padres, “todas las cosas saben rezar entes que nosotros”. El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma consciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas. Con la meditación de Abraham entramos en una consciencia nueva y más alta que se llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese “tú” que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres. Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres. Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda de esa mirada. Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento, la orientación positiva hacia la luz, la respiración apacible de los océanos, el canto interior, el joven estaba invitado a despertar el corazón. “He aquí que de repente tú eres alguien”. Lo propio del corazón es, en efecto, personalizarlo todo y en este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo lo que es y respira, nombrarlo, llamarle “mi Dios, mi Creador” e ir en su Presencia. Para Abraham meditar es mantener bajo las apariencias más variadas el contacto con esta Presencia. Esta forma de meditación entra en los detalles concretos de la vida cotidiana. El episodio de la encina de Mambr nos muestra a Abraham “sentado a la entrada de la tienda, en lo más cálido del día”; allí acoger a tres extranjeros que van a revelarse como enviados de Dios. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es “practicar la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed, no te aleja del silencio son que te acerca a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes, no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los hombres”. El padre Serafín leyó al joven el famoso pasaje del libro del Génesis en que se trata de la intercesión de Abraham. “Abraham estaba delante de Yahvé… se acercó y le dijo: ¿Vas a suprimir al justo con el pecador? ¿Acaso hay cincuenta justos en la ciudad y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta justos que hay en su seno…?” Poco a poco Abraham fue reduciendo el número de los justos para que Gomorra no fuera destruida. “Que mi Señor no se irrite y hablaré una vez más: ¿Acaso se encontrarán Diez?” (Gen 18,16) Meditar como Abraham es interceder por la vida de los hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás de la misericordia de Dios. Este estilo de meditación libera el corazón de cualquier juicio y condena, en todo tiempo y lugar. Aunque sean muchos los horrores que pueda contemplar, llama al perdón y a la bendición. Meditar como Abraham lleva aún más lejos. Las palabras pugnaban por salir de la garganta del padre Serafín, como si quisiera ahorrar al joven una experiencia por la que él mismo había debido pasar y que despertaba en su memoria un temblor casi sutil… esto puede llevar hasta el sacrificio… y le citó el pasaje del Génesis en que Abraham se muestra dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac: “Todo es de Dios, murmuró el padre Serafín, Todo es de El, por El y para El. Meditar como Abraham te lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo que te es más querido… Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo… para Abraham era su hijo único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono moral, de esa confianza infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido común, todo te será devuelto centuplicado. “Dios proveerá”. Meditar como Abraham es adherirse por la fe a lo que trasciende el universo, es practicar la hospitalidad, interceder por la salvación de todos los hombres. Es olvidarse de uno mismo y romper los lazos más legítimos para descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros prójimos y al universo habitado por la infinita presencia del “Unico que es”.

Meditar como Jesús

El padre Serafín se mostraba cada vez más discreto. Notaba los progresos que hacía el joven en su meditación y oración. Varias veces le había sorprendido con el rostro bañado en lágrimas, meditando como Abraham e intercediendo por los hombres: “Dios mío, misericordia. ¿Que será de los pecadores?”. Un Día, el joven fue hacia él y le preguntó: padre ¿por qué no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su oración, su forma de meditar?. En la liturgia y en los sermones sólo se habla de él. En la oración del corazón, tal como se describe en la filocalia, hay que invocar su nombre. ¿Por qué no me dices nada de eso?”. El padre Serafín pareció turbarse; como si el joven le preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto. Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde: “Eso sólo el Espíritu Santo te lo puede enseñar. “Quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para rezar como el Hijo y tener con quién él llama su Padre, las mismas relaciones de intimidad que él y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordar todo lo que Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como hay que hacerlo”. El joven insistió: “Pero dime algo más”. El viejo sonrió: “Ahora, lo que mejor podría hacer sería gemir, pero tú lo tomarías como un signo de santidad; por lo tanto mejor ser decirte las cosas con sencillez. Meditar como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te he transmitido hasta ahora. Jesús es el hombre cósmico… sabía meditar como la montaña, como la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como Abraham. Su corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus verdugos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Practicando la hospitalidad con los que se llamaban enfermos y pecadores, los paralíticos, las prostitutas, los colaboracionistas… Por la noche se retiraba a orar en secreto y allí murmuraba como un niño “abba”, que quiere decir “papá”… Esto puede parecer insignificante, llamar “papá” al Dios transcendente, infinito, innombrable, más allá de todo. El cielo y la tierra se acercan terriblemente. Dios y el hombre se hacen una sola cosa… quizás hace falta que alguien te haya llamado “papá” en la oscuridad para comprenderlo… Pero tal vez hoy estas relaciones íntimas de un padre y una madre con su hijo ya no signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por eso yo prefería no decirte nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu Santo pusiera en ti los sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que ese “abba” no saliera de la punta de los labios sino del fondo de tu corazón. Ese día empezar s a comprender lo que es la oración, la meditación de los hesicastas”.

Ahora vete

El joven se quedó algunos días más en el monte Athos. La oración de Jesús le llevaba a los abismos, a veces al borde de una cierta “locura”. “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”, podía decir con san Pablo. Delirio de humildad, de intercesión, de deseo de que “todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad”. Se hacía amor, se hacía fuego. La zarza ardiente ya no era para él una metéfora sino una realidad: “Ardía pero sin consumirse”. Fenómenos extraños de luz visitaban su cuerpo. Algunos decía que le había visto andar sobre el agua o estar inmóvil a treinta centímetros del suelo… Esta vez el padre Serafín se puso a gemir: “­Ya está bien! Ahora vete”. Y le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas El joven se fué. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y no vieron nada espiritual en su barba más bien sucia ni en su aspecto más bien descuidado… Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de su staretz. Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como una montaña en la terraza del café. Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la amapola (“toda flor se marchita”) y de nuevo su corazón se volvía hacia la luz que no pasa nunca. Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma, respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de Dios, invocaba su nombre y murmuraba: “Kyrie Eleison”. Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham. Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de infamias, era feliz meditando con Cristo… Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener “aire de santo”… Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su presencia.

El modo de vida tradicional

Por Antonio Medrano.

¿Cuál es la forma de vida propia del hombre de la Tradición? ¿Cuáles son la actitud y el estilo existencial más conforme a la vía tradicional? ¿Cómo hemos de conducirnos en nuestra vida diaria si queremos recorrer el camino el camino que la Sabiduría perenne nos enseña? ¿Qué pauta o norma de vida podemos seguir para aproximarnos cada vez más a su verdad en medio de un ambiente hostil como el de la actual civilización? He aquí algunos de los interrogantes que se plantean de forma inmediata quienes entran por primera vez en contacto con la doctrina tradicional, todos aquellos que comienzan a despertar al resplandor de su luminoso e imperecedero mensaje.

Puesto que la Tradición o la Sabiduría es ante todo vida, una forma integral de vivir, una realidad para ser vivida en todos y cada uno de los momentos de la existencia, no podría formularse pregunta más certera y oportuna como ésta acerca de la forma de vivir tradicional. Es esta la primera pregunta que todos deberíamos hacernos, no por pura curiosidad intelectual, sino para darle respuesta y proceder después en consecuencia tratando de aplicar dicha respuesta a nuestra propia vida única y uniforme, válida indiscriminadamente y por igual para todos los seres humanos. Más que de modo de vida tradicional habría que hablar, en rigor, de modos de vida tradicionales; pues múltiples y diversas son las vías existenciales que presenta el mundo de la Tradición, ofreciendo en este campo una rica gama de posibilidades adaptadas a las diferencias de época y lugar, así como a la diversidad de tipos humanos y de formulaciones doctrinales. En primer lugar, la forma de vida varía, en numerosas cuestiones de detalle, según las tradiciones. No es el mismo el modo de vida de un musulmán que el de un hindú, o el de un cristiano y un taoísta, como tampoco serían evidentemente idénticas las normas que regirían la vida de un antiguo germano y aquellas a las que ajustaba su existencia un egipcio o un azteca.

Y, en segundo lugar, aun cuando nos situemos dentro del contexto de una misma tradición, el modo de vida diferirá según la inclinación vocacional predominante en cada “casta” o tipo humano, según el sexo y condición de cada persona y según su capacidad o nivel intelectual. Así, por ejemplo, no se prescribe la misma actitud ante la vida para un hombre que para una mujer, como tampoco se exigen las mismas virtudes o cualidades, ni se exigen con igual rigor, a un individuo con escasas dotes y a un ser especialmente inteligente, capaz de percibir las cosas con mayor claridad y penetración. De forma semejante, la norma de vida válida para un monje resulta inadecuada para un padre de familia, al igual que no pueden aplicarse los mismos criterios a un contemplativo y a un hombre inclinado a la acción. El estilo existencial de la casta sacerdotal ha de ser, por fuerza, diferente del que resulta característico de la casta guerrera o de la mercantil. Con todo, no puede desconocerse que esa múltiple y plural constelación de formas de vida tiene en común un núcleo de principios fundamentales, que es precisamente lo que les hace pertenecer a un mismo mundo espiritual, presentándolas como partícipes de un mismo arquetipo cultural y como variantes de una misma forma de vida: la cultura y la forma de vida tradicionales. Es la coincidencia en unas normas básicas comunes lo que, al mismo tiempo que une y hermana entre sí todas esas formas de vida, tan diversas, por otra parte las contrapone sin paliativos al modo de vida imperante en el mundo moderno, profano y antitradicional.

Resulta, pues, legítimo hablar de una forma tradicional de vida, de la cual las diversas variantes a que hemos aludido no serían sino expresiones o modulaciones particulares. Las diversas formas tradicionales de vida son, en efecto, adaptaciones de la Vida normativa y esencial de la Tradición, al igual que las distintas tradiciones se perfilan como expresiones adecuadas a las diferentes condiciones humanas de la Verdad eterna, una y única. Es este modo de vida normativa y esencial, subyacente a todas las culturas tradicionales, lo que vamos a intentar bosquejar aquí en sus líneas maestras y con un lenguaje lo más asequible y escueto posible, sin tecnicismos, erudiciones ni florituras literarias. Y lo haremos, claro está, sin perder nunca de vista que nuestras palabras van dirigidas a personas cuya vida se desenvuelve preferentemente o de forma predominante en el mundo de la acción, y que han nacido y crecido en un ambiente refractario a las realidades y fuerzas, de naturaleza espiritual, que configuran tal modo de vida, como ocurre con la moderna civilización occidental.

En aras a la claridad, procuraré hacerlo de una manera esquemática, casi telegráfica, destacando varios puntos que me parecen especialmente importantes, aunque serán inevitables ciertas repeticiones o reiteraciones, dado lo entrelazados que se hallan entre sí los diversos aspectos analizados. Estas repeticiones ponen en evidencia hasta que punto tiene coherencia y unidad la forma tradicional de vida. Como nota o elementos fundamentales de la actitud tradicional ante la vida cabría destacar las siguientes:

1.- Asentar la vida en auténticos principios. Guiarse por la Verdad, elegir como base y cimiento de la propia vida los principios inmutables de la Tradición o Sabiduría universal. Completo acatamiento de la doctrina tradicional: tener siempre presentes sus enseñanzas y seguir sus orientaciones; conformar la totalidad de nuestra existencia a sus directrices y consejos. Supeditar a la Norma impersonal de la doctrina -que es el criterio de la pura objetividad- todos nuestros criterios, juicios, opiniones, tendencias, impulsos y actos, reduciendo a la mínima expresión, o mejor aún, erradicando por completo, el capricho y la arbitrariedad, la manía de originalidad y de independencia individual, el afán de protagonismo, el criticismo racionalista o sentimental y cualquier otra manifestación del individualismo.

La vida del hombre tradicional se distingue, ante todo, de la del hombre moderno, por este criterio doctrinal, por esta sumisión a la verdad y a los principios: mientras la vida del primero se halla inspirada por entero en una doctrina que orienta, ordena y da sentido a todos los aspectos de su existencia (una auténtica doctrina: sagrada, sapiencial, supra-humana, de origen trascendente, situada por encima de los criterios y las opiniones individuales), la del último se desarrolla con independencia de cualquier orientación doctrinal, al margen de toda doctrina, ignorando incluso lo que esta palabra significa. Careciendo de una pauta normativa que guíe su vida, el hombre moderno vive a su antojo, hace lo que le da la gana. El hombre tradicional, en cambio, vive como es debido, hace no lo que le apetece o le place, sino lo que es correcto, lo que es justo y necesario. Su comportamiento se ajusta a la Norma, y por eso puede ser calificado de normal, en la plena y genuina acepción de la palabra. Su manera de pensar, de hablar y de obrar se desarrolla con normalidad, en contraposición a la anormalidad del vivir moderno, completamente desorientado y desnortado en su radical anomia (ausencia de nomos, de ley o norma). Todo esto supone, evidentemente, un esfuerzo previo de conocimiento y asimilación del contenido doctrinal de la Tradición. Una vez dado este paso, hay que dejar que su mensaje transformador y vivificante penetre de modo natural en las diversas esferas y facetas de nuestra vida, de tal modo que vaya modelando, rectificando y ajustando nuestra misma manera de ser, nuestro modo de ver las cosas y de vernos a nosotros mismos, nuestra forma de comportarnos y de reaccionar ante los acontecimientos.

2.- Sacralizar y ritualizar la propia vida. Hacer que en ella se haga presente con la mayor intensidad posible la dimensión ritual y simbólica que constituye uno de los ingredientes capitales del mundo tradicional (para lo cual se hace imprescindible insertarse en una vía tradicional concreta; es decir, abrazar y seguir alguna de las diversas tradiciones ortodoxas). Rodearse de los ritos y símbolos sagrados de la Tradición, empapando con su luminosa influencia el propio ambiente existencial: el hogar, el recinto de trabajo, la indumentaria, el horario y el ritmo de vida. Procurar que el propio existir adquiera un perfil y un contenido sacrales, con contornos ritualizados y con sentido simbólico, en la medida en que lo permitan las condiciones de vida imperante en la civilización actual y las circunstancias personales de cada cual. Aprovechar, de manera especial, aquellos resortes y técnicas que la cultura sagrada pone a nuestra disposición para abrirnos a lo alto y plasmar en la vida diaria los contenidos de lo sacro: oración, meditación, lectura de textos sagrados, recitación de mantras o fórmulas sagradas (jaculatorias, invocaciones), práctica de mudras o gestos rituales (postraciones, genuflexiones y reverencias, santiguarse, gasho o saludo ritual con las manos unidas), adopción de asanas o posturas correctas. Sacralización de la misma postura, tanto física como mental, que se tenga en cada momento. Revestirse de un hábito o hálito cultural, litúrgico y sacrificial, incorporando al propio vivir esa componente de culto que es consustancial a la auténtica cultura (la palabra “cultura” viene de culto cultivo: el cultivo de la tierra efectuado con los ritos adecuados, realizando sobre ella un culto que la consagra y la vuelve fecunda). Hacer de nuestra vida entera un acto de culto, un servicio divino.

3.- Unidad, integración y concentración. Buscar lo que nos une, lo que nos unifica y fortalece, lo que nos permite superar la desunión, el conflicto y el desgarro interno, y nos hace ser “un reino unido”, para decirlo con palabras de San Francisco de Sales. Afianzar la unidad en nosotros mismos. Esto -“unión”, “unidad”- es lo que significa la palabra sánscrita Yoga: toda disciplina sagrada es, en realidad, un yoga, una vía de unidad. La del hombre tradicional es una vida entera, íntegra, unida y bien ensamblada, de una pieza. Es un todo armónico, perfectamente trabado, en el que cada parte o parcela se integra orgánica y solidariamente con las demás. Y por eso es una vida plena de sentido. Es la totalidad simbolizada por el círculo, a la que cuadran en su más estricta significación las voces “integridad” y “entereza” (lo que está entero, lo que es “redondo”, completo o consumado). Todo lo contrario que ocurre al hombre moderno, cuya vida se halla desintegrada, escindida, descentrada, formando un informe y caótico conglomerado, sin centro ni eje de unidad.

Hay que practicar y cultivar todo aquello que nos haga ganar en integridad, interioridad, profundidad, elevación, centralidad y armonía. Así, por ejemplo: introspección, reflexión, contemplación, trabajo, estudio, arte, música, silencio, ejercicio físico y mental. Asentar nuestra vida en el orden, en la paz y el sosiego, en la calma y la quietud creadoras. Apartar, por el contrario, lo que nos divide y debilita. Eliminar, o reducir a su mínima expresión, cuanto signifique desintegración, disociación (entre religión y vida, entre teoría y práctica, entre trabajo y arte, entre lo que se dice y lo que se hace), agitación, dispersión, disipación, distracción (el vivir distraídos, no la distracción que supone una sana distensión del ánimo), superficialidad, frivolidad, ruido y desorden. Hay que procurar estar bien centrados. Articular la propia vida en torno a un centro inconmovible. Tener siempre presentes los principios que son el centro de nuestra vida. No estar continuamente mariposeando, yendo de un lado para otro, cambiando de ideas, de proyectos o de actividades. Centrar la atención en una sola cosa, con la duración que haga falta. No aturdirse proponiéndose hacer muchas cosas; no pretender abarcar demasiado, para ganar en calidad e intensidad. Aprovechar cualquier ocasión que se ofrezca para concentrar las propias energías. Elegir como norma la estabilidad y la firmeza. Cultivar las virtudes de la continuidad, el tesón, la paciencia, la tenacidad y la fidelidad como medios para habituarse a concentrar la atención y el esfuerzo durante tiempo prolongado. Ir a lo esencial. Frente a la tendencia actualmente dominante, en que la vida se vuelve superficial, trivial e insustancial, quedando la vida interior asfixiada por la agitación externa, dar primacía a lo interno sobre lo externo y superficial, antepones lo importante y esencial a lo accidental y accesorio. “¡Oh hombre, hazte esencial!”, recomendaba Angelus Silesius.

4.- Rectitud, nobleza, autenticidad y pureza de vida. Mantenerse siempre en el Recto sendero. Vivir en conformidad con la Ley divina, con la Norma eterna, con el Dharma universal. Rectitud en palabras, obras y pensamientos; que la totalidad de la propia existencia se rija por una actitud pura, justa y noble. Esforzarse por hacer siempre el bien y por hacer todo bien: actuar con voluntad de perfección; hacer con primor, esmero y exquisito cuidado cuanto hagamos, dando lo mejor de nosotros mismos. Comportamiento serio y responsable, atenido a lo que la inteligencia y la conciencia nos dictan, que sopese bien las consecuencias de sus propios actos. Ser sumamente cuidadoso en los propios planteamientos intelectuales o mentales: no dejarse embaucar por esa demagogia íntima que tantas veces obnubila la razón. Asegurarse de que nuestras ideas están bien fundadas, se justifican, no son fruto de la arbitrariedad, del capricho o de un arrebato momentáneo. Practicar los valores y virtudes que hacen que la vida sea auténticamente humana y digna de ser vivida: honradez, valentía, fidelidad, lealtad, prudencia, discreción, amabilidad, gratitud, perseverancia, diligencia, laboriosidad.

Asentar la propia vida en el amor a la verdad, en la sinceridad. Evitar la falsedad y la mentira, la doblez y la hipocresía, la traición a la propia norma interior, la colaboración las fuerzas del caos o la rendición a sus incitaciones. No engañarse ni engañar a los demás. Que la verdad guíe nuestra acción, procurando no equivocarnos, no caer en el error ni desviarnos del recto proceder. Que nuestra vida sea íntegra y auténtica, dando preferencia al ser sobre el aparentar.

Esta línea de alta exigencia moral supone nobleza, magnanimidad, grandeza de alma: el ideal helénico e la megalopsychia y el indo-ario del mahatma. Sólo un alma noble se siente atraída por tan noble y excelsa norma de conducta; sólo en un alma grande pueden entrar y tener cabida tan elevados principios; sólo un alma grande y noble puede responder a lo que de ella se pide y a las altas exigencias que plantea el Camino recto. Cultivar esta nobleza es uno de los principales propósitos de la disciplina tradicional.

5.- Vivir en armonía con el ritmo cósmico. Ajustar la propia vida a las leyes eternas de la Naturaleza, expresión de la Voluntad del Creador. El hombre es un cosmos en pequeño, un microcosmos, y ha de regirse por las mismas leyes que regulan el macrocosmos, el grandioso edificio del universo. Esto significa llevar una vida, sana, natural, ordenada, sencilla, sobria y equilibrada, absteniéndose de cualquier cosa que sea antinatural, de todo lo frívolo y superfluo, de lo que no es necesario o es perjudicial, de lo que sea artificio y ficción engañosa (así, por ejemplo, el ingente cúmulo de necedades, necesidades artificiales y problemas inventados que genera la civilización consumista). El orden de la propia vida ha de reflejar el Orden que rige la Creación.

Hay que ordenar la propia vida en todos sus aspectos: la mente, las ideas y los sentimientos, el horario y el calendario, las actividades que se realizan durante el día, las cosas que utilizamos y configuran nuestro ambiente vital. Se impone huir del desorden, de las situaciones caóticas, del lujo y la extravagancia, de lo excesivamente rebuscado o complicado. La naturalidad y la sencillez son el ideal del modo de vida tradicional, pues sólo una vida sencilla, austera y sin excesos puede ser una vida libre y auténtica, en la que arraigue la verdad.

6.- Respeto, cortesía, actitud amorosa y caritativa. Respecto a nosotros mismos y a todo cuanto nos rodea. Consideración reverente y responsable hacia la realidad en todas sus formas de expresión, hacia las leyes de la vida y hacia los seres que comparten con nosotros la existencia. Respeto al orden jerárquico, a la diversidad y a las diferencias cualitativas que configuran el entramado de lo real. Respeto a lo que tenemos por encima, por debajo y a nuestro lado. Respeto al prójimo, a aquellos que con nosotros conviven: respeto a sus inclinaciones y convicciones, a su vocación, a su espacio mental y vital, a su manera de ser y de entender la vida (postura esta que excluye el proselitismo, esa aberración tan característica del Occidente moderno, que le ha llevado a querer imponer su civilización al resto de los pueblos de la tierra).

Trato cortés, atento y amable con todo y con todos. No destruir, despreciar ni desperdiciar ningún bien. No maltratar ni ofender a ninguna de las cosas que tenemos ante nosotros o que utilizamos en la vida diaria. No perjudicar, no atacar, no dañar a nada ni a nadie. No mancillar nuestra propia dignidad ni la dignidad de la Creación. Mantener una actitud de sagrada veneración ante la Naturaleza, manifestación de la Realidad divina. Tratar con delicadeza, con la máxima atención y ternura las personas y los objetos (animales, plantas, cosas inanimadas) que nos acompañan en el peregrinar sobre la tierra, nos sirven como buenos amigos o fieles servidores y nos ayudan a vivir. Comportarse con todo lo existente con la responsable magnanimidad de un rey y con el entrañable afecto de un hermano. Saber cuidar las cosas que nos han sido dadas, que Dios nos ha confiado para poder cumplir nuestro destino y misión. Actitud comprensiva y compasiva hacia todos los seres, empezando por el ser que tenemos más cerca, que somos nosotros mismos: comprensión y compasión hacia mi propia persona; amarme a mí mismo como base para poder amar a los demás (amar y amarme que significa desear el bien para mí y par mi prójimo). El hombre tradicional abraza con su amor a la totalidad de las criaturas, viendo en ellas compañeros de camino e incluso hermanos. El universo entero cabe en su abrazo cordial y redentor, en el que se refleja el amor con que el Creador mira a su Creación y que recibe el nombre de “caridad cósmica”.

7.- Mente abierta, flexible y receptiva. Abertura del ánimo, en actitud de cordialidad, simpatía y empatía con todo cuanto vive. No cerrarse ni anquilosarse. Evitar cualquier forma de rigidez, de fanatismo, de obcecación o cerrazón mental. Conservar el propio espíritu siempre virgen, en un temple de frescor, blandura y flexibilidad que le capacite para dar la respuesta adecuada en cada ocasión y para adaptarse a lo que de él exijan las circunstancias. Estar dispuesto a rectificar o enmendar lo que sea necesario en la propia manera de ser y de actuar, a tenor de indicaciones certeras que se reciban. Actitud receptiva, acogedora, de escucha activa. No estar continua y exclusivamente oyéndose a sí mismo, obsesionado con los propios problemas e intereses. Vivir en continuo y generoso intercambio con cuanto nos rodea. Vivir con las ventanas del corazón abiertas al mensaje que nos llega de las personas y de las cosas. El universo entero es una revelación: a través de todos y cada uno de los hechos de la existencia se nos trasmiten verdades de la mayor trascendencia para nuestra vida espiritual. Cada momento, cada cosa y cada acontecimiento nos trae alguna enseñanza. Hay que colocarse en una disposición de ánimo que nos permita captar ese mensaje, esa voz íntima y secreta, prestos siempre a responder y corresponder como es debido, y a ofrecer ayuda allí donde sea necesario.

Solo en una mente abierta puede entrar la luz de la Verdad. Solo un espíritu totalmente abierto puede asimilar la doctrina tradicional. Por desgracia, el hombre ordinario vive encerrado en sí mismo, enclaustrado en su mundo y con su mente llena de vaciedades y fruslerías que le impiden captar lo realmente importante.

8.- Centralidad, equilibrio y mesura. El ritmo y la medida son los criterios existenciales del hombre tradicional, cuya vida se haya conformada por una aritmética y geometría sagradas. Mesura en todo: en el comer, en el beber, en el dormir y el descansar, en el pensar y el hablar, en el trabajar y el divertirse. Es el sé stesso misura (“se mide o mesura a sí mismo”) con que Dante define el comportamiento y estilo vital del hombre de bien (Purg. XVII, 98). Vida bien templada, sin los rigores de la frialdad o acaloramiento que suelen atormentar a los seres humanos: lejos tanto de frialdades glaciares, que hielan y endurecen el corazón, como de ardores abrasantes, que perturban la paz interior y arrasan cual violento incendio los campos del alma. Temperancia y moderación que eviten exageraciones y desviaciones dañinas, violentas intransigencias, radicalismos y rigideces, obsesiones y manías.

Buscar en todo instante el centro de equilibrio: el “Justo Medio”, equidistante del exceso y del defecto, del que habla la doctrina zoroástrica; el “Camino del Medio” de la doctrina budista; el “Centro aureo” postulado por Confucio y la tradición china; la senda simbolizada por el brazo central de la Y pitagórica. “En el centro está la virtud”, afirman al unísono tanto los autores clásicos del mundo grecorromano como los moralistas y místicos cristianos, Imponerse un método, una disciplina, una ascesis que, empleando técnicas perfectamente medidas, actúe como límite creador; una ascesis que no sea ni demasiado tensa ni demasiado relajada, ni excesivamente dura ni excesivamente blanda, distanciada por igual del hedonismo enervante y del ascetismo mortificador o masoquista. Guiarse, en las diversas vicisitudes y circunstancias del vivir cotidiano, por una mesurada austeridad, por una sana frugalidad y una noble sobriedad. Reducir al máximo los deseos, apetencias, aspiraciones y necesidades. Cultivar y fomentar tan sólo las aspiraciones y deseos nobles. Desechar todo lo degradante, lo que nos esclaviza al mundo de los sentidos, lo que acentúa el sentido del ego.

9.- Postura de radical desapego. La Abgeschiedenheit (“distanciamiento”, “apartamiento” o “aislamiento”) de la que habla Meister Eckhart, equivalente a la “pobreza de espíritu” evangélica. No vivir apegado a las cosas, agobiados por tareas y preocupaciones mundanas. No estar pendientes de lo que pasa y de cómo nos van las cosas; no estar movidos por la sed de dinero, de fama o de poder. Desprenderse del afán de poseer y dominar. No aferrarse a nada ni a nadie, de tal forma que no sintamos su perdida o nos desespere su desaparición; pues todo es perecedero y el aferrarse a ello, como si fuera a durar para siempre, no ocasiona sino dolor y pesar. Ánimo desprendido, desnudo, vacío, en radical soledad, con la mirada fija únicamente en lo Eterno. Lo que Eckhart llama “ánimo célibe” (lediges Gemüt); la “bondad indiferente” de Tertuliano, la “santa indiferencia” de los místicos españoles; el “soltar presa” que enseña el Zen. Ser pobre en medio de las riquezas: poseer las cosas con si no se poseyeran; no desearlas si no se poseen. Vaciarnos de todo: desprendernos de los impedimentos con que nos complicamos la vida y descargarnos del pesado e inútil bagaje que solemos acumular sobre nuestra alma.

La soledad interior como medio formativo y recurso liberador, como requisito para la inspiración y como base de la auténtica comunidad, no la soledad negativa, como aislamiento individualista e insolidario, como síntoma y amargo fruto del desamor. Un vivir solitario que es al mismo tiempo radicalmente solidario, pues está animado por el amor, nutriéndose de la Fuente del Amor eterno. Sólo con este desapego interior puede el hombre alcanzar la perfecta libertad; pues gracias a él consigue liberarse de sí mismo y de todo cuanto le rodea: ya no se ve afectado por los acontecimientos; los contratiempos no hacen mella en su ánimo, permanece siempre idéntico e impasible. Se instala en un estado de ecuanimidad, de equidad anímica o igualdad de ánimo (“la santa igualdad de ánimo”, que decía San Francisco de Sales). Sabe contemplar con un temple sereno la buena y la mala fortuna, el éxito y el fracaso, la alabanza y la censura.

10.- Eliminación del egoísmo. Extirpar cualquier tendencia egocéntrica y egolátrica. “El ego es el infierno”, repiten insistentemente los místicos cristianos, hindúes, musulmanes y budistas. El camino de la libertad pasa por el sometimiento y aniquilación del ego. Es el camino de la abnegación y del anonadamiento (el self-naughting de la mística inglesa). Ser nada para serlo todo. Hemos de vivir en un estado de completa sumisión a la Voluntad divina, ofreciendo a Dios todo cuanto hagamos o poseamos y aceptando todo cuanto él nos envíe. La voluntad propia debe borrarse para dejar paso a la Voluntad de Dios. En la vida cotidiana hay que mantener una postura de desconfianza y distancia hacia el propio yo: hacia todo lo que de él surja (emociones, opiniones, juicios, apetencias, preocupaciones, dudas, temores). Nuestro peor enemigo está dentro de nosotros: es nuestro ego, nuestro yo. De él provienen todos nuestros problemas. Este es el adversario que hemos de vencer si queremos que despierte y se afirme nuestra realidad espiritual.

Desprenderse de la noción de “yo y lo mío”, que de ordinario condiciona nuestra actuación y nuestro pensamiento a lo largo del día. Procurar vivir en un estado de anonimato, como si no fuéramos nada ni nadie. Como paso previo, ya que este nivel de total anulación del ego es sumamente difícil, convendrá que el ego adopte una actitud servicial, poniéndolo al servicio de la Verdad y haciendo que se considere servidor de Dios y del prójimo, con lo cual se irá depurando hasta que llegue a esfumarse casi por completo. Para liberarnos del egoísmo disponemos disponemos de un doble antídoto: la humildad y la generosidad. La humildad nos hace reconocer que somos muy poca cosa, que estamos llenos de debilidades y limitaciones, que somos falibles y corruptibles, y que todo cuanto tenemos lo debemos. La generosidad nos lleva a reconocer la valía y grandeza fuera de nosotros, a admirar lo que nos supera y a subordinarnos a ello, a entregarnos a lo grande y noble, a dar con liberalidad (prefiriendo dar a recibir) y a pensar en los demás antes que en nosotros. Operando conjuntamente, humildad y generosidad nos impulsan a buscar por encima de todo el bien, la verdad y la belleza, al tiempo que nos permiten someternos con facilidad y sin problemas a lo que por naturaleza estamos sometidos.

11.- Acción pura y desinteresada, realizada con sentido sacrificial. Hacer aquello que debe ser hecho sin preocuparse por las consecuencias que de ello se puedan derivar para nuestra persona. Cumplir el propio deber, con independencia del agrado o disgusto que nos ocasione la tarea a realizar y sin consideración al éxito o fracaso, a los buenos o malos resultados que se puedan conseguir, al aplauso o la crítica con que sean acogidos nuestro proceder y obra realizada. A la hora de emprender una actividad, no tener en cuenta las perspectivas de triunfo o derrota, de ganancia o pérdida, de premio o castigo, sino tan sólo la rectitud y conveniencia de la acción a realizar. Es el ideal del Karma Yoga de la tradición hindú: la acción desvinculada de los frutos, efectuada con total desprendimiento y ofrendada a Dios, sabiendo que él es el verdadero Hacedor, que nosotros sólo somos sus instrumentos.

Hacer bien las cosas no porque se nos vaya a premiar nuestra buena conducta, sino por amor al bien. Abstenerse de hacer el mal no porque uno vaya a ser castigado, sino por espontáneo y radical rechazo del mal como algo contrario a nuestra naturaleza. Vivir la acción como sacrificio, en la significación etimológica de la palabra: sacer facere=”Hacer Sacro” . Inmolar el ego en el altar de dicho sacrificio, hacer que se consuma en las llamas de ese fuego sagrado. Obrar con total desapego, sin ego, sin la noción “yo soy el que hace”, sin pensar que voy a obtener esto o aquello, que hay un sujeto que va a ser derrotado o va a salir vencedor. Realizar a conciencia, incluso con ilusión y entusiasmo, las tareas que nos correspondan, esforzándonos por que la nuestra sea una obra bien hecha. En los combates que haya que emprender, luchar con el mayor ímpetu por alcanzar la victoria, pero sin obsesionarnos con ella y sin temer tampoco la derrota. Perder y ganar con el mismo buen ánimo, como el buen deportista. Actuar, trabajar y combatir con espíritu deportivo. Actitud lúdica ante la vida, participando gozosamente en la Danza y el Juego de Dios, lo que los hindúes llaman el Lila divino.

12.- Vivir en perpetuo estado de alerta interior. Mantener una permanente actitud de atención y vigilancia (el sati budista). Estar siempre despiertos, atentos a lo que pasa dentro y fuera de nosotros. Ser en todo momento conscientes de lo que hacemos, pensamos y decimos; mantener bajo atenta observación los movimientos de nuestro cuerpo, nuestros impulsos y motivaciones, las conmociones que tienen lugar en nuestra alma. Darse cuenta cabal de la realidad en que vivimos inmersos, percibiendo con nitidez hasta sus más ínfimos detalles. Visión circular capaz de hacerse cargo de la totalidad de la situación ya la que nada pase inadvertido.

No vivir distraídos, despistados o atontados, dormidos o aletargados, sumidos inconscientemente en el puro devenir horizontal, como muertos en vida, como zombis o robots con apariencia humana. No permitir que nuestra mente funcione a base de automatismos y reacciones inducidas, como si fuéramos entes teledirigidos manipulados por quienes detentan los poderosos medios de comunicación de la moderna sociedad de masas. No dejar que la existencia vaya discurriendo sin apercibirnos del hondo misterio que encierra, sino justo lo contrario: despertar a la vida y estar siempre en guardia manteniendo la postura erguida y acechante del centinela que vela el tesoro de la ciudad interior. Es esta una actitud indispensable para el conocimiento de sí mismo y del mundo. Y es asimismo la única vía posible para conseguir la sumisión del ego, en lugar de ser él quien nos someta y esclavice.

13.- Vivencia del instante presente. Entrega íntegra y total a la acción del momento. Concentrarse en lo que uno hace en cada instante, con completo olvido de todo lo demás. Vivir de lleno, limpia e intensamente en el “aquí y ahora”. No estar pendiente de lo que fue o de lo que será, de lo que ha pasado ayer o de lo que puede pasar mañana. No dejar que nos invada la preocupación por el futuro ni el lamento o el remordimiento por lo ya acontecido. Identificarse con el quehacer actual, fundirse con la tarea que tenemos entre manos, sea ésta la que sea. Poner todo nuestro ser en aquello que hacemos , ya sea comer o trabajar, meditar o caminar, rezar o descansar, hablar con un amigo o contemplar una obra de arte. Consagrarnos a ello en cuerpo y alma, con todos nuestros sentidos, como si nos fuera en ello la vida (que realmente nos va en ello), como si de los más vital y trascendente se tratara, viviéndolo como algo sagrado. Fundirnos con lo real, con lo que es -es decir, con lo que ante nosotros aparee como dado en este momento-, en vez de estar contínuamente pensando en lo que podría ser o nos gustaría que fuese, lamentando no poder estar en tal o cual sitio y echando de menos esta o aquella actividad más grata y apetecible que podríamos estar haciendo ahora. De este modo la vida queda anclada en el Eterno Presente, en el Ahora supremo en el que resplandece la Presencia de Dios.

La vivencia del presente exige también no perder el tiempo; saber aprovechar cada pequeña parcela de ese bien tan valioso e irrecuperable que la Providencia pone a nuestra disposición; no permitir que el tiempo pase indolentemente; no dejar que se esfume desaprovechado o desapercibido ni un solo minuto de nuestro existir cotidiano. Todo lo contrario de esa actitud que se resume en la locución “matar el tiempo”. Matar el tiempo es matarse poco a poco. Perder el tiempo es perder la vida, suicidarse lentamente. Sólo quien emplea bien su tiempo en buenas acciones, plenas de contenido, salva su vida, la hace provechosa y le da sentido.

14.- Esfuerzo heroico y voluntad combativa. Para vivir la vida como es debido hace falta tensión afirmadora, espíritu de lucha, energía interior, fuerza y tenacidad, virilidad espiritual (la virya indo-aria, la virtus romana, la areté helénica). Esfuerzo sostenido con persistencia, exigencia y rigor, acción continuamente orientada a la perfección. Trabajar y trabajarse sin cesar. Desconfiar de todo lo que sea pasividad, abandono, inercia, ociosidad, somnolencia, abulia, desidia, dejarse llevar. Empeño y resolución para realizar el propio destino, para llevar a cabo la misión única e intransferible que nos ha sido encomendada en esta vida, para modelarnos y perfeccionarnos, para avanzar en el sendero de la Liberación y la Iluminación. Coraje y determinación para vencer todas las dificultades que se interpongan en nuestro camino. Y sobre todo tesón y perseverancia en la consecución del objetivo propuesto y en la práctica de la disciplina elegida. no desanimarse por los fallos y errores que se cometan; no rendirse ante la constatación de la propia debilidad. Lucha implacable contra las potencias del caos y de las tinieblas, dondequiera que se insinúe su presencia, y de un modo especial en el terreno que más nos concierne y que tenemos más próximo: en su proyección dentro de nuestro propio ser. Dicho con otras palabras: guerra sin cuartel contra el dragón que se oculta en la caverna de la propia individualidad. Es lo que la doctrina tradicional designa con el nombre de “gran guerra santa”. La vida ha de ser vivida como un combate al servicio de Dios, como una lucha sagrada por el triunfo de las fuerzas del orden y la luz. “Milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, dice la Biblia.

15.- Autodominio y señoría de sí mismo. Imperio sobre la propia individualidad. Lo que Lao-Tse llama “conquistar y conservar el Imperio”. Ser dueño y señor del propio mundo psíquico y mental, de las propias reacciones y emociones. No dejarse llevar por los sentimientos; no permitir que la propia irracionalidad nos maneje y nos dicte la manera de pensar, de hablar y de actuar. No enajenar ni alienar nuestra vida interior. Vivir desde uno mismo, y no desde instancias externas, a impulsos de resortes ajenos. No estar a merced de lo que ocurra en nosotros o en torno nuestro; no estar sujeto a los vaivenes que pueda experimentar el alma. Dominar las pasiones, en vez de dejar que sean ellas las que nos dominen. Poseer las cosas en vez de ser poseído por ellas. Que nada pueda mandar sobre nosotros, esclavizarnos o sojuzgarnos. Que le propio mundo personal sea semejante a un imperio o reino bien regido, sin rebeldías ni insubordinaciones ilegítimas, obediente a la Ley del Cielo. Un imperio fuerte y poderoso, pero al mismo tiempo benigno, suave, humano, flexible. Que la propia vida se organice como una comunidad rectamente ordenada, articulada con arreglo a la justicia y de acuerdo a la correcta jerarquía, con un principio dominador firmemente asentado en el propio centro. Que la realidad espiritual, el Yo superior, mande como rey sobre le plano de lo físico y psíquico, sobre el yo inferior, efímero y contingente. Sólo sobre esta base es posible la verdadera libertad. Ser libre es dominarse, ser dueño de sí, ejercer un control inteligente, justo y sereno sobre el propio ser, sometiéndolo a los dictados de la inteligencia y de la Norma espiritual -sometiéndolo, no tiranizándolo-.

16.- Claridad, lucidez, racionalidad. Comportamiento lógico y racional, animado por el logos ordenador, por la razón clarificadora y desbrozadora de las sombras que suelen adueñarse del alma. Mantener en todo instante un estado de claridad mental, de luminosidad intelectual, de lúcido discernimiento. No tolerar que la propia mirada se vea nublada por el error o la ignorancia (la avidya de la doctrina budista y vedantina, la ceguera espiritual). Impedir que el elemento irracional determine los criterios rectores de nuestra vida. Moverse en un permanente clima de inteligencia y sensatez: que en el propio mundo psíquico impere la luz y que en él no se ponga nunca el sol de la cordura.

Mantenerse alejado de la insensatez, la torpeza física y mental. Huir de todo lo que sea confusión, ofuscación, ideas poco claras, sentimentalismo (predominio de lo sentimental, el sentimiento como criterio y regla de vida), oscuro misticismo, sugestiones colectivas, gregarismo y fenómenos de masas, manipulación de los estratos subconscientes de nuestra psique (cosas todas ellas que están a la orden del día en los tiempos que corren). Evitar cualquier clase de intoxicaciones, adicciones o espasmos emotivos que ofusquen y ensombrezcan nuestra mente, que disminuyan nuestra consciencia, que rebajen nuestra lucidez intelectual y nuestra fuerza volitiva. No consumir drogas, narcóticos o productos alucinógenos, que adormezcan o inhiban nuestra capacidad de acción y reacción, que nos hundan en la penumbra o siembren en nuestra alma la desidia o la impotencia. No abusar de las sustancias calmantes y estimulantes, en las que el hombre moderno tiende a confiar ciegamente, delegando en ellas el control de su vida. Evitar que haga presa en nosotros las técnicas de envilecimiento, de condicionamiento de la mente y de amaestramiento colectivo que tan enorme desarrollo han adquirido en la civilización moderna. Al hablar de la necesidad de evitar las drogas, esto incluye también aquellos productos intoxicantes más sutiles, que podríamos calificar de drogas culturales, psíquicas o mentales, con las que se nos bombardea sin cesar y que forman parte del lavado de cerebro y de carácter a que se ve sometido el hombre de hoy.

17.- Actitud profundamente objetiva y realista. No desvirtuar, tergiversar, distorsionar ni violentar la realidad. Ver las cosas tal como son, y no pretender verlas como quisiéramos que fueran, proyectando sobre ellas nuestro subjetivismo deformante. Conservar una postura de central imparcialidad, de impersonal objetividad, que excluye no sólo cualquier actitud partidista o sectaria, sino también el ilegítimo aferramiento a preferencias individuales, el teñir la realidad con el color de los propios deseos o el encastillamiento en enfoques parciales. Normas básicas a tener en cuenta son aquí: el no engañarse con las propias construcciones mentales o mediante ingeniosos malabarismos dialécticos; el aceptar la realidad en toda su desnudez, en vez de sacrificarla o supeditarla a los propios gustos, apetencias o manías; saber captar la verdad objetiva, sin deformaciones interesadas; anteponer la verdad a cualquier otra consideración y acostumbrarse a preferir la verdad pura y simple a cualquier interpretación edulcorada de los hechos. Es necesario, sobre todo, mantener una actitud imparcial y neutral ante nuestra propia vida anímica: ante nuestras alteraciones emocionales, ante los altos y bajos que pueda experimentar nuestra alma, ante el impacto del placer o del sufrimiento, ante las consecuencias afirmadoras o negadoras del yo que traigan consigo los acontecimientos. Sólo así podremos dejar de vernos zarandeados por las conmociones del psiquismo.

18.- Aceptación, confianza y alegría. Alegre y serena aceptación de lo que ocurre, de todo aquello que la vida nos trae, viendo en ello algo que Dios nos envía para nuestro propio perfeccionamiento. Gozosa afirmación de la vida, con todos sus bienes y pesares, considerada como un don de Dios que hay que saber aprovechar para hacer rendir los talentos que se nos han dado. Y al mismo tiempo, tranquila aceptación de la muerte, mirada cara a cara, sin rechazo ni temor. Confiar en la Providencia divina, en la Ley sabia y amorosa que rige el orden cósmico. Conformidad con el propio destino, con la propia suerte y condición (el propio karma), sabiendo que nada es casual, que todo tiene su sentido, pues descansa en una profunda lógica y obedece a leyes precisas que rebasan nuestra comprensión. No quejarse ni caer en el pesimismo. No caer tampoco en un ciego fanatismo, sino actuar con energía cuando se trata de enmendar una situación deplorable o indeseable. Ver las cosas por el lado bueno y positivo. Saber extraer lo mejor de las experiencias, como la abeja que saca la miel de las flores amargas.

Fidelidad al svadharma, a la ley o norma del propio ser, a la norma que rige nuestra naturaleza personal y nos señala nuestro destino. Lejos de hallarse movido por la ambición, por el afán competitivo, por la obsesión de progreso y ascenso en la escala social (la absurda manía de ser o aparentar ser más que los demás o, cuando menos, de igualarse al que está por encima), el hombre tradicional no anhela otra cosa que estar en el propio puesto, aquél que corresponde a su propia naturaleza, a su más íntima vocación, a sus cualidades, aptitudes y méritos. No hay nada más alejado de la norma tradicional que la insatisfacción, la agresividad, el perpetuo descontento, la envidia y el resentimiento, actitudes malsanas que son fomentadas y atizadas por la moderna civilización del igualitarismo y el consumismo. Una vez más, naturalidad, rectitud, autenticidad y sencillez. El hombre tradicional vive conectado a las fuentes de la alegría (el Ananda o Gozo divino). Por eso es inasequible a las potencias abisales que entenebrecen la existencia humana y extienden sobre ella el negro velo de la tristeza, que es el peor veneno del alma. Vive contento con lo que es y lo que tiene. No se rinde jamás a la amargura, la angustia o la apatía. Su temple vital se caracteriza por la simpatía, el sentido del humor y una jubilosa ingenuidad. La sabiduría se compadece mal con estados del alma como la irritación, la melancolía, la adustez, el desabrimiento y el malhumor; es risueña y jovial, como lo prueba la sonrisa que resplandece en el rostro del Hombre divino, sabio o liberado (Cristo, buddha, Lao-Tse, Ramana Maharshi). También en este punto su forma de vivir se presenta en abismal contraste con la del hombre moderno, cuya vida es triste y angustiada, insípida y monótona, aburrida y sombría, amenazada por la depresión y la náusea vital, lo que le lleva a buscar la evasión en paraísos artificiales, tan lúgubres como penosos y esclavizadores.

19.- Llenar la vida de belleza y poesía. Vivir con sentido poético; esto es, con sabiduría y amor, proyectando luz sobre las cosas, descubriendo las profundas riquezas que encierra la vida. Moverse y mirar el mundo con vocación creadora y armonizadora, con una visión de totalidad, incorporando al propio vivir la fuerza renovadora que en sí contiene la poesía. Hacer de nuestra propia vida una obra de arte, una realidad bella, armónica y bien formada, en la que se realice de forma efectiva la síntesis de aquellas tres cualidades del Ser -el bien, la verdad y la belleza- puestas de relieve por la filosofía platónica. Incorporar la elegancia, la finura y la delicadeza a las diversas manifestaciones que configuran nuestra existencia cotidiana.

La cultura tradicional se halla bañada en un mar de poesía y belleza. Todo en ella es bello y va envuelto en un delicado aliento poético: desde los textos sagrados a la arquitectura de los templos, desde los símbolos de los utensilios que es usan en la actividad diaria, desde el vestuario a las formas de vida. A diferencia de lo que ocurre en la moderna civilización industrial, donde el arte es algo separado de la vida cotidiana, reservado a una minoría de individuos privilegiados y ociosos, en la cultura tradicional todo hombre es un artista y un poeta: todo lo que hace tiene un valor poético y artístico; va creando arte y poesía a medida que vive. Si la belleza es el resplandor de la verdad, una vida que esté enraizada e inspirada en la verdad será una vida bella, de la misma forma que quien da la espalda a la verdad o la desprecia estará condenado por fuerza a penar bajo el error y el horror, cayendo en una existencia fea y deforme. La vida del hombre tradicional, lo que es tanto como decir del hombre normal, se halla en las antípodas de la vida prosaica del hombre moderno, una vida gris y opaca, que se ve asfixiada por la fealdad y la insustancialidad, abrumada por enormes monstruosidades de toda índole.

20.- Disciplinar el cuerpo y la mente. Ejercitar el cuerpo, para fortalecerlo, endurecerlo y darle flexibilidad y resistencia. Saber aprovechar todas sus energías y desarrollar todas sus potencialidades, de tal modo que se convierta en un firme apoyo para la obra de elevación y realización espiritual. No olvidar nunca que la meta a alcanzar es el desarrollo integral, armónico y equilibrado de la persona. La doctrina tradicional -distante por completo de aquellas aberrantes corrientes espiritualistas que creen ver un irreductible antagonismo entre espíritu y materia, entre alma y cuerpo, mirando con desprecio este último- valora con especial énfasis el ejercicio físico y el cultivo de la realidad corporal del ser humano, actitud que tiene su fundamento doctrinal en la consideración de lo sensible como manifestación de la realidad espiritual y en la estrecha conexión existente entre cuerpo, alma y espíritu. Prueba de ello es la importancia que en la cultura tradicional adquieren el trabajo manual, la artesanía, el canto y la danza, el deporte como acción sacral (los juego griegos, las artes marciales orientales, el Hatha-Yoga). La música y la gimnasia son las dos palancas propuestas por Platón para la formación del hombre ideal (yendo comprendida en la noción griega de “música” también la poesía). Cabría recordar asimismo el importante papel que en las técnicas iniciáticas desempeñan la postura corporal, el mismo ritmo de la respiración o la concentración en determinadas zonas del cuerpo. En la doctrina cristiana el cuerpo humano es concebido como “templo vivo del Espíritu Santo”, de la misma forma que el universo se revela como cuerpo y templo de Dios.

Más importante aún que la disciplina del cuerpo, es la disciplina de la mente. Somos lo que pensamos. De como funcione nuestra mente, depende cómo sea nuestra vida. La mente es lo mejor y lo peor que tiene el hombre: lo mejor, cuando está controlada, cuando ha sido afinada y depurada; lo peor, cuando campa por sus respectos y se agita desbocada, sin control ni freno alguno. Hay que someter y purificar la mente para que se vuelva flexible, transparente y permeable a la influencia del espíritu. Entonces funcionará de manera correcta, convirtiéndose en un espejo que refleja la luz de la Mente divina. En realidad, el adiestramiento y fortalecimiento del cuerpo ha de cooperar a esta labor de catarsis mental, tal y como lo expresa el viejo adagio latino mens sana in corpore sano.

21.- Conciencia de la Presencia divina. Hay que recordar sin cesar, tener viva en la mente, como un dato de la más palpitante evidencia, la idea de que la Divinidad se halla presente en el centro de nuestro ser y en el mundo en que vivimos, en todo cuanto nos rodea. Lo Absoluto no es algo extraño y distante, sino una realidad omnipresente; presente en el universo entero y en lo más íntimo de nosotros mismos.

Tener conciencia de la Presencia divina significa ser consciente de que Dios es la raíz misma de nuestra vida, que sin él nada podemos y que a él pertenece todo cuanto somos, cuanto tenemos y cuanto hacemos. Conservar siempre vivo en nuestro espíritu el recuerdo de Dios e invocar en todo instante su Nombre. Vivir con la convicción de que el Ser supremo está más cerca de nosotros que nosotros mismos y que la Fuerza divina es lo que actúa en, por y a través de nosotros. Ver a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios. Sentir la Divinidad en todas partes y en todo momento; pues no hay nada que exista fuera del Espíritu, no siendo la existencia universal sino la manifestación de la Realidad absoluta, la expresión de la Verdad última (la Deidad, el Tao, el Brahman, la Budeidad o Naturaleza-Buddha, según la designación que recibe el Principio supremo en las diversas tradiciones).

La repetición continua del Nombre divino (el dhikr islámico, el japa hindú, el nembutsu budista, la “oración de Jesús” o la invocación del Sagrado Corazón cristianas) es el método empleado en todas las tradiciones para permitir al individuo concentrarse en la Presencia inefable y mantener vivo el recuerdo de lo Eterno. En entero edificio tradicional, con la forma de vida correspondiente, descansa en este recuerdo que nos devuelve la memoria de lo que somos y nos remite al Origen y el Fin de nuestra vida, indicándonos de dónde venimos y adónde vamos.

Regla para eremitas

Padre Fray Alberto E. Justo, O.P.

Para los que vivimos en cualquier parte.
En el mundo o fuera de él

más allá de todo mundo
y en cualquier tiempo

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LECTOR:

Tienes la oportunidad de dejar este mundo y de seguir al Señor. No dudes un instante. No permanezcas observando lo que queda atrás, en el camino, ni sueñes con tu fantasía, gestando fantasmas en un futuro que no es y que, seguramente, nunca será.

Deja. Aventúrate, en cambio, por las sendas de la Eternidad, que ya están a tu disposición. No sólo no están lejos sino que en este mismo instante se abren para ti.

Tal vez pensabas que alcanzarías una vida mejor mudando de lugar o escapándote del tiempo. Nada de eso. Aquí hallarás una pequeña senda para horadar el instante y el lugar en que te encuentras y pasar del otro lado. Más allá.

No te turbe tu pasado. No te angustie el mañana. Simplemente estás aquí y ahora con el Señor. Es Él quien te llama.

Y no quieras saber otra cosa. No te pierdas en vericuetos ni te distraigas en tu propio laberinto. No te justifiques buscando razones para escapar de la senda del Señor. Que no te deslumbren los espejismos de un mundo que perece.

Aquí intentamos no caer en el precipicio de la muerte. Aquí pedimos al Señor la Salvación… No pretendemos dar lecciones sino aprender a abrir las puertas de par en par al Salvador.

Abre estas páginas y reconoce, en ellas, una insinuación. Una suerte de invitación a subir mucho más alto. Solo son un punto de partida.

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PRIMERA PARTE

Conducta y actitudes en la jornada

1. Al comenzar el día, ármese, el lector, con la señal de la Cruz y conságrelo, todo entero, en un breve acto al Señor.

2. Renuncie explícitamente, con una cortísima invocación, a cualquier vanidad o distracción durante la jornada. Haga el propósito, sinceramente, de no apartarse del Señor. Recuerde el aforismo de San Juan de la Cruz que nos enseña que sólo Dios es digno del pensamiento del hombre.

3. Pida, en fin, con plegarias e invocaciones, la gracia de la contemplación y de su perseverancia.

4. Sepa que el diablo lo tentará con muchisimas distracciones u ocupaciones disfrazadas de la razón de bien. Rechace, con vigor, estos engaños y no viva volcado hacia afuera sino recogido y advertido. Pida al Señor el don del discernimiento y busque la paz. Su principal ascesis sea el silencio.

5. No por mucho empeñarse logrará mejores resultados. Combata la ansiedad que lo oprime y permanezca quieto, atento al silencio interior. El Señor no quiere esos sus trabajos y sus cosas sino a toda su persona. No pierda el tiempo.

6. El mundo, en el que le toca peregrinar, se asemeja al caos. La mayoría de los hombres, en los centros urbanos, vive en desorden y desarmonía. No tema, ni se deje atrapar por ningún lazo. Sobre todo, no preste atención a lo efímero.

7. La mano izquierda no ha de saber lo que hace la derecha. Transcurra la jornada en olvido de sí.

8. Recuerde que lo más grande siempre resulta incómodo. Con la ayuda de Dios vencerá cualquier asedio. El Verbo de Dios, en la estrechez e incomprensión de este mundo, en su humillación y obediencia, no pierde grandeza sino que es exaltado.

9. No se apresure. Deténgase y sosiéguese. No haga una cosa después de otra con precipitación. Anímese a dejar que se vaya su medio de locomoción. No corra detrás de nada. Vuélvase a cerrar delicadamente las puertas cuando pasa a través de ellas y, como aprenden los Cartujos en su Noviciado, no las cierre de un golpe sino articulando su mecanismo. Entre paso y paso descubrirá el silencio.

10. Interrumpa, con frecuencia, sus movimientos. Respire hondo e invoque al Señor antes y después de cada paso. Sosiéguese. No se apresure ni en hablar ni en responder.

11. No se apresure por hacer esto o aquello. Con antelación a cualquier trabajo o empeño diga una jaculatoria. Desconfíe de sus propias urgencias.

12. Sea firme en sus convicciones, pero siempre dispuesto y pronto para abrazar la verdad.

13. Trabaje en silencio, sin decir lo que hace. No busque reconocimiento ni aplauso. Acepte lo que la misma Providencia le depara en todo lo que se refiere a sus acciones.

14. Sepa, en todo lo que emprende, que su Patria verdadera es el Cielo y que ahora se halla en el misterio del exilio. Pero no olvide que encontrará ya el cielo en su alma. Su mismo espíritu le anticipa la eternidad.

15. No establezca ni se ate con un horario rígido. Adhiera a un orden armónico que pueda, fácilmente, adaptar. Busque también la belleza en la sucesión de las horas.

16. Intente integrar las sorpresas, esto es: lo imprevisto. No desvanezca ante ello. La vida contemporánea abunda en lo que no se aguarda. En ocasiones se trata de las trampas del diablo para que pierda el equilibrio en su camino. No preste atención ni se angustie, que todo pasa. Continúe como si nada ocurriera, morando en el silencio de su propio interior. Cultive la paz.

17. Aprenda a vivir en algunos minutos o, quizá, en algunas horas, lo que otros viven a lo largo de todo su tiempo. Así la soledad, el retiro, el recogimiento… Sea monje de un sólo día. Aproveche los momentos y las auroras. Descubra en las horas y en los paisajes, en la música y en toda manifestación de la belleza, la hondura de su verdadera soledad interior.

18. Se ha dicho que el verdadero hombre es el del verdadero día, del eterno día. Es capaz de vivir toda la vida en un solo día. Quizá porque todas sus jornadas son las de siempre. Oriéntese, pues el lector y peregrino, hacia el último día. Cada instante le entregará la Eternidad.

19. Aprenderá a prolongar los instantes privilegiados, cuando el tiempo es atravesado verticalmente. Así la Santa Misa, como toda celebración de la Liturgia en la que haya participado. Y aún aquéllas que le son lejanas, en el tiempo y en el espacio. Únase, por dentro, a la vida que no ve y que, sin embargo, requiere de su plegaria y de su vigilia.

20. Lo mismo en los instantes de silencio y de recogimiento. Especialmente descubra el misterio religioso de la noche y haga de esas horas su propio desierto.

21. Tenga en cuenta que velar en la noche puede ser mayor que esconderse en el fondo del desierto. La soledad –decía André Louf– era un porción del mundo que servia al ermitaño para situarse en el universo. La porción que ahora le pertenece es: tiempo. Vigile y vele, según sus posibilidades, y proyecte su vigilia en todas las horas.

22. Tenga presente lo que enseñaba San Isaac el Sirio: si un monje, por razones de salud, no pudiese ayunar, su espíritu podría, por las solas vigilias, obtener la pureza de corazón y aprender a conocer en plenitud la fuerza del Espíritu Santo. Pues sólo quien persevera en las vigilias puede comprender la gloria y la fuerza que se esconden en la vida monástica.

23. Permanezca en vigilia por medio de la oraciones breves. Practique la Lectura espiritual y, a ser posible, rece, diariamente, todas las horas del Oficio Divino.

SEGUNDA PARTE

Elementos generales

El lector ha de tener en cuenta su posición con respecto al mundo, una vez que lo ha dejado todo por Dios. La formulación exacta es la siguiente: se ha dejado a sí mismo y ha acudido al llamado del Señor que es su vida. Antes que cualquier decisión posterior se ha postrado para adorar. Con ello reconoce el primado de la contemplación.

Ahora, con abandono, siga su camino y observe:

24. No afincarse en época ni en lugar alguno. Renunciar decididamente a cualquier forma de poder aún cuando aparezca conveniente o con el pretexto de contribuir a formas apostólicas. Despojarse de cualquier medio y presentarse en el Nombre y la Palabra de Dios. No apelar a ninguna alianza ni servirse de ella.

25. No habitar espiritualmente ningún lugar transitorio. Los cristianos habitan el mundo pero no son del mundo… los cristianos viven de paso en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción en los cielos (Ep Diogn. VI.3 y 8), Habitan sus propias patrias como forasteros… Toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña (Ibid. V.5). Ser, por tanto, peregrino en el desierto de este mundo.

26. Abandonarlo todo en el Señor. Abandonar todo es consecuencia de la metanoia. Lo que caracteriza el desierto interior es el total abandono en el Señor. La apatheia cristiana – ha dicho Hans Urs von Balthasar – es lo contrario de una técnica hecha para protegerse del sufrimiento, es el puro abandono al amor eterno, más allá del placer y del dolor. Dejar de lado previsiones e inquietudes. Péguy decía que no es mayor pecado la inquietud que la pereza.

27. La renuncia a cualquier poder de este mundo, comporta armarse de las propias fatigas. La misma palabra kopos utilizada por San Juan (Jn. 4,38) y por San Pablo (I Cor. 3,8) para designar las fatigas del apostolado es empleada en los Apotegmas de los Padres para expresar los trabajos del monje.

28. Dejar cualquier compromiso con el poder de este mundo implica, desde luego, disponerse a la contemplación y a la única obra de Dios.

29. El peregrino no ha de temer la lucha sino confiar en la Gracia del Señor con humildad y con paciencia. Tenga presente el siguiente texto de Diadoco: La impasibilidad no consiste en no ser atacado por los demonios, pues entonces deberíamos, como lo dice el Apóstol, irnos de este mundo (I Cor. 5,10), sino en permanecer inexpugnables cuando nos atacan (XCVIII-160).

30. Practique el silencio interior según el siguiente Apotegma: El Abad Isaac estaba sentado un día junto al Abad Poimén; se oyó, entonces, el canto de un gallo. Aquél dijo: ¿es posible oír esto aquí, Abad? El otro respondí: ¿Isaac, por qué me fuerzas a hablar? Tú y los que se te asemejan escucháis esos sonidos, pero el hombre vigilante no se preocupa por ello (Poimén 107 – Sentencias 245).

31. Convertirse en discípulo que sabe escuchar y discernir. En muchas ocasiones los sonidos manifiestan el silencio. En efecto, lo importante no es lo que llega sino cómo lo recibimos.

32. Permanecer débil y vulnerable, sin fuerzas, sin alianzas comprometedoras, sin tratados ni defensas. En lugar de espiritualidades, dar lugar al Espíritu.

33. Tenga el corazón fijo en Dios y cuando padezca la adversidad o sufra algún despojo, o lo que sea, no se compadezca a sí mismo ni se observe, no guarde en la memoria ni recuerde. Pase por encima de las miserias de este mundo, respetando y aceptando el nivel de cada cosa.

TERCERA PARTE

El Recogimiento

34. El recogimiento es lo esencial de esta Regla. Se entiende por recogimiento la unificación interior de la persona en la Presencia de Dios.

35. Aún cuando no pudiera, por motivo válido, ser observado uno u otro de los artículos de esta Regla, bastará esta tercera parte para cumplir con ella.

36. Vivir de la Presencia de Dios en todo tiempo y lugar y someterle todo.

37. Estos artículos no se refieren, desde luego, a cuanto compete al cristiano en su condición de tal. Presuponen el llamado a la santidad y a la unión con Dios. En cambio apuntan al recogimiento habitual de los que perciben una especial vocación a la contemplación y a la intimidad con el Señor.

38. La Contemplación consiste en atender y adherir a la Presencia de Dios en el fondo, raíz y centro de nuestro ser. Teniendo en cuenta que ésta es una gracia, viva de ella y pídala constantemente. Recuerde que el contemplativo no conoce más o menos que otros, sino que –como decía un cartujo– es capaz de extasiarse donde los demás pasan con indiferencia.

39. La Contemplación no es un camino de conocimiento sino un llamado a una experiencia que trasciende todo camino o proyecto.

40. Disponga de un tiempo infinito para Dios. Practique, asiduamente, la Lectura espiritual.

41. Si, alguna vez, se hallara en un ambiente adverso y descubriera que los más cercanos son los más distantes, convierta todo ello en escuela de Caridad y aprenda a trascender, por lo alto o por lo bajo, las imposiciones de cualquier lugar.

42. No deje de combatir. Sea fiel y constante. Huya de los laberintos. La lucha es siempre saludable. Sea perseverante en las pruebas.

43. Silencio y recogimiento. Solo Dios basta. En un corazón puro no existen más disonancias ni distancias con Dios. Está abierto al Misterio y se halla en conformidad con la Voluntad del Padre. El auténtico silencio es propio de un corazón puro, semejante y unido al Corazón de Dios. Podrá, pues, vivir en un silencio completo cuando descanse sin reparos, como un niño, en el mismo Señor.

44. El silencio consiste, sobre todo, en callar para oír algo siempre más grande. Deje sus análisis y el alud de sus deducciones. Permita que el silencio se manifieste en su interior. Puede estar muy empeñado en todo tipo de actividades y, al mismo tiempo, gozar del silencio, que es patrimonio del alma y expresión de Dios.

45. No cometa agresiones ni abuse de cuanto pasa. Respete y no se apresure a responder o a intervenir en lo que sea. Mira con benevolencia. Todo está a su favor.

46. Libérese de todo lo que no lo atañe. No dependa de personas o de situaciones. Calle las voces que lo lleven a analizar en exceso. Busque su refugio y su auxilio en sólo Dios. Nunca será defraudado.

47. Corazón puro. Unificado en el Señor. Va a Dios por Dios. Dios mismo es su vida. Que la invocación del Nombre de Jesús le recuerde, constantemente, la Presencia del mismo Señor y su unidad interior e intima en Él.

48. Encuentre el misterio del desierto en su proprio interior y en cuanto eventualmente lo circunda.

49. Toda desolación o prueba podrá conducirlo, si así lo quiere, al Misterio de Cristo.

50. Es propio del solitario estar con el Señor en su Agonía. Ofrezca y consagre las horas y el sufrimiento consciente de su fecundidad.

Los eremitas de hoy viven en la ciudad

Texto de Vittorio Messori.

Su número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico. Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana, larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.

Una página que se inició cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas: grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y serpientes como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra su voluntad– una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el destino de quien en Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que marcaría los siglos siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como eremita pero su misma fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a transformarse en maestro y legislador de cenobios.

La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios, puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales» a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.

Se decía que el silencio de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas, fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación –rara, pero insuprimible– desde luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como «consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.

Las estadísticas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social, pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños, que si nos atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con veinte mil personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras confesiones cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento, contemplación

Parece que entre los nuevos ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación americana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se encuentra en el campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los ermitaños actuales es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. La mayoría tiene entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están por debajo de los treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven ermitaño, viejo diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un distintivo. No sólo: la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su «desierto», dado que el anacoreta buscará huir de toda «dispersión», y por tanto, de los trabajos en fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto casi nunca asegura unos ingresos suficientes para que una vida no se deslice desde la pobreza hasta la indigencia. Ésta es una de las razones por la que muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más suerte para el sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo. Todas las experiencias dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos. Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad, algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que provienen.

Pero, ¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera «comunitaria», «social» que ha arruinado muchos ambientes religiosos. El exceso de insistencia en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y escritas, han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas «inútiles» según el mundo y, desgraciadamente, también según cierto eficientismo cristiano actual. La sencilla regla que él mismo se escribe, y que si quiere somete a la aprobación del obispo, prevé, sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual, de meditación. Prevé vigilias, ayunas, penitencias, renuncias. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misterios vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto, no es un desertor». Nada de un desertor, sino más bien un creyente que, en vez del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por todos, en la soledad y en el silencio más radicales.

Respublica Spiritualis

Ya está a la venta Respublica Spiritualis: Un estudio de la cultura teológica en el Río de la Plata (siglos XVII-XIX). Editorial Cruzamante, Buenos Aires, 2023.

ISBN: 978-950-9294-30-1

Está a la venta mi libro bajo el sello de Ediciones del Cruzamante, una edición de mi tesis de maestría aprobada con sobresaliente por la Universidad de San Andrés.

Puede conseguirse en

CLUB DEL LIBRO CÍVICO, dirección: Marcelo T. de Alvear 1326/48 – Local 147. Teléfono 4813-6780

e-mail: claudio.clublibrocivico@gmail.com

Atención lunes a viernes de 13 a 19 hs

Les comparto en formato PDF el resumen del libro, el índice y el resumen.

La Iglesia como agente transformador

La Radical Orthodoxy es un movimiento teológico y filosófico postmoderno que surgió a fines del siglo XX y cobró fuerza en el siglo XXI como respuesta a la clara decadencia de la modernidad y el secularismo. En esencia, este movimiento busca recuperar la unidad pre-moderna de la teología y la filosofía, desafiando la bifurcación epistemológica y ontológica que caracteriza el pensamiento moderno. De esta forma, la Radical Orthodoxy aboga por un compromiso teológico integral con todo el espectro del conocimiento humano, afirmando que el cristianismo proporciona un marco sólido para interpretar la realidad, la existencia humana, la sociedad y el mundo.

Un elemento central de los principios de la Radical Orthodoxy es una crítica profunda de la modernidad, que se considera una ruptura con la conexión orgánica entre la fe y la razón. Según sus defensores, la desintegración de la teología de otras disciplinas académicas, particularmente la filosofía, ha llevado a una cosmovisión fragmentada y desprovista de significado trascendente. Al abogar por la reintegración de la teología y la filosofía, la Radical Orthodoxy busca recuperar la rica herencia intelectual de la tradición cristiana y explorar su relevancia para abordar los desafíos contemporáneos.

Una característica distintiva de la Ortodoxia Radical es su énfasis en la participación y la sacramentalidad. Arraigada en una ontología sacramental, esta perspectiva considera el mundo material como impregnado de la presencia divina, haciendo de los sacramentos un medio transformador de encontrar a Dios. Mientras que para la teología sacramental de la Iglesia Ortodoxa, por ejemplo está profundamente arraigada en el concepto de θέωσις (Theosis) o divinización, y los sacramentos son vistos como misterios (μυστήριον) a través de los cuales los creyentes participan de la naturaleza divina y se unen a Cristo, para la Radical Orthodoxy los sacramentos, si bien poseen una naturaleza transformadora, se subraya el papel de los sacramentos en la impreganción del mundo material con la presencia divina, se enfatiza la inmanencia de lo divino en el Κόσμος (Kosmos). De esta manera se aboga por una comprensión holística de la realidad dónde lo sagrado y lo lugar están entrelazados.

Además, la Ortodoxia Radical postula la radicalidad de Cristo como el núcleo de su marco teológico. La figura de Cristo, que representa la paradoja Dios-hombre, se convierte en el punto de convergencia entre teología y filosofía. El mensaje radical de Cristo desafía los supuestos seculares prevalecientes de la modernidad y critica la hegemonía ideológica de la teología liberal que ha acomodado al cristianismo para encajar dentro de un marco secularizado.

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos pasar ahora a la pregunta de qué es la Iglesia o Εκκλησία. Ella es una comunidad sacramental, pero no en el sentido de que en ella se mantienen y resguardan los sacramentos en el sentido tradicional, sino que ella encarna la presencia transformadora de lo divino en el mundo. La Εκκλησία se extiende más allá del ámbito privado y constituye un testimonio contracultural que desafía las tendencias secularizadoras de la sociedad contemporánea. Así, la Εκκλησία ιερό μυστήριο (Iglesia como sacramento) es el lugar o espacio en el cual ocurre el encuentro transformador con lo divino, permitiendo a los creyentes la participación de la vida de Cristo. La Iglesia es una extensión de la Encarnación del Λόγος, en la cual converge el Reino material y espiritual y los sacramentos (Ιερό Μυστήριο) no son simplemente un medio para alcanar una gracia, sino el medio de santificación de los individios y del orden creado o Κόσμος.

La Εκκλησία entonces no es un refugio ante la modernidad, sino un agente transformador del mundo. No es el lugar para escapar y quedarnos refugiados, recreándonos en un onanismo espiritual con prácticas antiguas por el simple hecho de que son antiguas. La Iglesia no es un museo de ceremonias y ropas donde cada cual, entiende más o menos lo que quiere y se erige con el derecho a excomulgar a quien no se ajusta a su sistema de pensamiento, donde cada “guardia” del museo se ve a si mismo como el director de la misma. No, ella no es un depósito de glorias pasadas, ella no es un esqueleto. Ella es la Vida misma.

Cultura teológica y Radical Orthodoxy

El concepto de “cultura teológica”, desde la perspectiva de la escuela llamada “Radical Ortodoxy“, se vuelve central. En efecto, esta escuela de pensamiento busca ir más allá de comprometerse con varias disciplinas, incluidas la filosofía, la política, la literatura y la cultura, desde una perspectiva teológica; por el contrario, la Radical Ortodoxy propone el regreso de la Teología como disciplina rectora.

En esencia, la Teología no debe limitarse a discusiones confinadas dentro de la Iglesia institucional, sino que debe impregnar y dar forma a discursos culturales más amplios. Esta idea desafía la secularización de la cultura moderna y aboga por el “reencantamiento del mundo” a través de un retorno a una comprensión teológica profundamente arraigada.

Es entonces que damos paso a la cultura teológica. Dentro del marco de la Radical Ortodoxy esta implica la integración de ideas, principios y prácticas teológicas en todos los aspectos de la existencia humana. Busca recuperar las dimensiones trascendentes y espirituales de la vida, reconociendo que todas las facetas de la cultura, ya sea arte, política, ciencia o educación, pueden ser enriquecidas y elevadas por la reflexión teológica.

Autores como Graham Ward o Catherine Pickstock señalan rechazan la noción de compartimentar las creencias religiosas en una esfera privada, sino que insiste en la importancia de reconocer la interconexión entre teología y cultura. La teología es vista como el fundamento que da significado y propósito a las actividades humanas y actividades intelectuales. Al infundir a la cultura valores teológicos, la Radical Ortodoxy tiene como objetivo desafiar los supuestos seculares que prevalecen en las sociedades modernas y presentar una visión alternativa para enfrentar los desafíos contemporáneos.

Además, esta corriente critica la marginación de la teología del discurso intelectual y piden una reafirmación del papel de la fe en la formación de valores culturales. La cultura teológica no es una forma de imperialismo intelectual o un retorno a una sociedad teocrática, sino más bien un alegato a favor de una cosmovisión más inclusiva e integrada, que reconozca las importantes contribuciones de las tradiciones religiosas en la formación de la historia y la cultura humanas.