El concepto de “cultura teológica”, desde la perspectiva de la escuela llamada “Radical Ortodoxy“, se vuelve central. En efecto, esta escuela de pensamiento busca ir más allá de comprometerse con varias disciplinas, incluidas la filosofía, la política, la literatura y la cultura, desde una perspectiva teológica; por el contrario, la Radical Ortodoxy propone el regreso de la Teología como disciplina rectora.
En esencia, la Teología no debe limitarse a discusiones confinadas dentro de la Iglesia institucional, sino que debe impregnar y dar forma a discursos culturales más amplios. Esta idea desafía la secularización de la cultura moderna y aboga por el “reencantamiento del mundo” a través de un retorno a una comprensión teológica profundamente arraigada.
Es entonces que damos paso a la cultura teológica. Dentro del marco de la Radical Ortodoxy esta implica la integración de ideas, principios y prácticas teológicas en todos los aspectos de la existencia humana. Busca recuperar las dimensiones trascendentes y espirituales de la vida, reconociendo que todas las facetas de la cultura, ya sea arte, política, ciencia o educación, pueden ser enriquecidas y elevadas por la reflexión teológica.
Autores como Graham Ward o Catherine Pickstock señalan rechazan la noción de compartimentar las creencias religiosas en una esfera privada, sino que insiste en la importancia de reconocer la interconexión entre teología y cultura. La teología es vista como el fundamento que da significado y propósito a las actividades humanas y actividades intelectuales. Al infundir a la cultura valores teológicos, la Radical Ortodoxy tiene como objetivo desafiar los supuestos seculares que prevalecen en las sociedades modernas y presentar una visión alternativa para enfrentar los desafíos contemporáneos.
Además, esta corriente critica la marginación de la teología del discurso intelectual y piden una reafirmación del papel de la fe en la formación de valores culturales. La cultura teológica no es una forma de imperialismo intelectual o un retorno a una sociedad teocrática, sino más bien un alegato a favor de una cosmovisión más inclusiva e integrada, que reconozca las importantes contribuciones de las tradiciones religiosas en la formación de la historia y la cultura humanas.
San Agustín, en su comentario a San Juan establece el principio “factum audivimus; mysterium réquiramus“, que será la base de la exégesis bíblica medieval. En efecto, si hay algo que caracteriza la obra de Orígenes, San Agustún, San Gregorio Magno, San Jerónimo o San Juan Damasceno es su fuerte dependencia a la Escritura. La Escritura no era un loci theologici, sino la fuente misma de la doctrina, y si se citaba a algún filósofo de la antigüedad, sólo se hacía en el contexto de la Escritura y cuidándose de no extraviar el sentido.
Esto contrasta muchísimo con la Teología moderna. En efecto, desde hace mucho tiempo se puede observar como las corrientes filosóficas han pasado a ser la principal herramienta de la Teología. Hoy los académicos, los teólogos buscan demostrar una teoría filosófica particular, y para ello, emplean todas las herramientas para que la Escritura se adapte a esa teoría.
La palabra “teoría” proviene del griego θεωρία que significa literalmente “mirar”, “contemplar”, pero para el pensamiento moderno esa contemplación no es transparente, sino que ocurre por medio de un canal que le da significado al todo. Así por ejemplo el erudito William R. Herzog II en su trabajo Parables as Subversive Speech: Jesus as Pedagogue of the Oppressed ofrece una explicación extraña sobre la Parábola de los Talentos (Mateo 25: 14-30) y su equivalente en Lucas (17: 11-19). Según Herzog el tercer siervo representa a Jesucristo, que denuncia a su señor como un ladrón y un explotador, un “hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste” (Mt 25: 24), mientras que el amo es una figura de los ricos terratenientes de la época.
Nadie puede negar que la propuesta de Herzog no es interesante, no obstante, no tiene base en la Escritura. El autor parte de un supuesto, de una construcción intelectual particular a la teología contextual (en este caso, una teología marxista según la cual Jesús era un líder revolucionario campesino) y a partir de ella comienza a construir una hermenéutica que rompe con dos mil años de interpretación sobre la misma parábola. Ahora ¿Esta θεωρία puede considerarse contextual o es una descontextualización (perdón por el neologismo)? ¿No está el autor sacando de contexto la historia? ¿No está forzando el texto más allá de él mismo?
Esto puede parecer extremo, pero es la regla en la nueva teología. O se descontextualiza o se relativiza la veracidad de la Escritura, la cual pasa a ser un simple testimonio de cómo una comunidad de fe expresó sus creencias y su historia en un momento determinado. Esto tranquiliza consciencias, es cierto, y ahorra grandes preguntas como las que surgen del Salmo 137: 9.
Dostoievski tiene una escena en Los hermanos Karamazov en la que un anciano de un monasterio ortodoxo explica que cuanto más “ama a la humanidad en general, menos [él] ama al hombre en particular”. Este es un modo típico de ser para muchos hoy en día que favorecen la multitud al individuo. Piense en esos “guerreros” de la justicia social, esos hombres de negocios, esos animadores, artistas y otros que establecen sus agendas de vida en resultados específicos donde la multitud tiene prioridad sobre el individuo. Piense también en aquellos que en un tiempo levantaban banderas en virtud de alguna “causa noble”, la cual implicaba una generalización, la creación de un colectivo (autopercibido o no, no importa) al que debía eliminarse. Sin embargo, la multitud es una ilusión, el público un fantasma como diría el genial Kierkegaard. ¿Se puede existir en una relación de amor con una ilusión? ¿Hay alguna relación, algún amor personal dado con amor personal recíproco recibido, posible con una multitud? Es manifiestamente imposible. En lo personal debo admitir que me ha resultado mucho más fácil amar a la multitud, al grupo con una necesidad o deficiencia especial, que al individuo. El individuo requiere mucho más de mí que la multitud. El individuo me requiere, el yo genuino. Y cualquier amor que espero entablar con este otro nace muerto sin ofrecer mi verdadero yo. Pensemos ¿Cristo murió por una colectividad? ¿Murió por un colectivo o murió por cada hombre en particular? No es lo mismo. Pensemos de nuevo: ¿Por quiénes murió Cristo o por quién murió? Existe una relación extraña entre el todo y el individuo, entre la “humanidad” y el “hombre”. Me recuerda un poco a la Meditación XVII John Donne:
No man is an iland, intire of it selfe; every man is a peace of the Continent, a part of the maine; if a clod bee washed away by the Sea, Europe is the lesse, as well as if a Promontorie were, as well as if a Mannor of thy friends or of thine owne were; any mans death diminishes me, because I am involved in Mankinde; And therefore never send to know for whom the bell tolls; It tolls for thee…
La modernidad explota la idea de multitud al tiempo que pareciera emancipar al individuo. Esa contradicción es falsa, porque la modernidad emancipa, si, pero de Dios, ye l hombre sin Dios se disuelve en una multitud que lo asficcia, lo condiciona y lo destruye. Lo vemos en la innumerable cantidad de “colectivos” que hoy se presentan. No obstante, no existe tal cosa como una multitud, solo numerosos individuos con demografía similar, cada uno de los cuales es abordado uno por uno. No hay una relación de amor personal con la multitud. El amor individual requiere demasiado riesgo, demasiado yo, que no está presente o no es lo suficientemente fuerte para dar. El amor a la multitud es amor desinteresado: uno ama el resultado estadístico positivo de cualquier esfuerzo realizado para aliviar la difícil situación de la multitud, pero no está en juego el amor personal e interesado. El amor desinteresado mantiene al nihilista en marcha.
El libro es un tesoro, y como tantas obras del genial Dostoievski nos invita a reflexionar sobre Dios, nosotros y los otros.
Hace pocos días cayó en mis manos un artículo sobre el presbítero Julio Meinvielle. En este blog ustedes pueden acceder a otro que escribí sobre él y que se titula Julio Meinvielle: una forma de integrismo anacrónico. A diferencia de mi artículo, el que leí fue redactado por alguien que ensalzaba la imagen del párroco y lo colocaba a la altura de uno de los más grandes teólogos del siglo XX. Me gustaría desarrollar algunas ideas al respecto en las siguientes líneas.
Iberoamérica no fue, desde que se inició el proceso de romanización de la Iglesia (es decir, durante el último cuarto del siglo XIX) una región destacada por sus grandes teólogos. Antes bien, parece que ha ocurrido lo contrario, quizás por ello mismo, autores como Derisi, Castellani o Meinvielle sobresalen y generan una multitud de seguidores y discípulos. No obstante, es menester hacer diferencias, cuando menos desde el punto de vista intelectual. Octavio Derisi, a diferencia de los otros dos, era un persona del ambiente académico. Filósofo y teólogo de formación, se volcó en su producción intelectual al mundo universitario. Leonardo Castellani, también con formación académica (eso es algo que él nunca dejaba de repetir) pasó por muchos géneros, metiéndose en cuanta polémica pudo, pero jamás tuvo en los ambientes de los profesionales del intelecto más lugar que el de la curiosidad… y convengamos que ha sido autor de un par de obras interesantes: Su traducción del Apocalipsis es interesante, tanto por las fuentes que empleó para tal tarea, como por los comentarios y la inspiración de los mismos.1 Finalmente, Julio Meinvielle merece un comentario por separado: identificado con el nacionalismo católico, ha sido comúnmente acusado de fascista, neo-fscita e ideólogo del antisemitismo. Pero ¿Cómo era el Padre Julio (como solían llamarlo en la intimidad) en cuanto intelectual? Hemos de puntualizar algunos aspectos, que se notan tanto en su prosa, como en los testimonios dejados por quienes lo conocieron. En mi trabajo sostuve que era un integrista desfasado. Aquí no reproduciré el paper, no obstante quisiera abordar algunas cuestiones del estilo del presbítero argentino y su postura teológica particular. Me gustaría en el futuro poder dedicarle más entradas.
Comencemos por algo que no es obvio: Julio Meinvielle no pretendió nunca pasar por un filósofo. Su producción intelectual es muy diferente a la de Castellani o la de Derisi. En primer lugar Meinvielle fue un párroco, su obra intelectual no puede separarse de su labor pastoral y a mi entender, aquí es dónde encontramos el punto más importante de la mala interpretación del cura de Versailles. Para él, escribir formaba parte de su labor sacerdotal, no pretendía ser un teólogo, aún cuando se entregara al estudio profundo de ciertos temas. Tampoco hacía escarnio de sus opositores, se limitaba a exponer lo que decían las cuatro fuentes a las que solía recurrir en todos sus escritos:
El Magisterio de los Papas.
Los doctores neo-tomistas
la Tradición
La Sagrada Escritura
Como ya señalé, el Padre Meinvielle a diferencia de Castellani no desea pasar por un intelectual, tampoco trató a sus oponentes como estúpidos, llamó a los centros de formación sacerdotal (por más que lo escandalizaran) “semiasnarios” y menos aún se burló de sus superiores.2 No, él se limitó a hacer de la Aeterni Patris una regla de vida. Al Padre Meinvielle No le importaba quedar marginado de los centros académicos ni intelectuales (cosa que si escandalizaba al díscolo jesuita) y conocía muy bien sus límites. De allí que en más de una oportunidad sobredimensionó el apoyo de la correspondencia con grandes intelectuales como prueba de que estaba en lo cierto. ¿Un ejemplo? El libro Correspondance avec le R.P. Garrigou-Larange a propos de Lamennais et Maritain de 1947.
Volvamos a las fuentes y citas. El orden es tan interesante como lógico para un sacerdote que se define como tomista: la Biblia es interpretada de manera auténtica por el Magisterio, que refleja a su vez la Doctrina del Doctor Angélico explicada por sus inérpretes legítimos, quien bebe de las fuentes de la Escritura y los Padres de la Iglesia. Meinvielle parece no perder tiempo inmiscuyéndose en quaestiones disputatae y si lo hace, lejos está de creerse portador de algún tipo de autoridad magisterial. Él se apoya en el Magisterio, los doctores tomistas, la tradición y finalmente la Escritura.
Otra cuestión muy interesante en Meinvielle es que apenas si escribió sobre su vida y su paso por el seminario. Habló, es cierto, ante intelectuales, pero también a los grupos juveniles de dónde reclutaba vocaciones.3 Al igual que varios años después en Estados Unidos hiciera Thomas Oden desde la paleoortodoxia, Meinvielle repite que se debe volver a las fuentes de la doctrina para responder a los problemas del presente. El problema radica en que, para Meinvielle, la fuente doctrinal está en el Magisterio, no en la Biblia. Hijo del modelo tridentino más craso, interpreta que la Tradición es anterior a la Escritura en cuanto a importancia. El Padre Julio Meinvielle en toda su obra, desde su primer libro Concepción católica de la política está cruzado por la propuesta de San Pío X “Instaurare omnia in Christo”: No deben buscarse en los últimos giros de la filosofía ni en los autores modernos las respuestas a un mundo en crisis, ni tampoco poner las esperanzas en ninguna forma de organización política. El hombre debe volver sus ojos al primer principio, Dios y a las fuentes de la revelación, que el catolicismo ha custodiado.4
Otra característica de la obra de Meinvielle es que la misma es a la vez orgánica, pero desordenada. Quien observa los títulos de los libros y realiza una lectura a vuelo de pájaro encontrará que los temas que toca son siempre los mismos: la teología y la política, o mejor dicho, la política desde la teología. En efecto, como neotomista pretendía reestructurar todos los saberes y prácticas dentro de la escuela del Angélico. Meinvielle hará de la Aeterni Patris un catecismo y una regla de conducta. Meinvielle evitará muchos problemas llegando a esconder su voz tras definiciones del Magisterio, a veces copiando largas citas del Enchiridion Symbolorum, que manejaba con destreza. Cada vez que debe recurrir a una cita de los Papas o Concilios, aparece la referencia al “Dezinger”, como se conoce también a esa compilación de documentos.
Dijimos que la obra de Meinvielle se presenta como orgánica, pero ¿Dónde estaría entonces el desorden? En la forma de escribir. Algunos de sus discípulos disculpan lo enrevesado de su lenguaje en que para entender a Meinvielle hace falta estar imbuido en el tomismo más estricto.5 Sin embargo, Meinvielle es un autor de escritura árida y poco elegante. Se limita a exponer sus tesis y sostenerlas con el magisterio, porciones de la escritura y largas citas o paráfrasis de Santo Tomás de Aquino. No obstante, a medida que leemos las obras de Meinvielle notamos una serie de características comunes: algunos de sus textos no parecen haber sido corregidos por el autor, muchos de sus libros en realidad no tienen la coherencia de tal tipo de obra, más bien se trataba (según los mismos discípulos y seguidores del párroco) de conferencias o charlas que alguien taquigrafiaba, pasaba a máquina y luego Meinvielle reunía (tras alguna lectura y complementar con las referencias correctas) y entregaba a una editorial que muchas veces se creaba con el único fin de publicarle los libros. Es suficiente con repasar los nombres de algunas de ellas: El trabajo ¿Qué saldrá de la España que sangra? Fue publicado por la “Asociación de los Jóvenes de la Acción Católica” en 1937, contaba con 87 páginas y fue una de las primeras ediciones de esa casa; su primera obra (Concepción católica de la política) fue impresa por Cursos de Cultura Católica; Hacia la cristiandad salió a la luz por una editorial llamada “Adsum”, que también parece haber editado el opúsculo El judío, luego reimpreso por otra editorial sui generis Gladium… Otra curiosidad de las obras de Meinvielle es la repetición. Eso se debía a que muchas veces sus discípulos y seguidores tomaban algunas obras y las reeditaban, agregando nuevos capítulos con un título nuevo. En el citado El judío, de 1937, que contó con seis ediciones, un nuevo título y alteraciones en el orden de los capítulos, pasó a ser conocida con el nombre de la tercera edición: El judío en el misterio de la historia.
¿Es un autor sencillo de leer? Claro que no, pero la complejidad de Meinvielle no radica en su “tomismo”, sino en su estilo y en el hecho de que tampoco pensaba como escritor. Meinvielle plasmaba en sus escritos lo que tenía en su cabeza, su primer debate con Jacques Maritain demuestra la incompatibilidad paralingüistica, que llevará al Padre Julio a escarbar en las obras del filósofo francés para encontrar la raíz de sus modernos errores. ¿Es un autor ortodoxo? Sin lugar a dudas refleja parte del pensamiento de la Iglesia Católica Romana de entreguerras, y con eso no estamos diciendo demasiado, lo sé. Nada más amplio hubo que ese abanico de ideas que iban desde el integrismo decimonónico, con aspiraciones a reconstituir una sociedad que ya había desaparecido, hasta el maurrasianismo de la Acción Francesa o los “fascismos católicos” que algunos intentaron (e intentan, tristemente hoy) forjar y unir. Meinvielle no era un fascista, tampoco era maurrasiano. Las razones que daba el magisterio (que comparaba y confrontaba con las otras tres fuentes) le parecían suficiente para rechazarlo. No, él fijaba sus ojos en aquel integrismo que pretendía una visión de la Iglesia que ya había desaparecido, una Iglesia decimonónica, más real en los manuales de historia de la Iglesia que en la realidad, donde bajo el amparo de la voz de Roma barriera a los errores modernos y sometiera a los díscolos y erróneos sacerdotes, obispos y cardenales que llevaban a la Iglesia a Babilonia.
Lamentablemente eso no ocurrió y él murió muy pronto como para comprobarlo.
1Me pregunto ¿Habrá leído el Padre Leonardo Castellani Daniel and the Revelation, the Responde of History to the Voice of Prophecy de Uriah Smith, hay importantes puntos que así lo demuestran.
2Castellani, Leonardo, Seis ensayos y tres cartas, Buenos Aires, Dictio, 1973, p., 198.
3Ruiz Freites VE, Arturo, “Padre Julio Meinvielle (1905-1973). Notas biográficas”, en Diálogo, revista del IVE, n° 42-43, 2006.
4Meinvielle, Julio, Concepción católica de la política, Buenos Aires, Theoría, 1961, p., 8. La edición original es de 1932. La citada es la tercera, que además del libro original contiene una serie de apéndices sobre Charles Maurras.
5Buela, Carlos IVE, “Prólogo”, en Meinvielle, Julio, El Progresismo Cristiano, Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1983.
El 8 de febrero de este año estábamos con Lily en Santa Clara del Mar, para quienes no conocen es una ciudad balnearia a sólo dieciocho kilómetros de Mar del Plata, dentro del municipio de Mar Chiquita. En la Avenida Acapulco hay dos librerías en las que es posible hacerse de tesoros a muy bajo precio. Ese día, por la noche, entramos a “Alfonsina libros” y este año compré El hombre y sus símbolos de Carl Gustav Jung. Se trata de la edición de la Biblioteca Universal Contemporánea de 1984… es obvio que estamos ante una reimpresión.
El libro es en realidad una compilación que cuenta con una introducción de John Freeman en la que se relata el origen del mismo y como se delineó el trabajo y cuál era el objetivo original del mismo. Está dividido en cuatro secciones, cada una a cargo de un autor diferente: la primera corresponde a Jung y se titula “Acercamiento al inconsciente”, la segunda “Los mitos antiguos y el hombre moderno” por Joseph Henderson; la tercera parte fue escrita por Marie-Louise von Franz, “El proceso de individuación”; el cuarto capítulo de Aniela Jaffé se llama “El simbolismo en las artes visuales” y el quinto, “Símbolos en un análisis individual”, por Jolande Jacobi. La conclusión es de Marie-Louise von Franz (“La ciencia y el inconsciente”).
Esta obra, publicada por primera vez en 1964, es el último trabajo de Jung, ya que murió poco después de terminar su escrito y revisar las otras colaboraciones en 1961.
Se trata de un libro imperdible y de una riqueza conceptual única, con una sencillez que merece ser imitada por quienes pretenden tratar estos mismos temas. Si desea descargar el libro, haga click aquí y podrá acceder a una versión en PDF.
Portada de la edición de Paidós, traducida por Ferran Meler-Ortí
Aproveché estas vacaciones para leer uno de mis libros pendientes: John Rawls. Consideraciones sobre el significado del pecado y la fe. Sobre mi religión, textos compilados por Thomas Nagel y editado por Paidós. Se trata de la tesis de licenciatura presentada en la Universidad de Princeton en diciembre de 1942, y de un breve texto (Sobre mi religión) en el que presenta la evolución de sus ideas religiosas.
La tesis de licenciatura de Rawls es, por demás interesante, y me gustaría en varios posteos tratar algunos de los aspectos que,a mi entender, permitirían una reflexión sobre la hermenéutica de la fe. En ella, el autor re-define el pecado desde una perspectiva social, en otras palabras, para Rawls la teología no entiende ya de la relación entre Dios y el Hombre, sino entre Dios y la sociedad, o mejor aún, entre Dios y las personas, porque, como explica, una persona no es un individuo. EN este sentido, la tesis es un verdadero desafío a las disciplinas que se derivan de la Teología: la eclesiología, la política y la sociología.
Me gustaría citar lo que él llama su propia “concepción del universo”:
El universo en su aspecto espiritual es una comunidad de personas que glorifican a Dios y están relacionadas con él. Por lo que podemos decir que Dios creó al mundo para establecer una comunidad así y que el fin hacia el que se dirige la creación es, precisamente, la formación de esa comunidad. El hombre pertenece a esa comunidad por el hecho de ser persona y la pertenencia a dicha comunidad es lo que distingue al hombre y lo que le separa y diferencia de las criaturas de la naturaleza. (p., 129)
Ícono de San Juan Crisóstomo. San Pablo le susurra al oído mientras escribe.
El proceso de modernización que se vivió en las iglesias cristianas desde la segunda mitad del siglo XX ha llevado a una puesta en discusión sobre el valor y el significado de los textos sagrados en las comunidades religiosas. No obstante, el concepto de “texto sagrado” es demasiado amplio y ha dado lugar a equívocos y confusiones cuyas consecuencias pueden ser peligrosas para la preservación de las mismas comunidades. En el presente trabajo intentaremos realizar una aproximación conceptual que nos permita diferenciar y distinguir entre textos “sagrados” e “inspirados”, y por consiguiente comprender a qué categoría corresponden los credos y las liturgias.
¿Cuándo un texto se considera “inspirado”? ¿Es lo mismo un texto “inspirado” que un texto “sagrado”? ¿Es la liturgia un texto sagrado? ¿Es la liturgia “inspirada”? ¿El contener textos “inspirados” vuelve a la liturgia en sí misma “inspirada”?
Hay un factor que se suele dejar de lado pero que no es menor y que quisiera traer aquí: la comunidad de los creyentes. Esta es fundamental al momento de definir y catalogar si un texto es inspirado, sagrado o profano.1 ¿Qué es la comunidad de los creyentes? El concepto está tomado de la Umma islámica (امة), la comunidad de creyentes en el Islam, la cual implica una superación de todo lazo de unión: parentesco, económico, social, e incluso territorial por otro más amplio: la fe revelada a Mahoma.2 Por otra parte, tenemos el concepto de christianitas, el cual surge con fuerza en la Antigüedad Tardía y fue sumando conceptos religiosos y socio-políticos comunes en el mundo greco-romano.3 El Antiguo Israel fue la primera comunidad de los creyentes, producto de una largo trabajo de aceptación y rechazo de textos, de reconocimientos, de usos de la memoria y del olvido, de tradiciones aceptadas y otras rechazadas.4
La comunidad de los creyentes no es una sociedad anárquica, siempre existe en ella una aristocracia (clérigos, ministros, imanes, ulemas, rabinos) cuyo objetivo es la interpretación y la preservación de los textos sagrados e inspirados. En última instancia, es esa misma aristocracia la que conforma el canon.
En primer lugar un texto es inspirado cuando su autor último es la misma Divinidad o un ser sobrenatural, quien por medio de su poder “inspira” y “revela” moviendo al autor humano a la redacción. Los ejemplos más claros son la Biblia o el Corán. Diferente es la situación de un texto canalizado: se considera que un texto es canalizado cuando la divinidad no es el autor último, sino el primero y el único, correspondiéndole al hombre ser simplemente un medio por el cual las deidades se expresaron: así el hombre no cumple más función que la de una pluma al momento de escribir. Ejemplos de esto son La verdadera vida en Dios deVassula Rydén, el Libro de Urantia, Conversaciones con Dios de Neale Donald Walsch, o Un curso de milagros por Helen Schucman.
Me parece muy importante destacar que en la tradición judeo-cristiana los textos canónicos no fueron canalizaciones, aún cuando existieran casos antiguos y conocidos, como por ejemplo el Atra-Hasis.5
Por otra parte, el concepto de “texto sagrado” es mucho más amplio, siendo el “texto inspirado” un tipo particular. Un texto se considera sagrado cuando la comunidad de los creyentes ha declarado que no es “profano”, no es común, está separado, expresa la divinidad y sus atributos y puede ser o no una revelación o una construcción histórica de la misma comunidad de los creyentes.
Los credos y las liturgias ocuparían el otro extremo de los textos sagrados, que no son inspirados ni revelados. Los credos son declaraciones sintéticas de fe originadas en la comunidad de creyentes, no son textos revelados, sino que, basándose en la revelación, se originan y se codifican. Las liturgias (o mejor dicho, los textos litúrgicos) son codificaciones de rituales por medio de los cuales los creyentes participan en la manifestación de lo sagrado.6
Los credos pueden ampliarse y corregirse, pero su característica es tanto el uso litúrgico como el principio de inmutabilidad, llega un momento en el que la misma comunidad de los creyentes sostiene que no puede ser alterado ni modificado, un ejemplo de ello es el Credo de Nicea, que fue ampliado por el Concilio de Constantinopla, dando lugar al Credo Niceno-Constantinopolitano.7 En el protestantismo además de los credos existen las “confesiones de fe”, que son más extensas y no tienen uso litúrgico: La Confesión de Augsburgo, los 39 Artículos de Religión o la Confesión de Fe de Westminster. Estas son declaraciones históricas que marcan la identidad teológica de una iglesia, pero que pueden ser ampliados o modificados por confesiones, acuerdos o situaciones históricas posteriores. Mientras que los credos son infalibles, las confesiones de fe protestantes no reclaman esa característica.
Existen ciertas particularidades que señalan la especificidad de los textos inspirados de los demás textos sagrados, especialmente de los litúrgicos. Los textos inspirados o revelados ocurren “de una vez y para siempre”, la revelación no puede ser cambiada ni corregida por la comunidad de los creyentes, cuyo único deber será la transmisión de la misma. Las lenguas en las cuales la revelación tuvo lugar son llamadas, correctamente, “lenguas sagradas”: para el judaísmo es el hebreo y el arameo, para el cristianismo es el griego y para el islam el árabe.8 Los textos inspirados pueden traducirse y divulgarse, y se considera que, expresados en su lengua original son en sí mismos infalibles. Existen también las “lenguas litúrgicas”, que son aquellos idiomas en los cuales, la comunidad de los creyentes codificó y preservó los ritos sagrados por los cuales se manifiesta la Deidad y su poder, participando así los fieles. Las lengua litúrgicas tienen la característica de que son inmutables, están “muertas” y por consiguiente no son susceptibles al cambio. De esta forma, los ritos pueden preservarse para su transmisión de generación en generación.
El valor de la liturgia no está dado por su antigüedad, aunque ese es un factor importante, sino en que ella, efectivamente permite la hierofanía, la manifestación de lo sagrado y la participación de la comunidad de los creyentes, bien como actores, bien como testigos. De allí que para las iglesias cristianas “sacramentales” es menester contar con ministros “válidos” para que los ritos litúrgicos surtan efectos: así la Misa o Divina Liturgia sólo pueden celebrarla sacerdotes u obispos, pero la ordenación queda a manos de estos últimos de forma exclusiva.
La liturgia es en sí misma sagrada, pero no es inspirada. La comunidad de los creyentes la desarrolló y tiene el derecho de corregirla, ampliarla o reducirla sin afectar sus características intrínsecas. Si un texto inspirado no tiene como autor último a la Deidad no es inspirado. Será sagrado porque así lo consideró la comunidad de los creyentes, pero nunca inspirado.
Notas
1Creo conveniente recordar que, desde mi opinión, la precisión conceptual es absoluta y totalmente necesaria al discutir ciertos temas como son las disciplinas académicas y científicas. Es un tema que quizás, en un futuro trabajo desarrollaré.
2Benmelha, Ghautí, Intento de definición del concepto de “umma” y de su aplicación en el contexto argelino, Madrid, Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales, 1983.
3Hubeñak, Florencio, “Christianitas : ¿un vocablo o un período histórico?”, Helmántica. 2009, 60 (181), p., 108.
4Amado, Raúl, “La conformación de la unidad Judá-Benjamín”, en La Construcción del Antiguo Israel. La conformación de la primera hermenéutica de la Historia, EAE, 2012, p., 49-67.
5Wilfred, Lambert, y Millard, Alan, Atrahasis: The Babylonian Story of the Flood, Eisenbrauns, Londres, 1999.
6Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Cristiandad, Madrid 2000.
En muchas oportunidades discutí con un amigo (ortodoxo él) si es deseable o no una Iglesia Establecida. Con esto me refiero a una religión oficial de Estado, a un Estado en el cual la religión fungiera un papel preponderante al momento de la elaboración de las leyes y del control mismo de la moral de los hombres. En esta situación que planteo, el Estado es una persona jurídica caracterizada por el monopolio de la violencia legítima; no obstante, el Estado tiene además otra facultad, la de imponer la religión a todos sus súbditos. En otras palabras, el Estado no sólo mantiene y protege a la religión (una religión, que se supone, para esa persona jurídica que es el Estado, la Religión Verdadera), sino que además posee la capacidad de perseguir a los opositores, censurarlos, arrestarlos e incluso mandarlos a la muerte.
En una situación como la que señalamos arriba, el Estado se serviría de forma abierta de la Religión como el aparato ideológico por excelencia, fundiéndose en una misma realidad. Dicho de otra manera, el Estado y la Iglesia serían las dos caras de la misma moneda.1
Si bien es cierto que a muchos grupos conservadores esta idea puede parecer atractiva, implica un grave peligro, especialmente desde el punto de vista teológico.
Lo primero que debemos entender es que el Estado no es la Sociedad. El Estado es una persona jurídica compuesta por leyes, dotada de autonomía, impermeable a los conflictos sociales, autónoma de las clases sociales que lucha por su propia supervivencia. El Estado no es el Gobierno, cuya función es la de conducir el Estado, pero tampoco es el “pueblo” ni el conjunto de los ciudadanos. De hecho, los ciudadanos deben protegerse del Estado por medio de una Constitución que garantice sus derechos frente al Estado.
Si el Estado no es una Sociedad, dotar de poder religioso al Estado no es volver a las sociedades tradicionales en las cuales el hombre era miembro de la sociedad por ser miembro de la Iglesia, como ocurría en América durante el periodo indiano. El Estado es una nueva realidad.
El segundo peligro consiste en que correspondería al Estado el decidir cuál es la Religión Oficial, dicho de otra manera, la Verdadera Fe no estaría sustentada en la Palabra de Dios sino en una persona jurídica autónoma e independiente, que como Saturno puede devorar a sus propios hijos. En efecto, una vez constituido el Estado, este posee las herramientas para destruir cualesquier tipo de oposición interna y sólo se somete a un poder externo porque así lo dicta su voluntad. En efecto, si un Estado no posee el derecho de autodeterminación que implica ejercer el imperium sobre todo su territorio y todos sus súbditos no es un Estado, como advirtió Zorraquín Becú.2 En un estado moderno, y más si se trata de un estado republicano, el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus representantes, e incluso, si se consiguiera realizar una asamblea todo el pueblo, dicha asamblea hipotética (como señaló el mencionado historiador) carecería de cualquier derecho a legislar. Volvamos entonces a lo que enseñó Thomas Hobbes: los hombres al constituir Estados entregaron a ellos su libertad y ahora deben obedecer y someterse a las leyes que este dicte.3
Como consecuencia de esto, el Estado utilizará a la religión (a su religión) como aparato ideológico y cualquiera que se oponga o disienta de lo que el Estado defina como la “ortodoxia” estará sujeto al castigo del Estado. En efecto, no estaríamos ante un pecado, sino ante un delito y el delincuente debería quedar sometido al poder del Estado.
Finalmente, no tenemos que dejar de observar otro factor: no sólo el Estado estaría usando a la Iglesia como aparato ideológico, sino que la Iglesia emplearía la fuerza del Estado como su propio aparato represivo.
No es difícil caer en cuenta que una situación como la que hemos señalado difiere mucho de la Jerusalén Celestial, antes bien estaríamos ante un régimen totalitario cuya ideología sería religiosa y los ministros de la Iglesia serían burócratas del Estado.
Lejos de ser una utopía, el cuadro se vuelve aún más siniestro, cuando no, literalmente apocalíptico:
Y me llevó en el Espíritu al desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación. (Apoc 17: 3-4).
En lenguaje profético una bestia representa un reino, mientras que una mujer una iglesia, y en el caso de una ramera, un falso sistema religioso. En este caso podemos observar como una Iglesia (Babilonia) cabalga sobre un cuerpo político, dominándolo. De hecho, si observamos, la descripción de la vestidura de la Gran Ramera tiene importantes paralelismos con los atavíos del Sumo Sacerdote en Éxodo 28: 1-43; es decir, se trata de un sistema religioso que parece verdadero, pero que está falsificado y que para imponerse utiliza el poder político, el cual le está sometido.
Pretender, por consiguiente unir la Iglesia y el Estado constituye un error grave que sólo tiene como destino consolidar el sistema babilónico, ahogar a los hombres bajo una aparente piedad, que en realidad encubre el miedo y el terror. Quienes desean que una supuesta Iglesia controle el Estado, y que el Estado esté regido por la Iglesia como aparato ideológico, en realidad terminarían entregándole a un cuerpo ministerial-burocrático, alienado del pueblo (es decir, la verdadera ἐκκλησία) el monopolio de la violencia legítima.
Casos históricos de este error sobran, pero centrémonos en uno: en 1646 el zar Aleksei Mikhailovich (1645-1676) nombró a Nikon como archimandrita del monasterio Novospassky en Mosú, desde dónde comenzó a forjar su carrera hasta el patriarcado de Moscú. En 1649, como Metropolita de Novgorod empezó a manifestar sus ideas: la salud y el bienestar espiritual de Rusia no dependía del Zar, sino de la Iglesia y sus dirigentes, antes bien, el Zar tenía como función la de proteger, ayudar y servir a los líderes de la Iglesia a cumplir su alta misión de santificar al pueblo y mantenerlo en la Ortodoxia.4 En 1652 se convirtió en Patriarca de Moscú y en poco tiempo extendió su imperio por toda la Iglesia: rodeó al Zar y los demás nobles de sacerdotes que comulgaban con sus ideas y desplazó de todos los territorios a posibles opositores. A fin de “purificar” la Iglesia Rusa, el Patriarca Nikon llevó a cabo una profunda reforma litúrgica copiando los modelos bizantinos, y a quienes se opusieron fueron perseguidos, encarcelados y asesinados, como fue el caso de Feodosia Morozova quien murió de inanición en 1675, o Avvakum Petrov en la hoguera en 1682.
En conclusión, la unión entre la Iglesia y el Estado no sólo es un error, sino un peligro, porque se dotaría a una institución religiosa no sólo del poder de decretar que es y que no es la fe ortodoxia, sino el recurrir al aparato represivo del Estado para eliminar aquello que se le oponga. No olvidemos que quienes apoyan la existencia de un sistema teocrático en la época moderna olvidan que ello no aparece en las Escrituras, al contrario, basta recordar que “los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” no son los que poseen el monopolio de la violencia legal, sino, por el contrario, son las víctimas del Dragón, la misma bestia que monta Babilonia la Grande (Apoc 12:17).
Notas
1Es menester señalar que no es la situación que se vivía en el Antiguo Régimen o en las sociedades pre-burguesas, en las cuales no había un Estado-Nación, sino en todo caso “proto-estados”. Para este concepto remito a Skocpol, Theda, States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia, and China, Cambridge, Cambridge University Press. 1979.
2Zorraquín Becú, Ricardo, El federalismo argentino, Buenos Aires, Perrot, 1958.
3Remitimos además de la obra de Hobbes, Leviatan, la lectura de Hood, F, The Divine Politics of Thomas Hobbes, Oxford, Claredon Press, 1964.
4Crummey, Robert, Eastern Orthodoxy in Russia and Ukraine in the age of the Counter-Reformation, en The Cambridge History of Christianity Vol.5, Cambridge, Cambridge University Press, 2008.
La teología debe poner su énfasis en el conocimiento bíblico y doctrinal. Somos transformados por la renovación de nuestra mente:
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. (Romanos 12: 1-2).
Esta transformación, esta verdadera μεταμόρφωσις es el punto para nuestra forma de adorar. Mientras que en la tradición latina post-medieval, la forma en la cual se adora (liturgia) proviene de la teología, en la liturgia pre-medieval (verdaderamente tradicional) la adoración proviene, no de la teología sino de la oración (oratio y precaria) y la contemplatio. Nuestra mente entonces, se ve iluminada por el Espíritu a través de las Escrituras, de esa manera crecemos en el entendimiento de Dios y su camino ¿Y qué es el camino a Dios? La ὀρθοδοξία.
La teología pasa a ser entonces la ἑρμηνευτικὴ τέχνη. Esta técnica de interpretar no es una forma de onanismo intelectual, sino una forma de experiencia espiritual, personal y comunitaria. Es en la Iglesia (entendiendo a esta como el pueblo redimido por la Sangre del Cordero, pues Dios compró a la Iglesia con su propia Sangre -Hechos 20: 28). y no fuera de ella. La doctrina cristiana se basa, en definitiva en los siguientes elementos:
Reconocimiento de Jesucristo como fuente de la Revelación.
La Revelación se expresa primero en la Escritura y en la Tradición, teniendo preeminencia la primera sobre la segunda y rechazando la visión dialéctica post-tridentina.
Comprensión de la Tradición desde la perspectiva Trinitaria y Teándrica.
Comprensión de la Iglesia como pueblo de Dios, redimidos por su Sangre.
Confianza en la soberanía de Dios.
Experiencia del poder de la Gracia de Dios para salvar a los pecadores, a los desesperanzados, a los indefensos.
Confianza en el amor del Salvador que murió específica y exitosamente por los pecados de cada uno.
Vida de oración y de estudio, que nos perfecciona como cristianos.
Rechazo de los placeres del mundo, y la ciudadanía del mundo sabiendo que nuestra Patria es el Cielo (Filipenses 3: 20-21).
En esencia, la vida del hombre debe orientarse a dar Gloria a Dios en todas las cosas. Esa gloria también es la esperanza en su pronto regreso, y por lo tanto, velamos y oramos, ayunamos y aguardamos, siguiendo Mateo 9: 15.
Salvar el significado y propósito del hombre es una constante en la obra de grandes mentes como Fyodor Dostoievski, Konstantin Leontiev, Joseph de Maestre, Eduardo Mallea, Ken Wilber, Lev Tolstoy o C. S. Lewis.
Estos autores expusieron los graves problemas que implicó la transición de las sociedades de antiguo régimen (sociedades tradicionales, diría Guenon) a la modernidad, y por lo tanto señalaron a esta como culpable de los grandes problemas de su tiempo. Quien haya leído La sala de espera notará que las vidas vacías de los diferentes narradores se superponen en la creencia infundada de que, volviendo al pasado podrán reconstruir sus vidas. No obstante, como nos enseñó la genial Natalia Sanmartín Fenollera, dicho regreso es imposible. Somos revolucionarios o revolucionados, en palabras de Marc Bloch, somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres.
La fe en la modernidad, la creencia en que los grandes adelantos técnicos y científicos nos permitirá construir una sociedad menor quedó como una vil y pobre falacia. No obstante, aún vemos a millares de personas que confían más en los aparatos que en aquellos artefactos que, desde antiguo nos acompañaron y salvaron nuestra civilización en más de una oportunidad.
Hubo una época en la que los hombres sabían que antes de cenar en familia había que bendecir la mesa, que si se despertaban a la madrugada lo mejor era buscar al Señor en la oración y la lectura de su Palabra; hubo un tiempo en que no eran menester aplicaciones para saber que había llegado el tiempo de orar, de contemplar la belleza de Dios. Hoy, en cambio, todo pasa por los teléfonos móviles y el sinfín de alarmas y notificaciones. A una cultura basada en la inmediatez, en el “videíto” que siempre repite la misma estructura (un merluzo desafiante ante la cámara), se opone una cultura cristiana sostenida en la lectura y el aprendizaje, en el estudio sistemático de las grandes obras del espíritu… sí, porque el autor cuando deja una huella (bien sea una novela, un poema, una pintura o escribe un ícono) está dejando su propia alma impresa… y comparte sus sentimientos con todos los demás, como si de una ofrenda a Dios se tratara.
La modernidad nos trajo las mayores masacres que pueda recordar la humanidad. Las páginas más infames de la historia se escribieron gracias a las máquinas, y fue la fábrica el modelo que los genocidas replicaron para conducir a millones al exterminio. Nunca olvidaré la impresión que me causó Tesis sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamín, donde afirmaba que la tesis marxista-leninista de acelerar la historia era un equívoco: acelerar la historia implicaba entregar a los hombres a la muerte, y peor aún, una muerte sin sentido, vidas truncas, existencias lisiadas, hombres que no conocieron a Dios… quizás el mayor triunfo de Lucifer, quien se sabe caído y festeja a cada alma que puede arrebatar.
Ante esto nos preguntamos ¿Qué es necesario? ¿Dónde buscar nuestra realización? ¿Cómo ser en este tiempo tan lleno de nada? Volvamos los ojos a la Sagrada Escritura, la la Verdad Revelada que allí tenemos la respuesta que los grandes genios como Fyodor Dostoievski nos invitaron a retomar:
El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. (Ecl 12: 13)