En muchas oportunidades discutí con un amigo (ortodoxo él) si es deseable o no una Iglesia Establecida. Con esto me refiero a una religión oficial de Estado, a un Estado en el cual la religión fungiera un papel preponderante al momento de la elaboración de las leyes y del control mismo de la moral de los hombres. En esta situación que planteo, el Estado es una persona jurídica caracterizada por el monopolio de la violencia legítima; no obstante, el Estado tiene además otra facultad, la de imponer la religión a todos sus súbditos. En otras palabras, el Estado no sólo mantiene y protege a la religión (una religión, que se supone, para esa persona jurídica que es el Estado, la Religión Verdadera), sino que además posee la capacidad de perseguir a los opositores, censurarlos, arrestarlos e incluso mandarlos a la muerte.
En una situación como la que señalamos arriba, el Estado se serviría de forma abierta de la Religión como el aparato ideológico por excelencia, fundiéndose en una misma realidad. Dicho de otra manera, el Estado y la Iglesia serían las dos caras de la misma moneda.1
Si bien es cierto que a muchos grupos conservadores esta idea puede parecer atractiva, implica un grave peligro, especialmente desde el punto de vista teológico.
Lo primero que debemos entender es que el Estado no es la Sociedad. El Estado es una persona jurídica compuesta por leyes, dotada de autonomía, impermeable a los conflictos sociales, autónoma de las clases sociales que lucha por su propia supervivencia. El Estado no es el Gobierno, cuya función es la de conducir el Estado, pero tampoco es el “pueblo” ni el conjunto de los ciudadanos. De hecho, los ciudadanos deben protegerse del Estado por medio de una Constitución que garantice sus derechos frente al Estado.
Si el Estado no es una Sociedad, dotar de poder religioso al Estado no es volver a las sociedades tradicionales en las cuales el hombre era miembro de la sociedad por ser miembro de la Iglesia, como ocurría en América durante el periodo indiano. El Estado es una nueva realidad.
El segundo peligro consiste en que correspondería al Estado el decidir cuál es la Religión Oficial, dicho de otra manera, la Verdadera Fe no estaría sustentada en la Palabra de Dios sino en una persona jurídica autónoma e independiente, que como Saturno puede devorar a sus propios hijos. En efecto, una vez constituido el Estado, este posee las herramientas para destruir cualesquier tipo de oposición interna y sólo se somete a un poder externo porque así lo dicta su voluntad. En efecto, si un Estado no posee el derecho de autodeterminación que implica ejercer el imperium sobre todo su territorio y todos sus súbditos no es un Estado, como advirtió Zorraquín Becú.2 En un estado moderno, y más si se trata de un estado republicano, el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus representantes, e incluso, si se consiguiera realizar una asamblea todo el pueblo, dicha asamblea hipotética (como señaló el mencionado historiador) carecería de cualquier derecho a legislar. Volvamos entonces a lo que enseñó Thomas Hobbes: los hombres al constituir Estados entregaron a ellos su libertad y ahora deben obedecer y someterse a las leyes que este dicte.3
Como consecuencia de esto, el Estado utilizará a la religión (a su religión) como aparato ideológico y cualquiera que se oponga o disienta de lo que el Estado defina como la “ortodoxia” estará sujeto al castigo del Estado. En efecto, no estaríamos ante un pecado, sino ante un delito y el delincuente debería quedar sometido al poder del Estado.
Finalmente, no tenemos que dejar de observar otro factor: no sólo el Estado estaría usando a la Iglesia como aparato ideológico, sino que la Iglesia emplearía la fuerza del Estado como su propio aparato represivo.
No es difícil caer en cuenta que una situación como la que hemos señalado difiere mucho de la Jerusalén Celestial, antes bien estaríamos ante un régimen totalitario cuya ideología sería religiosa y los ministros de la Iglesia serían burócratas del Estado.
Lejos de ser una utopía, el cuadro se vuelve aún más siniestro, cuando no, literalmente apocalíptico:
Y me llevó en el Espíritu al desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación. (Apoc 17: 3-4).
En lenguaje profético una bestia representa un reino, mientras que una mujer una iglesia, y en el caso de una ramera, un falso sistema religioso. En este caso podemos observar como una Iglesia (Babilonia) cabalga sobre un cuerpo político, dominándolo. De hecho, si observamos, la descripción de la vestidura de la Gran Ramera tiene importantes paralelismos con los atavíos del Sumo Sacerdote en Éxodo 28: 1-43; es decir, se trata de un sistema religioso que parece verdadero, pero que está falsificado y que para imponerse utiliza el poder político, el cual le está sometido.
Pretender, por consiguiente unir la Iglesia y el Estado constituye un error grave que sólo tiene como destino consolidar el sistema babilónico, ahogar a los hombres bajo una aparente piedad, que en realidad encubre el miedo y el terror. Quienes desean que una supuesta Iglesia controle el Estado, y que el Estado esté regido por la Iglesia como aparato ideológico, en realidad terminarían entregándole a un cuerpo ministerial-burocrático, alienado del pueblo (es decir, la verdadera ἐκκλησία) el monopolio de la violencia legítima.
Casos históricos de este error sobran, pero centrémonos en uno: en 1646 el zar Aleksei Mikhailovich (1645-1676) nombró a Nikon como archimandrita del monasterio Novospassky en Mosú, desde dónde comenzó a forjar su carrera hasta el patriarcado de Moscú. En 1649, como Metropolita de Novgorod empezó a manifestar sus ideas: la salud y el bienestar espiritual de Rusia no dependía del Zar, sino de la Iglesia y sus dirigentes, antes bien, el Zar tenía como función la de proteger, ayudar y servir a los líderes de la Iglesia a cumplir su alta misión de santificar al pueblo y mantenerlo en la Ortodoxia.4 En 1652 se convirtió en Patriarca de Moscú y en poco tiempo extendió su imperio por toda la Iglesia: rodeó al Zar y los demás nobles de sacerdotes que comulgaban con sus ideas y desplazó de todos los territorios a posibles opositores. A fin de “purificar” la Iglesia Rusa, el Patriarca Nikon llevó a cabo una profunda reforma litúrgica copiando los modelos bizantinos, y a quienes se opusieron fueron perseguidos, encarcelados y asesinados, como fue el caso de Feodosia Morozova quien murió de inanición en 1675, o Avvakum Petrov en la hoguera en 1682.
En conclusión, la unión entre la Iglesia y el Estado no sólo es un error, sino un peligro, porque se dotaría a una institución religiosa no sólo del poder de decretar que es y que no es la fe ortodoxia, sino el recurrir al aparato represivo del Estado para eliminar aquello que se le oponga. No olvidemos que quienes apoyan la existencia de un sistema teocrático en la época moderna olvidan que ello no aparece en las Escrituras, al contrario, basta recordar que “los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” no son los que poseen el monopolio de la violencia legal, sino, por el contrario, son las víctimas del Dragón, la misma bestia que monta Babilonia la Grande (Apoc 12:17).
Notas
1Es menester señalar que no es la situación que se vivía en el Antiguo Régimen o en las sociedades pre-burguesas, en las cuales no había un Estado-Nación, sino en todo caso “proto-estados”. Para este concepto remito a Skocpol, Theda, States and Social Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia, and China, Cambridge, Cambridge University Press. 1979.
2Zorraquín Becú, Ricardo, El federalismo argentino, Buenos Aires, Perrot, 1958.
3Remitimos además de la obra de Hobbes, Leviatan, la lectura de Hood, F, The Divine Politics of Thomas Hobbes, Oxford, Claredon Press, 1964.
4Crummey, Robert, Eastern Orthodoxy in Russia and Ukraine in the age of the Counter-Reformation, en The Cambridge History of Christianity Vol.5, Cambridge, Cambridge University Press, 2008.
El problema no está en que la Iglesia se una con el Estado, sino que el Estado domine a la Iglesia y la convierta en una de sus oficinas.