Salvar el significado y propósito del hombre es una constante en la obra de grandes mentes como Fyodor Dostoievski, Konstantin Leontiev, Joseph de Maestre, Eduardo Mallea, Ken Wilber, Lev Tolstoy o C. S. Lewis.
Estos autores expusieron los graves problemas que implicó la transición de las sociedades de antiguo régimen (sociedades tradicionales, diría Guenon) a la modernidad, y por lo tanto señalaron a esta como culpable de los grandes problemas de su tiempo. Quien haya leído La sala de espera notará que las vidas vacías de los diferentes narradores se superponen en la creencia infundada de que, volviendo al pasado podrán reconstruir sus vidas. No obstante, como nos enseñó la genial Natalia Sanmartín Fenollera, dicho regreso es imposible. Somos revolucionarios o revolucionados, en palabras de Marc Bloch, somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres.
La fe en la modernidad, la creencia en que los grandes adelantos técnicos y científicos nos permitirá construir una sociedad menor quedó como una vil y pobre falacia. No obstante, aún vemos a millares de personas que confían más en los aparatos que en aquellos artefactos que, desde antiguo nos acompañaron y salvaron nuestra civilización en más de una oportunidad.
Hubo una época en la que los hombres sabían que antes de cenar en familia había que bendecir la mesa, que si se despertaban a la madrugada lo mejor era buscar al Señor en la oración y la lectura de su Palabra; hubo un tiempo en que no eran menester aplicaciones para saber que había llegado el tiempo de orar, de contemplar la belleza de Dios. Hoy, en cambio, todo pasa por los teléfonos móviles y el sinfín de alarmas y notificaciones. A una cultura basada en la inmediatez, en el “videíto” que siempre repite la misma estructura (un merluzo desafiante ante la cámara), se opone una cultura cristiana sostenida en la lectura y el aprendizaje, en el estudio sistemático de las grandes obras del espíritu… sí, porque el autor cuando deja una huella (bien sea una novela, un poema, una pintura o escribe un ícono) está dejando su propia alma impresa… y comparte sus sentimientos con todos los demás, como si de una ofrenda a Dios se tratara.
La modernidad nos trajo las mayores masacres que pueda recordar la humanidad. Las páginas más infames de la historia se escribieron gracias a las máquinas, y fue la fábrica el modelo que los genocidas replicaron para conducir a millones al exterminio. Nunca olvidaré la impresión que me causó Tesis sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamín, donde afirmaba que la tesis marxista-leninista de acelerar la historia era un equívoco: acelerar la historia implicaba entregar a los hombres a la muerte, y peor aún, una muerte sin sentido, vidas truncas, existencias lisiadas, hombres que no conocieron a Dios… quizás el mayor triunfo de Lucifer, quien se sabe caído y festeja a cada alma que puede arrebatar.
Ante esto nos preguntamos ¿Qué es necesario? ¿Dónde buscar nuestra realización? ¿Cómo ser en este tiempo tan lleno de nada? Volvamos los ojos a la Sagrada Escritura, la la Verdad Revelada que allí tenemos la respuesta que los grandes genios como Fyodor Dostoievski nos invitaron a retomar:
El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. (Ecl 12: 13)
Todo bien pero me llama la atención la cita de Eclesiastés. No se supone que ahí no hay sabiduría de Dios sino sabiduría humana, y que el pesimismo del autor se debe precisamente a eso? De ahí que de ese libro se deduzcan tantas herejías como que los muertos no ozan de visión celestial. Quizás el autor tendrí que explicarse.
Si fuera como usted afirma no se trataría de un texto inspirado. Un ex amigo, ortodoxo él, me realizó una vez esa observación. Dudo de tales ortodoxias que tienen en tan poco el canon.