Desde la caída de los primeros padres yace una búsqueda eterna, un anhelo que ha resonado en los corazones de hombres y mujeres a lo largo de las eras: el llamado hacia lo Absoluto, hacia una vida apartada, lejos del bullicio mundano y las convenciones sociales. Este deseo, arraigado en la esencia misma del ser humano, ha dado origen a la vocación eremítica, un sendero de soledad y silencio que trasciende épocas y culturas.
El tiempo de la cuaresma es una clara invitación a reflexionar sobre los testimonios de aquellos que han abrazado esta vida de retiro, apartándose de las multitudes para buscar una comunión más profunda con lo divino. Aquí la figura de Jesús de Nazareth se destaca sobre todos, porque no sólo fue cuarenta días al desierto y ayunó, para ser tentado, sino que en varias oportunidades se retiraba en soledad, a lugares desiertos, para orar (Mateo 4:1-11; Marcos 1:12-13; Lucas 4:1-13; Mateo 14:13; Marcos 6:31; Lucas 5:16; Lucas 6:12; Juan 6:15; Juan 11:54) al Padre. A imitación de él, primero San Pablo, se retiró a lugares alejados a fin de tener un contacto directo con Dios (Gálatas 1:15-18). Este ejemplo fue el que siguieron los eremitas.
Desde los eremitas del antiguo oriente, quienes se adentraban en los bosques y ríos tras cumplir con sus deberes hacia la sociedad, hasta los monjes medievales de Europa, cuya existencia estaba imbuida de una espiritualidad cisterciense y benedictina, el eremitismo ha dejado una huella indeleble en la narrativa humana.
Sin embargo, más allá de las glorias pasadas, se alza una sombra de melancolía sobre el horizonte del eremitismo contemporáneo. En un mundo cada vez más enredado en las redes de la modernidad, el camino del ermitaño se vuelve cada vez más difícil de transitar. La agitación del presente, marcada por el ruido constante y la búsqueda frenética de gratificación instantánea, parece distanciar aún más al buscador solitario de su objetivo último.
A través de las palabras de sabios y eremitas podemos explorar dimensiones íntimas de esta vida apartada: la aridez del desierto interior, donde el buscador se enfrenta a la ausencia de respuestas y la oscuridad de la noche del alma, donde la presencia divina parece esquivar su mirada. Nos adentramos en el silencio fecundo, donde el ermitaño encuentra su voz más profunda, más allá de las palabras y las publicaciones, en el anonimato de su oración universal.
En este mundo de contradicciones y desafíos, el eremitismo interior emerge como una respuesta posible, una búsqueda de soledad y silencio que trasciende los límites físicos y se sumerge en las profundidades del alma. En un tiempo donde la pereza y el rechazo de la sociedad amenazan con socavar la esencia misma del eremitismo, surge la necesidad de redefinir y preservar este antiguo llamado hacia lo Absoluto.
Así, entre la nostalgia por un pasado dorado y la incertidumbre del presente, nos sumergimos en la esencia misma del eremitismo, un viaje de autodescubrimiento y comunión con lo divino que desafía las convenciones del mundo moderno y nos invita a explorar los rincones más profundos de nuestro ser.