El modo de vida tradicional

Por Antonio Medrano.

¿Cuál es la forma de vida propia del hombre de la Tradición? ¿Cuáles son la actitud y el estilo existencial más conforme a la vía tradicional? ¿Cómo hemos de conducirnos en nuestra vida diaria si queremos recorrer el camino el camino que la Sabiduría perenne nos enseña? ¿Qué pauta o norma de vida podemos seguir para aproximarnos cada vez más a su verdad en medio de un ambiente hostil como el de la actual civilización? He aquí algunos de los interrogantes que se plantean de forma inmediata quienes entran por primera vez en contacto con la doctrina tradicional, todos aquellos que comienzan a despertar al resplandor de su luminoso e imperecedero mensaje.

Puesto que la Tradición o la Sabiduría es ante todo vida, una forma integral de vivir, una realidad para ser vivida en todos y cada uno de los momentos de la existencia, no podría formularse pregunta más certera y oportuna como ésta acerca de la forma de vivir tradicional. Es esta la primera pregunta que todos deberíamos hacernos, no por pura curiosidad intelectual, sino para darle respuesta y proceder después en consecuencia tratando de aplicar dicha respuesta a nuestra propia vida única y uniforme, válida indiscriminadamente y por igual para todos los seres humanos. Más que de modo de vida tradicional habría que hablar, en rigor, de modos de vida tradicionales; pues múltiples y diversas son las vías existenciales que presenta el mundo de la Tradición, ofreciendo en este campo una rica gama de posibilidades adaptadas a las diferencias de época y lugar, así como a la diversidad de tipos humanos y de formulaciones doctrinales. En primer lugar, la forma de vida varía, en numerosas cuestiones de detalle, según las tradiciones. No es el mismo el modo de vida de un musulmán que el de un hindú, o el de un cristiano y un taoísta, como tampoco serían evidentemente idénticas las normas que regirían la vida de un antiguo germano y aquellas a las que ajustaba su existencia un egipcio o un azteca.

Y, en segundo lugar, aun cuando nos situemos dentro del contexto de una misma tradición, el modo de vida diferirá según la inclinación vocacional predominante en cada “casta” o tipo humano, según el sexo y condición de cada persona y según su capacidad o nivel intelectual. Así, por ejemplo, no se prescribe la misma actitud ante la vida para un hombre que para una mujer, como tampoco se exigen las mismas virtudes o cualidades, ni se exigen con igual rigor, a un individuo con escasas dotes y a un ser especialmente inteligente, capaz de percibir las cosas con mayor claridad y penetración. De forma semejante, la norma de vida válida para un monje resulta inadecuada para un padre de familia, al igual que no pueden aplicarse los mismos criterios a un contemplativo y a un hombre inclinado a la acción. El estilo existencial de la casta sacerdotal ha de ser, por fuerza, diferente del que resulta característico de la casta guerrera o de la mercantil. Con todo, no puede desconocerse que esa múltiple y plural constelación de formas de vida tiene en común un núcleo de principios fundamentales, que es precisamente lo que les hace pertenecer a un mismo mundo espiritual, presentándolas como partícipes de un mismo arquetipo cultural y como variantes de una misma forma de vida: la cultura y la forma de vida tradicionales. Es la coincidencia en unas normas básicas comunes lo que, al mismo tiempo que une y hermana entre sí todas esas formas de vida, tan diversas, por otra parte las contrapone sin paliativos al modo de vida imperante en el mundo moderno, profano y antitradicional.

Resulta, pues, legítimo hablar de una forma tradicional de vida, de la cual las diversas variantes a que hemos aludido no serían sino expresiones o modulaciones particulares. Las diversas formas tradicionales de vida son, en efecto, adaptaciones de la Vida normativa y esencial de la Tradición, al igual que las distintas tradiciones se perfilan como expresiones adecuadas a las diferentes condiciones humanas de la Verdad eterna, una y única. Es este modo de vida normativa y esencial, subyacente a todas las culturas tradicionales, lo que vamos a intentar bosquejar aquí en sus líneas maestras y con un lenguaje lo más asequible y escueto posible, sin tecnicismos, erudiciones ni florituras literarias. Y lo haremos, claro está, sin perder nunca de vista que nuestras palabras van dirigidas a personas cuya vida se desenvuelve preferentemente o de forma predominante en el mundo de la acción, y que han nacido y crecido en un ambiente refractario a las realidades y fuerzas, de naturaleza espiritual, que configuran tal modo de vida, como ocurre con la moderna civilización occidental.

En aras a la claridad, procuraré hacerlo de una manera esquemática, casi telegráfica, destacando varios puntos que me parecen especialmente importantes, aunque serán inevitables ciertas repeticiones o reiteraciones, dado lo entrelazados que se hallan entre sí los diversos aspectos analizados. Estas repeticiones ponen en evidencia hasta que punto tiene coherencia y unidad la forma tradicional de vida. Como nota o elementos fundamentales de la actitud tradicional ante la vida cabría destacar las siguientes:

1.- Asentar la vida en auténticos principios. Guiarse por la Verdad, elegir como base y cimiento de la propia vida los principios inmutables de la Tradición o Sabiduría universal. Completo acatamiento de la doctrina tradicional: tener siempre presentes sus enseñanzas y seguir sus orientaciones; conformar la totalidad de nuestra existencia a sus directrices y consejos. Supeditar a la Norma impersonal de la doctrina -que es el criterio de la pura objetividad- todos nuestros criterios, juicios, opiniones, tendencias, impulsos y actos, reduciendo a la mínima expresión, o mejor aún, erradicando por completo, el capricho y la arbitrariedad, la manía de originalidad y de independencia individual, el afán de protagonismo, el criticismo racionalista o sentimental y cualquier otra manifestación del individualismo.

La vida del hombre tradicional se distingue, ante todo, de la del hombre moderno, por este criterio doctrinal, por esta sumisión a la verdad y a los principios: mientras la vida del primero se halla inspirada por entero en una doctrina que orienta, ordena y da sentido a todos los aspectos de su existencia (una auténtica doctrina: sagrada, sapiencial, supra-humana, de origen trascendente, situada por encima de los criterios y las opiniones individuales), la del último se desarrolla con independencia de cualquier orientación doctrinal, al margen de toda doctrina, ignorando incluso lo que esta palabra significa. Careciendo de una pauta normativa que guíe su vida, el hombre moderno vive a su antojo, hace lo que le da la gana. El hombre tradicional, en cambio, vive como es debido, hace no lo que le apetece o le place, sino lo que es correcto, lo que es justo y necesario. Su comportamiento se ajusta a la Norma, y por eso puede ser calificado de normal, en la plena y genuina acepción de la palabra. Su manera de pensar, de hablar y de obrar se desarrolla con normalidad, en contraposición a la anormalidad del vivir moderno, completamente desorientado y desnortado en su radical anomia (ausencia de nomos, de ley o norma). Todo esto supone, evidentemente, un esfuerzo previo de conocimiento y asimilación del contenido doctrinal de la Tradición. Una vez dado este paso, hay que dejar que su mensaje transformador y vivificante penetre de modo natural en las diversas esferas y facetas de nuestra vida, de tal modo que vaya modelando, rectificando y ajustando nuestra misma manera de ser, nuestro modo de ver las cosas y de vernos a nosotros mismos, nuestra forma de comportarnos y de reaccionar ante los acontecimientos.

2.- Sacralizar y ritualizar la propia vida. Hacer que en ella se haga presente con la mayor intensidad posible la dimensión ritual y simbólica que constituye uno de los ingredientes capitales del mundo tradicional (para lo cual se hace imprescindible insertarse en una vía tradicional concreta; es decir, abrazar y seguir alguna de las diversas tradiciones ortodoxas). Rodearse de los ritos y símbolos sagrados de la Tradición, empapando con su luminosa influencia el propio ambiente existencial: el hogar, el recinto de trabajo, la indumentaria, el horario y el ritmo de vida. Procurar que el propio existir adquiera un perfil y un contenido sacrales, con contornos ritualizados y con sentido simbólico, en la medida en que lo permitan las condiciones de vida imperante en la civilización actual y las circunstancias personales de cada cual. Aprovechar, de manera especial, aquellos resortes y técnicas que la cultura sagrada pone a nuestra disposición para abrirnos a lo alto y plasmar en la vida diaria los contenidos de lo sacro: oración, meditación, lectura de textos sagrados, recitación de mantras o fórmulas sagradas (jaculatorias, invocaciones), práctica de mudras o gestos rituales (postraciones, genuflexiones y reverencias, santiguarse, gasho o saludo ritual con las manos unidas), adopción de asanas o posturas correctas. Sacralización de la misma postura, tanto física como mental, que se tenga en cada momento. Revestirse de un hábito o hálito cultural, litúrgico y sacrificial, incorporando al propio vivir esa componente de culto que es consustancial a la auténtica cultura (la palabra “cultura” viene de culto cultivo: el cultivo de la tierra efectuado con los ritos adecuados, realizando sobre ella un culto que la consagra y la vuelve fecunda). Hacer de nuestra vida entera un acto de culto, un servicio divino.

3.- Unidad, integración y concentración. Buscar lo que nos une, lo que nos unifica y fortalece, lo que nos permite superar la desunión, el conflicto y el desgarro interno, y nos hace ser “un reino unido”, para decirlo con palabras de San Francisco de Sales. Afianzar la unidad en nosotros mismos. Esto -“unión”, “unidad”- es lo que significa la palabra sánscrita Yoga: toda disciplina sagrada es, en realidad, un yoga, una vía de unidad. La del hombre tradicional es una vida entera, íntegra, unida y bien ensamblada, de una pieza. Es un todo armónico, perfectamente trabado, en el que cada parte o parcela se integra orgánica y solidariamente con las demás. Y por eso es una vida plena de sentido. Es la totalidad simbolizada por el círculo, a la que cuadran en su más estricta significación las voces “integridad” y “entereza” (lo que está entero, lo que es “redondo”, completo o consumado). Todo lo contrario que ocurre al hombre moderno, cuya vida se halla desintegrada, escindida, descentrada, formando un informe y caótico conglomerado, sin centro ni eje de unidad.

Hay que practicar y cultivar todo aquello que nos haga ganar en integridad, interioridad, profundidad, elevación, centralidad y armonía. Así, por ejemplo: introspección, reflexión, contemplación, trabajo, estudio, arte, música, silencio, ejercicio físico y mental. Asentar nuestra vida en el orden, en la paz y el sosiego, en la calma y la quietud creadoras. Apartar, por el contrario, lo que nos divide y debilita. Eliminar, o reducir a su mínima expresión, cuanto signifique desintegración, disociación (entre religión y vida, entre teoría y práctica, entre trabajo y arte, entre lo que se dice y lo que se hace), agitación, dispersión, disipación, distracción (el vivir distraídos, no la distracción que supone una sana distensión del ánimo), superficialidad, frivolidad, ruido y desorden. Hay que procurar estar bien centrados. Articular la propia vida en torno a un centro inconmovible. Tener siempre presentes los principios que son el centro de nuestra vida. No estar continuamente mariposeando, yendo de un lado para otro, cambiando de ideas, de proyectos o de actividades. Centrar la atención en una sola cosa, con la duración que haga falta. No aturdirse proponiéndose hacer muchas cosas; no pretender abarcar demasiado, para ganar en calidad e intensidad. Aprovechar cualquier ocasión que se ofrezca para concentrar las propias energías. Elegir como norma la estabilidad y la firmeza. Cultivar las virtudes de la continuidad, el tesón, la paciencia, la tenacidad y la fidelidad como medios para habituarse a concentrar la atención y el esfuerzo durante tiempo prolongado. Ir a lo esencial. Frente a la tendencia actualmente dominante, en que la vida se vuelve superficial, trivial e insustancial, quedando la vida interior asfixiada por la agitación externa, dar primacía a lo interno sobre lo externo y superficial, antepones lo importante y esencial a lo accidental y accesorio. “¡Oh hombre, hazte esencial!”, recomendaba Angelus Silesius.

4.- Rectitud, nobleza, autenticidad y pureza de vida. Mantenerse siempre en el Recto sendero. Vivir en conformidad con la Ley divina, con la Norma eterna, con el Dharma universal. Rectitud en palabras, obras y pensamientos; que la totalidad de la propia existencia se rija por una actitud pura, justa y noble. Esforzarse por hacer siempre el bien y por hacer todo bien: actuar con voluntad de perfección; hacer con primor, esmero y exquisito cuidado cuanto hagamos, dando lo mejor de nosotros mismos. Comportamiento serio y responsable, atenido a lo que la inteligencia y la conciencia nos dictan, que sopese bien las consecuencias de sus propios actos. Ser sumamente cuidadoso en los propios planteamientos intelectuales o mentales: no dejarse embaucar por esa demagogia íntima que tantas veces obnubila la razón. Asegurarse de que nuestras ideas están bien fundadas, se justifican, no son fruto de la arbitrariedad, del capricho o de un arrebato momentáneo. Practicar los valores y virtudes que hacen que la vida sea auténticamente humana y digna de ser vivida: honradez, valentía, fidelidad, lealtad, prudencia, discreción, amabilidad, gratitud, perseverancia, diligencia, laboriosidad.

Asentar la propia vida en el amor a la verdad, en la sinceridad. Evitar la falsedad y la mentira, la doblez y la hipocresía, la traición a la propia norma interior, la colaboración las fuerzas del caos o la rendición a sus incitaciones. No engañarse ni engañar a los demás. Que la verdad guíe nuestra acción, procurando no equivocarnos, no caer en el error ni desviarnos del recto proceder. Que nuestra vida sea íntegra y auténtica, dando preferencia al ser sobre el aparentar.

Esta línea de alta exigencia moral supone nobleza, magnanimidad, grandeza de alma: el ideal helénico e la megalopsychia y el indo-ario del mahatma. Sólo un alma noble se siente atraída por tan noble y excelsa norma de conducta; sólo en un alma grande pueden entrar y tener cabida tan elevados principios; sólo un alma grande y noble puede responder a lo que de ella se pide y a las altas exigencias que plantea el Camino recto. Cultivar esta nobleza es uno de los principales propósitos de la disciplina tradicional.

5.- Vivir en armonía con el ritmo cósmico. Ajustar la propia vida a las leyes eternas de la Naturaleza, expresión de la Voluntad del Creador. El hombre es un cosmos en pequeño, un microcosmos, y ha de regirse por las mismas leyes que regulan el macrocosmos, el grandioso edificio del universo. Esto significa llevar una vida, sana, natural, ordenada, sencilla, sobria y equilibrada, absteniéndose de cualquier cosa que sea antinatural, de todo lo frívolo y superfluo, de lo que no es necesario o es perjudicial, de lo que sea artificio y ficción engañosa (así, por ejemplo, el ingente cúmulo de necedades, necesidades artificiales y problemas inventados que genera la civilización consumista). El orden de la propia vida ha de reflejar el Orden que rige la Creación.

Hay que ordenar la propia vida en todos sus aspectos: la mente, las ideas y los sentimientos, el horario y el calendario, las actividades que se realizan durante el día, las cosas que utilizamos y configuran nuestro ambiente vital. Se impone huir del desorden, de las situaciones caóticas, del lujo y la extravagancia, de lo excesivamente rebuscado o complicado. La naturalidad y la sencillez son el ideal del modo de vida tradicional, pues sólo una vida sencilla, austera y sin excesos puede ser una vida libre y auténtica, en la que arraigue la verdad.

6.- Respeto, cortesía, actitud amorosa y caritativa. Respecto a nosotros mismos y a todo cuanto nos rodea. Consideración reverente y responsable hacia la realidad en todas sus formas de expresión, hacia las leyes de la vida y hacia los seres que comparten con nosotros la existencia. Respeto al orden jerárquico, a la diversidad y a las diferencias cualitativas que configuran el entramado de lo real. Respeto a lo que tenemos por encima, por debajo y a nuestro lado. Respeto al prójimo, a aquellos que con nosotros conviven: respeto a sus inclinaciones y convicciones, a su vocación, a su espacio mental y vital, a su manera de ser y de entender la vida (postura esta que excluye el proselitismo, esa aberración tan característica del Occidente moderno, que le ha llevado a querer imponer su civilización al resto de los pueblos de la tierra).

Trato cortés, atento y amable con todo y con todos. No destruir, despreciar ni desperdiciar ningún bien. No maltratar ni ofender a ninguna de las cosas que tenemos ante nosotros o que utilizamos en la vida diaria. No perjudicar, no atacar, no dañar a nada ni a nadie. No mancillar nuestra propia dignidad ni la dignidad de la Creación. Mantener una actitud de sagrada veneración ante la Naturaleza, manifestación de la Realidad divina. Tratar con delicadeza, con la máxima atención y ternura las personas y los objetos (animales, plantas, cosas inanimadas) que nos acompañan en el peregrinar sobre la tierra, nos sirven como buenos amigos o fieles servidores y nos ayudan a vivir. Comportarse con todo lo existente con la responsable magnanimidad de un rey y con el entrañable afecto de un hermano. Saber cuidar las cosas que nos han sido dadas, que Dios nos ha confiado para poder cumplir nuestro destino y misión. Actitud comprensiva y compasiva hacia todos los seres, empezando por el ser que tenemos más cerca, que somos nosotros mismos: comprensión y compasión hacia mi propia persona; amarme a mí mismo como base para poder amar a los demás (amar y amarme que significa desear el bien para mí y par mi prójimo). El hombre tradicional abraza con su amor a la totalidad de las criaturas, viendo en ellas compañeros de camino e incluso hermanos. El universo entero cabe en su abrazo cordial y redentor, en el que se refleja el amor con que el Creador mira a su Creación y que recibe el nombre de “caridad cósmica”.

7.- Mente abierta, flexible y receptiva. Abertura del ánimo, en actitud de cordialidad, simpatía y empatía con todo cuanto vive. No cerrarse ni anquilosarse. Evitar cualquier forma de rigidez, de fanatismo, de obcecación o cerrazón mental. Conservar el propio espíritu siempre virgen, en un temple de frescor, blandura y flexibilidad que le capacite para dar la respuesta adecuada en cada ocasión y para adaptarse a lo que de él exijan las circunstancias. Estar dispuesto a rectificar o enmendar lo que sea necesario en la propia manera de ser y de actuar, a tenor de indicaciones certeras que se reciban. Actitud receptiva, acogedora, de escucha activa. No estar continua y exclusivamente oyéndose a sí mismo, obsesionado con los propios problemas e intereses. Vivir en continuo y generoso intercambio con cuanto nos rodea. Vivir con las ventanas del corazón abiertas al mensaje que nos llega de las personas y de las cosas. El universo entero es una revelación: a través de todos y cada uno de los hechos de la existencia se nos trasmiten verdades de la mayor trascendencia para nuestra vida espiritual. Cada momento, cada cosa y cada acontecimiento nos trae alguna enseñanza. Hay que colocarse en una disposición de ánimo que nos permita captar ese mensaje, esa voz íntima y secreta, prestos siempre a responder y corresponder como es debido, y a ofrecer ayuda allí donde sea necesario.

Solo en una mente abierta puede entrar la luz de la Verdad. Solo un espíritu totalmente abierto puede asimilar la doctrina tradicional. Por desgracia, el hombre ordinario vive encerrado en sí mismo, enclaustrado en su mundo y con su mente llena de vaciedades y fruslerías que le impiden captar lo realmente importante.

8.- Centralidad, equilibrio y mesura. El ritmo y la medida son los criterios existenciales del hombre tradicional, cuya vida se haya conformada por una aritmética y geometría sagradas. Mesura en todo: en el comer, en el beber, en el dormir y el descansar, en el pensar y el hablar, en el trabajar y el divertirse. Es el sé stesso misura (“se mide o mesura a sí mismo”) con que Dante define el comportamiento y estilo vital del hombre de bien (Purg. XVII, 98). Vida bien templada, sin los rigores de la frialdad o acaloramiento que suelen atormentar a los seres humanos: lejos tanto de frialdades glaciares, que hielan y endurecen el corazón, como de ardores abrasantes, que perturban la paz interior y arrasan cual violento incendio los campos del alma. Temperancia y moderación que eviten exageraciones y desviaciones dañinas, violentas intransigencias, radicalismos y rigideces, obsesiones y manías.

Buscar en todo instante el centro de equilibrio: el “Justo Medio”, equidistante del exceso y del defecto, del que habla la doctrina zoroástrica; el “Camino del Medio” de la doctrina budista; el “Centro aureo” postulado por Confucio y la tradición china; la senda simbolizada por el brazo central de la Y pitagórica. “En el centro está la virtud”, afirman al unísono tanto los autores clásicos del mundo grecorromano como los moralistas y místicos cristianos, Imponerse un método, una disciplina, una ascesis que, empleando técnicas perfectamente medidas, actúe como límite creador; una ascesis que no sea ni demasiado tensa ni demasiado relajada, ni excesivamente dura ni excesivamente blanda, distanciada por igual del hedonismo enervante y del ascetismo mortificador o masoquista. Guiarse, en las diversas vicisitudes y circunstancias del vivir cotidiano, por una mesurada austeridad, por una sana frugalidad y una noble sobriedad. Reducir al máximo los deseos, apetencias, aspiraciones y necesidades. Cultivar y fomentar tan sólo las aspiraciones y deseos nobles. Desechar todo lo degradante, lo que nos esclaviza al mundo de los sentidos, lo que acentúa el sentido del ego.

9.- Postura de radical desapego. La Abgeschiedenheit (“distanciamiento”, “apartamiento” o “aislamiento”) de la que habla Meister Eckhart, equivalente a la “pobreza de espíritu” evangélica. No vivir apegado a las cosas, agobiados por tareas y preocupaciones mundanas. No estar pendientes de lo que pasa y de cómo nos van las cosas; no estar movidos por la sed de dinero, de fama o de poder. Desprenderse del afán de poseer y dominar. No aferrarse a nada ni a nadie, de tal forma que no sintamos su perdida o nos desespere su desaparición; pues todo es perecedero y el aferrarse a ello, como si fuera a durar para siempre, no ocasiona sino dolor y pesar. Ánimo desprendido, desnudo, vacío, en radical soledad, con la mirada fija únicamente en lo Eterno. Lo que Eckhart llama “ánimo célibe” (lediges Gemüt); la “bondad indiferente” de Tertuliano, la “santa indiferencia” de los místicos españoles; el “soltar presa” que enseña el Zen. Ser pobre en medio de las riquezas: poseer las cosas con si no se poseyeran; no desearlas si no se poseen. Vaciarnos de todo: desprendernos de los impedimentos con que nos complicamos la vida y descargarnos del pesado e inútil bagaje que solemos acumular sobre nuestra alma.

La soledad interior como medio formativo y recurso liberador, como requisito para la inspiración y como base de la auténtica comunidad, no la soledad negativa, como aislamiento individualista e insolidario, como síntoma y amargo fruto del desamor. Un vivir solitario que es al mismo tiempo radicalmente solidario, pues está animado por el amor, nutriéndose de la Fuente del Amor eterno. Sólo con este desapego interior puede el hombre alcanzar la perfecta libertad; pues gracias a él consigue liberarse de sí mismo y de todo cuanto le rodea: ya no se ve afectado por los acontecimientos; los contratiempos no hacen mella en su ánimo, permanece siempre idéntico e impasible. Se instala en un estado de ecuanimidad, de equidad anímica o igualdad de ánimo (“la santa igualdad de ánimo”, que decía San Francisco de Sales). Sabe contemplar con un temple sereno la buena y la mala fortuna, el éxito y el fracaso, la alabanza y la censura.

10.- Eliminación del egoísmo. Extirpar cualquier tendencia egocéntrica y egolátrica. “El ego es el infierno”, repiten insistentemente los místicos cristianos, hindúes, musulmanes y budistas. El camino de la libertad pasa por el sometimiento y aniquilación del ego. Es el camino de la abnegación y del anonadamiento (el self-naughting de la mística inglesa). Ser nada para serlo todo. Hemos de vivir en un estado de completa sumisión a la Voluntad divina, ofreciendo a Dios todo cuanto hagamos o poseamos y aceptando todo cuanto él nos envíe. La voluntad propia debe borrarse para dejar paso a la Voluntad de Dios. En la vida cotidiana hay que mantener una postura de desconfianza y distancia hacia el propio yo: hacia todo lo que de él surja (emociones, opiniones, juicios, apetencias, preocupaciones, dudas, temores). Nuestro peor enemigo está dentro de nosotros: es nuestro ego, nuestro yo. De él provienen todos nuestros problemas. Este es el adversario que hemos de vencer si queremos que despierte y se afirme nuestra realidad espiritual.

Desprenderse de la noción de “yo y lo mío”, que de ordinario condiciona nuestra actuación y nuestro pensamiento a lo largo del día. Procurar vivir en un estado de anonimato, como si no fuéramos nada ni nadie. Como paso previo, ya que este nivel de total anulación del ego es sumamente difícil, convendrá que el ego adopte una actitud servicial, poniéndolo al servicio de la Verdad y haciendo que se considere servidor de Dios y del prójimo, con lo cual se irá depurando hasta que llegue a esfumarse casi por completo. Para liberarnos del egoísmo disponemos disponemos de un doble antídoto: la humildad y la generosidad. La humildad nos hace reconocer que somos muy poca cosa, que estamos llenos de debilidades y limitaciones, que somos falibles y corruptibles, y que todo cuanto tenemos lo debemos. La generosidad nos lleva a reconocer la valía y grandeza fuera de nosotros, a admirar lo que nos supera y a subordinarnos a ello, a entregarnos a lo grande y noble, a dar con liberalidad (prefiriendo dar a recibir) y a pensar en los demás antes que en nosotros. Operando conjuntamente, humildad y generosidad nos impulsan a buscar por encima de todo el bien, la verdad y la belleza, al tiempo que nos permiten someternos con facilidad y sin problemas a lo que por naturaleza estamos sometidos.

11.- Acción pura y desinteresada, realizada con sentido sacrificial. Hacer aquello que debe ser hecho sin preocuparse por las consecuencias que de ello se puedan derivar para nuestra persona. Cumplir el propio deber, con independencia del agrado o disgusto que nos ocasione la tarea a realizar y sin consideración al éxito o fracaso, a los buenos o malos resultados que se puedan conseguir, al aplauso o la crítica con que sean acogidos nuestro proceder y obra realizada. A la hora de emprender una actividad, no tener en cuenta las perspectivas de triunfo o derrota, de ganancia o pérdida, de premio o castigo, sino tan sólo la rectitud y conveniencia de la acción a realizar. Es el ideal del Karma Yoga de la tradición hindú: la acción desvinculada de los frutos, efectuada con total desprendimiento y ofrendada a Dios, sabiendo que él es el verdadero Hacedor, que nosotros sólo somos sus instrumentos.

Hacer bien las cosas no porque se nos vaya a premiar nuestra buena conducta, sino por amor al bien. Abstenerse de hacer el mal no porque uno vaya a ser castigado, sino por espontáneo y radical rechazo del mal como algo contrario a nuestra naturaleza. Vivir la acción como sacrificio, en la significación etimológica de la palabra: sacer facere=”Hacer Sacro” . Inmolar el ego en el altar de dicho sacrificio, hacer que se consuma en las llamas de ese fuego sagrado. Obrar con total desapego, sin ego, sin la noción “yo soy el que hace”, sin pensar que voy a obtener esto o aquello, que hay un sujeto que va a ser derrotado o va a salir vencedor. Realizar a conciencia, incluso con ilusión y entusiasmo, las tareas que nos correspondan, esforzándonos por que la nuestra sea una obra bien hecha. En los combates que haya que emprender, luchar con el mayor ímpetu por alcanzar la victoria, pero sin obsesionarnos con ella y sin temer tampoco la derrota. Perder y ganar con el mismo buen ánimo, como el buen deportista. Actuar, trabajar y combatir con espíritu deportivo. Actitud lúdica ante la vida, participando gozosamente en la Danza y el Juego de Dios, lo que los hindúes llaman el Lila divino.

12.- Vivir en perpetuo estado de alerta interior. Mantener una permanente actitud de atención y vigilancia (el sati budista). Estar siempre despiertos, atentos a lo que pasa dentro y fuera de nosotros. Ser en todo momento conscientes de lo que hacemos, pensamos y decimos; mantener bajo atenta observación los movimientos de nuestro cuerpo, nuestros impulsos y motivaciones, las conmociones que tienen lugar en nuestra alma. Darse cuenta cabal de la realidad en que vivimos inmersos, percibiendo con nitidez hasta sus más ínfimos detalles. Visión circular capaz de hacerse cargo de la totalidad de la situación ya la que nada pase inadvertido.

No vivir distraídos, despistados o atontados, dormidos o aletargados, sumidos inconscientemente en el puro devenir horizontal, como muertos en vida, como zombis o robots con apariencia humana. No permitir que nuestra mente funcione a base de automatismos y reacciones inducidas, como si fuéramos entes teledirigidos manipulados por quienes detentan los poderosos medios de comunicación de la moderna sociedad de masas. No dejar que la existencia vaya discurriendo sin apercibirnos del hondo misterio que encierra, sino justo lo contrario: despertar a la vida y estar siempre en guardia manteniendo la postura erguida y acechante del centinela que vela el tesoro de la ciudad interior. Es esta una actitud indispensable para el conocimiento de sí mismo y del mundo. Y es asimismo la única vía posible para conseguir la sumisión del ego, en lugar de ser él quien nos someta y esclavice.

13.- Vivencia del instante presente. Entrega íntegra y total a la acción del momento. Concentrarse en lo que uno hace en cada instante, con completo olvido de todo lo demás. Vivir de lleno, limpia e intensamente en el “aquí y ahora”. No estar pendiente de lo que fue o de lo que será, de lo que ha pasado ayer o de lo que puede pasar mañana. No dejar que nos invada la preocupación por el futuro ni el lamento o el remordimiento por lo ya acontecido. Identificarse con el quehacer actual, fundirse con la tarea que tenemos entre manos, sea ésta la que sea. Poner todo nuestro ser en aquello que hacemos , ya sea comer o trabajar, meditar o caminar, rezar o descansar, hablar con un amigo o contemplar una obra de arte. Consagrarnos a ello en cuerpo y alma, con todos nuestros sentidos, como si nos fuera en ello la vida (que realmente nos va en ello), como si de los más vital y trascendente se tratara, viviéndolo como algo sagrado. Fundirnos con lo real, con lo que es -es decir, con lo que ante nosotros aparee como dado en este momento-, en vez de estar contínuamente pensando en lo que podría ser o nos gustaría que fuese, lamentando no poder estar en tal o cual sitio y echando de menos esta o aquella actividad más grata y apetecible que podríamos estar haciendo ahora. De este modo la vida queda anclada en el Eterno Presente, en el Ahora supremo en el que resplandece la Presencia de Dios.

La vivencia del presente exige también no perder el tiempo; saber aprovechar cada pequeña parcela de ese bien tan valioso e irrecuperable que la Providencia pone a nuestra disposición; no permitir que el tiempo pase indolentemente; no dejar que se esfume desaprovechado o desapercibido ni un solo minuto de nuestro existir cotidiano. Todo lo contrario de esa actitud que se resume en la locución “matar el tiempo”. Matar el tiempo es matarse poco a poco. Perder el tiempo es perder la vida, suicidarse lentamente. Sólo quien emplea bien su tiempo en buenas acciones, plenas de contenido, salva su vida, la hace provechosa y le da sentido.

14.- Esfuerzo heroico y voluntad combativa. Para vivir la vida como es debido hace falta tensión afirmadora, espíritu de lucha, energía interior, fuerza y tenacidad, virilidad espiritual (la virya indo-aria, la virtus romana, la areté helénica). Esfuerzo sostenido con persistencia, exigencia y rigor, acción continuamente orientada a la perfección. Trabajar y trabajarse sin cesar. Desconfiar de todo lo que sea pasividad, abandono, inercia, ociosidad, somnolencia, abulia, desidia, dejarse llevar. Empeño y resolución para realizar el propio destino, para llevar a cabo la misión única e intransferible que nos ha sido encomendada en esta vida, para modelarnos y perfeccionarnos, para avanzar en el sendero de la Liberación y la Iluminación. Coraje y determinación para vencer todas las dificultades que se interpongan en nuestro camino. Y sobre todo tesón y perseverancia en la consecución del objetivo propuesto y en la práctica de la disciplina elegida. no desanimarse por los fallos y errores que se cometan; no rendirse ante la constatación de la propia debilidad. Lucha implacable contra las potencias del caos y de las tinieblas, dondequiera que se insinúe su presencia, y de un modo especial en el terreno que más nos concierne y que tenemos más próximo: en su proyección dentro de nuestro propio ser. Dicho con otras palabras: guerra sin cuartel contra el dragón que se oculta en la caverna de la propia individualidad. Es lo que la doctrina tradicional designa con el nombre de “gran guerra santa”. La vida ha de ser vivida como un combate al servicio de Dios, como una lucha sagrada por el triunfo de las fuerzas del orden y la luz. “Milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, dice la Biblia.

15.- Autodominio y señoría de sí mismo. Imperio sobre la propia individualidad. Lo que Lao-Tse llama “conquistar y conservar el Imperio”. Ser dueño y señor del propio mundo psíquico y mental, de las propias reacciones y emociones. No dejarse llevar por los sentimientos; no permitir que la propia irracionalidad nos maneje y nos dicte la manera de pensar, de hablar y de actuar. No enajenar ni alienar nuestra vida interior. Vivir desde uno mismo, y no desde instancias externas, a impulsos de resortes ajenos. No estar a merced de lo que ocurra en nosotros o en torno nuestro; no estar sujeto a los vaivenes que pueda experimentar el alma. Dominar las pasiones, en vez de dejar que sean ellas las que nos dominen. Poseer las cosas en vez de ser poseído por ellas. Que nada pueda mandar sobre nosotros, esclavizarnos o sojuzgarnos. Que le propio mundo personal sea semejante a un imperio o reino bien regido, sin rebeldías ni insubordinaciones ilegítimas, obediente a la Ley del Cielo. Un imperio fuerte y poderoso, pero al mismo tiempo benigno, suave, humano, flexible. Que la propia vida se organice como una comunidad rectamente ordenada, articulada con arreglo a la justicia y de acuerdo a la correcta jerarquía, con un principio dominador firmemente asentado en el propio centro. Que la realidad espiritual, el Yo superior, mande como rey sobre le plano de lo físico y psíquico, sobre el yo inferior, efímero y contingente. Sólo sobre esta base es posible la verdadera libertad. Ser libre es dominarse, ser dueño de sí, ejercer un control inteligente, justo y sereno sobre el propio ser, sometiéndolo a los dictados de la inteligencia y de la Norma espiritual -sometiéndolo, no tiranizándolo-.

16.- Claridad, lucidez, racionalidad. Comportamiento lógico y racional, animado por el logos ordenador, por la razón clarificadora y desbrozadora de las sombras que suelen adueñarse del alma. Mantener en todo instante un estado de claridad mental, de luminosidad intelectual, de lúcido discernimiento. No tolerar que la propia mirada se vea nublada por el error o la ignorancia (la avidya de la doctrina budista y vedantina, la ceguera espiritual). Impedir que el elemento irracional determine los criterios rectores de nuestra vida. Moverse en un permanente clima de inteligencia y sensatez: que en el propio mundo psíquico impere la luz y que en él no se ponga nunca el sol de la cordura.

Mantenerse alejado de la insensatez, la torpeza física y mental. Huir de todo lo que sea confusión, ofuscación, ideas poco claras, sentimentalismo (predominio de lo sentimental, el sentimiento como criterio y regla de vida), oscuro misticismo, sugestiones colectivas, gregarismo y fenómenos de masas, manipulación de los estratos subconscientes de nuestra psique (cosas todas ellas que están a la orden del día en los tiempos que corren). Evitar cualquier clase de intoxicaciones, adicciones o espasmos emotivos que ofusquen y ensombrezcan nuestra mente, que disminuyan nuestra consciencia, que rebajen nuestra lucidez intelectual y nuestra fuerza volitiva. No consumir drogas, narcóticos o productos alucinógenos, que adormezcan o inhiban nuestra capacidad de acción y reacción, que nos hundan en la penumbra o siembren en nuestra alma la desidia o la impotencia. No abusar de las sustancias calmantes y estimulantes, en las que el hombre moderno tiende a confiar ciegamente, delegando en ellas el control de su vida. Evitar que haga presa en nosotros las técnicas de envilecimiento, de condicionamiento de la mente y de amaestramiento colectivo que tan enorme desarrollo han adquirido en la civilización moderna. Al hablar de la necesidad de evitar las drogas, esto incluye también aquellos productos intoxicantes más sutiles, que podríamos calificar de drogas culturales, psíquicas o mentales, con las que se nos bombardea sin cesar y que forman parte del lavado de cerebro y de carácter a que se ve sometido el hombre de hoy.

17.- Actitud profundamente objetiva y realista. No desvirtuar, tergiversar, distorsionar ni violentar la realidad. Ver las cosas tal como son, y no pretender verlas como quisiéramos que fueran, proyectando sobre ellas nuestro subjetivismo deformante. Conservar una postura de central imparcialidad, de impersonal objetividad, que excluye no sólo cualquier actitud partidista o sectaria, sino también el ilegítimo aferramiento a preferencias individuales, el teñir la realidad con el color de los propios deseos o el encastillamiento en enfoques parciales. Normas básicas a tener en cuenta son aquí: el no engañarse con las propias construcciones mentales o mediante ingeniosos malabarismos dialécticos; el aceptar la realidad en toda su desnudez, en vez de sacrificarla o supeditarla a los propios gustos, apetencias o manías; saber captar la verdad objetiva, sin deformaciones interesadas; anteponer la verdad a cualquier otra consideración y acostumbrarse a preferir la verdad pura y simple a cualquier interpretación edulcorada de los hechos. Es necesario, sobre todo, mantener una actitud imparcial y neutral ante nuestra propia vida anímica: ante nuestras alteraciones emocionales, ante los altos y bajos que pueda experimentar nuestra alma, ante el impacto del placer o del sufrimiento, ante las consecuencias afirmadoras o negadoras del yo que traigan consigo los acontecimientos. Sólo así podremos dejar de vernos zarandeados por las conmociones del psiquismo.

18.- Aceptación, confianza y alegría. Alegre y serena aceptación de lo que ocurre, de todo aquello que la vida nos trae, viendo en ello algo que Dios nos envía para nuestro propio perfeccionamiento. Gozosa afirmación de la vida, con todos sus bienes y pesares, considerada como un don de Dios que hay que saber aprovechar para hacer rendir los talentos que se nos han dado. Y al mismo tiempo, tranquila aceptación de la muerte, mirada cara a cara, sin rechazo ni temor. Confiar en la Providencia divina, en la Ley sabia y amorosa que rige el orden cósmico. Conformidad con el propio destino, con la propia suerte y condición (el propio karma), sabiendo que nada es casual, que todo tiene su sentido, pues descansa en una profunda lógica y obedece a leyes precisas que rebasan nuestra comprensión. No quejarse ni caer en el pesimismo. No caer tampoco en un ciego fanatismo, sino actuar con energía cuando se trata de enmendar una situación deplorable o indeseable. Ver las cosas por el lado bueno y positivo. Saber extraer lo mejor de las experiencias, como la abeja que saca la miel de las flores amargas.

Fidelidad al svadharma, a la ley o norma del propio ser, a la norma que rige nuestra naturaleza personal y nos señala nuestro destino. Lejos de hallarse movido por la ambición, por el afán competitivo, por la obsesión de progreso y ascenso en la escala social (la absurda manía de ser o aparentar ser más que los demás o, cuando menos, de igualarse al que está por encima), el hombre tradicional no anhela otra cosa que estar en el propio puesto, aquél que corresponde a su propia naturaleza, a su más íntima vocación, a sus cualidades, aptitudes y méritos. No hay nada más alejado de la norma tradicional que la insatisfacción, la agresividad, el perpetuo descontento, la envidia y el resentimiento, actitudes malsanas que son fomentadas y atizadas por la moderna civilización del igualitarismo y el consumismo. Una vez más, naturalidad, rectitud, autenticidad y sencillez. El hombre tradicional vive conectado a las fuentes de la alegría (el Ananda o Gozo divino). Por eso es inasequible a las potencias abisales que entenebrecen la existencia humana y extienden sobre ella el negro velo de la tristeza, que es el peor veneno del alma. Vive contento con lo que es y lo que tiene. No se rinde jamás a la amargura, la angustia o la apatía. Su temple vital se caracteriza por la simpatía, el sentido del humor y una jubilosa ingenuidad. La sabiduría se compadece mal con estados del alma como la irritación, la melancolía, la adustez, el desabrimiento y el malhumor; es risueña y jovial, como lo prueba la sonrisa que resplandece en el rostro del Hombre divino, sabio o liberado (Cristo, buddha, Lao-Tse, Ramana Maharshi). También en este punto su forma de vivir se presenta en abismal contraste con la del hombre moderno, cuya vida es triste y angustiada, insípida y monótona, aburrida y sombría, amenazada por la depresión y la náusea vital, lo que le lleva a buscar la evasión en paraísos artificiales, tan lúgubres como penosos y esclavizadores.

19.- Llenar la vida de belleza y poesía. Vivir con sentido poético; esto es, con sabiduría y amor, proyectando luz sobre las cosas, descubriendo las profundas riquezas que encierra la vida. Moverse y mirar el mundo con vocación creadora y armonizadora, con una visión de totalidad, incorporando al propio vivir la fuerza renovadora que en sí contiene la poesía. Hacer de nuestra propia vida una obra de arte, una realidad bella, armónica y bien formada, en la que se realice de forma efectiva la síntesis de aquellas tres cualidades del Ser -el bien, la verdad y la belleza- puestas de relieve por la filosofía platónica. Incorporar la elegancia, la finura y la delicadeza a las diversas manifestaciones que configuran nuestra existencia cotidiana.

La cultura tradicional se halla bañada en un mar de poesía y belleza. Todo en ella es bello y va envuelto en un delicado aliento poético: desde los textos sagrados a la arquitectura de los templos, desde los símbolos de los utensilios que es usan en la actividad diaria, desde el vestuario a las formas de vida. A diferencia de lo que ocurre en la moderna civilización industrial, donde el arte es algo separado de la vida cotidiana, reservado a una minoría de individuos privilegiados y ociosos, en la cultura tradicional todo hombre es un artista y un poeta: todo lo que hace tiene un valor poético y artístico; va creando arte y poesía a medida que vive. Si la belleza es el resplandor de la verdad, una vida que esté enraizada e inspirada en la verdad será una vida bella, de la misma forma que quien da la espalda a la verdad o la desprecia estará condenado por fuerza a penar bajo el error y el horror, cayendo en una existencia fea y deforme. La vida del hombre tradicional, lo que es tanto como decir del hombre normal, se halla en las antípodas de la vida prosaica del hombre moderno, una vida gris y opaca, que se ve asfixiada por la fealdad y la insustancialidad, abrumada por enormes monstruosidades de toda índole.

20.- Disciplinar el cuerpo y la mente. Ejercitar el cuerpo, para fortalecerlo, endurecerlo y darle flexibilidad y resistencia. Saber aprovechar todas sus energías y desarrollar todas sus potencialidades, de tal modo que se convierta en un firme apoyo para la obra de elevación y realización espiritual. No olvidar nunca que la meta a alcanzar es el desarrollo integral, armónico y equilibrado de la persona. La doctrina tradicional -distante por completo de aquellas aberrantes corrientes espiritualistas que creen ver un irreductible antagonismo entre espíritu y materia, entre alma y cuerpo, mirando con desprecio este último- valora con especial énfasis el ejercicio físico y el cultivo de la realidad corporal del ser humano, actitud que tiene su fundamento doctrinal en la consideración de lo sensible como manifestación de la realidad espiritual y en la estrecha conexión existente entre cuerpo, alma y espíritu. Prueba de ello es la importancia que en la cultura tradicional adquieren el trabajo manual, la artesanía, el canto y la danza, el deporte como acción sacral (los juego griegos, las artes marciales orientales, el Hatha-Yoga). La música y la gimnasia son las dos palancas propuestas por Platón para la formación del hombre ideal (yendo comprendida en la noción griega de “música” también la poesía). Cabría recordar asimismo el importante papel que en las técnicas iniciáticas desempeñan la postura corporal, el mismo ritmo de la respiración o la concentración en determinadas zonas del cuerpo. En la doctrina cristiana el cuerpo humano es concebido como “templo vivo del Espíritu Santo”, de la misma forma que el universo se revela como cuerpo y templo de Dios.

Más importante aún que la disciplina del cuerpo, es la disciplina de la mente. Somos lo que pensamos. De como funcione nuestra mente, depende cómo sea nuestra vida. La mente es lo mejor y lo peor que tiene el hombre: lo mejor, cuando está controlada, cuando ha sido afinada y depurada; lo peor, cuando campa por sus respectos y se agita desbocada, sin control ni freno alguno. Hay que someter y purificar la mente para que se vuelva flexible, transparente y permeable a la influencia del espíritu. Entonces funcionará de manera correcta, convirtiéndose en un espejo que refleja la luz de la Mente divina. En realidad, el adiestramiento y fortalecimiento del cuerpo ha de cooperar a esta labor de catarsis mental, tal y como lo expresa el viejo adagio latino mens sana in corpore sano.

21.- Conciencia de la Presencia divina. Hay que recordar sin cesar, tener viva en la mente, como un dato de la más palpitante evidencia, la idea de que la Divinidad se halla presente en el centro de nuestro ser y en el mundo en que vivimos, en todo cuanto nos rodea. Lo Absoluto no es algo extraño y distante, sino una realidad omnipresente; presente en el universo entero y en lo más íntimo de nosotros mismos.

Tener conciencia de la Presencia divina significa ser consciente de que Dios es la raíz misma de nuestra vida, que sin él nada podemos y que a él pertenece todo cuanto somos, cuanto tenemos y cuanto hacemos. Conservar siempre vivo en nuestro espíritu el recuerdo de Dios e invocar en todo instante su Nombre. Vivir con la convicción de que el Ser supremo está más cerca de nosotros que nosotros mismos y que la Fuerza divina es lo que actúa en, por y a través de nosotros. Ver a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios. Sentir la Divinidad en todas partes y en todo momento; pues no hay nada que exista fuera del Espíritu, no siendo la existencia universal sino la manifestación de la Realidad absoluta, la expresión de la Verdad última (la Deidad, el Tao, el Brahman, la Budeidad o Naturaleza-Buddha, según la designación que recibe el Principio supremo en las diversas tradiciones).

La repetición continua del Nombre divino (el dhikr islámico, el japa hindú, el nembutsu budista, la “oración de Jesús” o la invocación del Sagrado Corazón cristianas) es el método empleado en todas las tradiciones para permitir al individuo concentrarse en la Presencia inefable y mantener vivo el recuerdo de lo Eterno. En entero edificio tradicional, con la forma de vida correspondiente, descansa en este recuerdo que nos devuelve la memoria de lo que somos y nos remite al Origen y el Fin de nuestra vida, indicándonos de dónde venimos y adónde vamos.

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