Teología

Una meditación crítica ante la obra de Pieter de Grebber

Nota bene: na versión de esta entrada se publicó originalmente el 15 de mayo de 2013. Ha sido corregida y actualizada.

Hace ya algunos años, un lector de mirada contemplativa tuvo a bien enviarme la reproducción de una obra singular: Dios invitando a Cristo a sentarse en el trono a su diestra, atribuida a Pieter de Grebber y fechada en 1645. Desde entonces, la imagen ha circulado con cierta insistencia entre foros devocionales y artísticos, sin dejar de suscitar interrogantes teológicos de no escasa hondura.

En la composición, Dios Padre es presentado como un anciano de barbas augustas, coronado no con la tiara de gloria celeste que evocan los profetas, sino con la tiara pontificia, signo terrestre de autoridad eclesial. Con un gesto de mando, extiende la mano hacia su diestra, invitando al Hijo a ocupar el trono de exaltación. Frente a Él, Jesucristo aparece despojado, envuelto apenas con la clásica capa de escarnio romana; las llagas de la cruz permanecen abiertas, y sus rodillas hincadas manifiestan una actitud de espera reverente. El Espíritu Santo, misterio consustancial de la Trinidad, se halla representado, al menos visiblemente disminuido en la parte superior.

De Grebber, pintor católico en la República Holandesa dominada por la reforma calvinista, fue figura destacada en el arte de los retablos clandestinos, lugares donde la liturgia católica resistía con el recogimiento de las catacumbas. Su obra no es la de un renegado, sino la de un hombre piadoso que respiraba el barroco en su plenitud. Y sin embargo, esta pintura concreta, cargada de dramatismo y conmoción, revela algo más que la intención devocional: revela una inflexión estética que no está exenta de riesgos teológicos.

La escena, si bien conmovedora, sugiere un Hijo que aún no ha sido plenamente glorificado, como si la Ascensión dependiera de un gesto de concesión por parte del Padre. El Cristo de esta imagen no es el Παντοκράτωρ bizantino que reina desde la eternidad, sino un suplicante que aguarda, herido y sumiso. Repito: En la iconografía bizantina, Χριστὸς Παντοκράτωρ (Cristo Pantocrátor) es la imagen por excelencia del Señor resucitado y glorificado, no un suplicante, sino el Juez y Rey eterno, el Logos encarnado entronizado más allá del tiempo. La forma en a que es presentado el Espíritu Santo, así como su posición, consuma esta asimetría, omitiendo el principio trinitario que es fuente de la misma unidad divina.

Y aquí el asunto se agrava: el título mismo —”Dios invitando a Cristo” y no “El Padre invitando al Hijo“— sugiere una escisión ontológica. Como si el Hijo no fuese plenamente Dios. Como si él no compartiera la misma naturaleza, gloria y majestad del Padre. Esto no es meramente una licencia artística: es una herida al dogma trinitario. ¿Qué pensaría san Atanasio, cuya pluma afilada forjó el Quicumque vult, al contemplar esta escena? Aquí no se afirma la πίστις καθολική, la fides catholica (y por lo tanto antigua, patrística, tradicional, diría el John Henry Newman), sino que se resbala hacia un arrianismo pictórico, donde el Hijo es inferior, donde la Trinidad se disuelve en una jerarquía de apariciones sucesivas.

El arte sacro, cuando pierde su raíz en el ícono, abraza la μῐμησις (mímesis), es decir, la imitación de la naturaleza sensible. Este término, que proviene de la tradición filosófica griega, fue profundamente explorado por Platón y Aristóteles. En el Libro X de la República, Platón desconfía de la mímesis, pues la considera una copia de la copia, un alejamiento de la realidad inteligible. Aristóteles, por su parte, en la Poética, la defiende como una forma natural del alma humana de aprender: “¡El hombre es el más imitativo de los animales!“, escribe. Pero incluso en su filosofía, la mímesis no es fin en sí misma, sino medio pedagógico.

Cuando el arte cristiano acoge la mímesis como principio rector, deja de ser icono (es decir, participación en el arquetipo divino) y se convierte en escena dramática, en patetismo humano. Y de ahí, como bien ha advertido la Radical Orthodoxy, se desliza hacia una estética desligada de la metafísica de la participación. Como escriben John Milbank y Catherine Pickstock, el problema no es simplemente que el arte moderno sea “más humano”, sino que ha perdido la analogía del ser. Ha dejado de mediar lo invisible para obsesionarse con lo inmediato.

Esta dislocación no se limita al arte. La teología moderna también ha sufrido este giro antropocéntrico. La “teología dialéctica” de Karl Barth, con su radical separación entre Dios y el mundo, reduce la encarnación a un acto paradójico y discontinuo, desarticulando la teología sacramental. Dietrich Bonhoeffer, en su “teología del Cristo para los demás“, contribuye involuntariamente a una piedad horizontal, donde la historia sustituye al Misterio. Incluso Joseph Ratzinger, en su Jesús de Nazareth, si bien ortodoxo en su intención, muestra una tensión entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, que puede prestarse a equívocos modernistas.

El Segundo Concilio de Nicea lo comprendió con meridiana claridad: el arte sagrado no es decoración, es teología en imagen. Las figuras deben ser veneradas, no porque representen lo bello, sino porque re-presentan lo santo. “El honor tributado a la imagen va dirigido al prototipo“. Y añadía con fuerza: quien niegue esto, que sea excomulgado.

Volvamos entonces a la obra de De Grebber. No con condena precipitada, sino con discernimiento espiritual. Al representar a Cristo como un mendicante de gloria, como un ser desnudo, separado del Padre y carente del Espíritu, se proclama sin palabras una teología errada, una piedad huérfana de dogma. Es, en el fondo, la misma intuición que late en ciertas teologías modernas: un “Jesús de la historia” separado del Cristo de la fe, una humanidad que suplanta la divinidad, una adoración sentimental sin raíz litúrgica.

Contra tales desviaciones, recordemos con San Cirilo: “Nosotros no adoramos a un hombre portador de la divinidad, sino a un Dios hecho hombre“. Y que nuestro arte, como nuestra liturgia, hable siempre con la voz del Icono: no imitando la naturaleza, sino transfigurándola.


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6 Comments on “Una meditación crítica ante la obra de Pieter de Grebber

  1. Coincido en que el arte sacro desde el Renacimiento clásico ha entrado en decadencia (acentuada después en el modernismo apoyado por el CV2), pero me parece que en el cuadro el Espíritu Santo aparece arriba de la composición, entre dos querubines (aunque con la μίμησις presente en la obra, no se alcanza casi a ver).

  2. Claudio, a ello me refería con \”me parece que en el cuadro el Espíritu Santo aparece arriba de la composición, entre dos querubines (aunque con la μίμησις presente en la obra, no se alcanza casi a ver)\”.

  3. Tiene que haber claridad a la hora de pintar a cada una de las Tres Divinas Personas! Pintura arriana atenuada, pero arriana a fin de cuentas.

  4. Por supuesto que el Espíritu santo, esta entré los querubines, yo saque mi lupa especial y se ve muy claro, sin la lupa se distingue ¡cual es la finalidad de comentarista? Da la impresión que el mismo está dañando al Mismo Dios hijo, con sus comentarios no bien afortunados,.Tengamos cuidado hermanos en Cristo, hay ya una fuerte corriente que pinta ángeles, y pinturas de Jesús y María como etéreas, pero no son católicas hay muchos Arrianos o anticristos, tengan mucho cuidado. ¡¡¡Paz y Bien¡¡¡

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