Entre sínodo y cisma: sobre la estructura del anglicanismo y la crisis del modelo romano

Uno de los mayores obstáculos para el diálogo entre cristianos no es doctrinal, sino imaginativo: muchos católicos romanos —ya sean progresistas, conservadores o tradicionalistas— encuentran casi imposible concebir una eclesiología distinta de la suya. La figura del Papa, entendida no sólo como primado de honor sino como vértice jurídico y doctrinal absoluto, ha llegado a constituirse como el único modelo imaginable de unidad para vastos sectores del catolicismo. Todo lo demás es percibido como anarquía, debilidad o mera apariencia.

Por ello, cuando se habla del Arzobispo de Canterbury, muchos se apresuran a considerarlo “el Papa anglicano”. Lo mismo sucede con el Patriarca de Constantinopla, frecuentemente presentado como “el Papa de los ortodoxos”. Esta analogía —aunque útil como atajo retórico— es teológicamente equivocada. Tanto en el anglicanismo como en la ortodoxia, la unidad no se articula alrededor de una única sede, sino mediante la sinodalidad y el principio de interdependencia entre Iglesias locales. Esta diferencia, lejos de ser un defecto, ha permitido en la historia que, cuando una sede se ha desviado, otras hayan podido resistir, impugnar sus decisiones e incluso excomulgar a quien ostentaba el primado.

Este modelo no es perfecto, pero tiene una virtud: impide que el error de uno se convierta, sin más, en ley para todos.

Hoy esta dinámica está especialmente visible en el seno del anglicanismo, donde los efectos de la secularización teológica y moral han provocado una reconfiguración sin precedentes. No me refiero sólo al llamado “movimiento continuante” —esos grupos que, desde fines de la década de 1970, rompieron con la Comunión de Canterbury en nombre de la ortodoxia anglicana— sino también al fenómeno más amplio de GAFCON (la Conferencia Global de Anglicanos del Futuro), una red que agrupa a aquellos sectores que, sin romper formalmente con la Comunión Anglicana, se han declarado en resistencia activa frente a las innovaciones doctrinales.

En 2020, GAFCON apadrinó la creación de la Red Anglicana en Europa (ANiE), bajo la supervisión del obispo Andy Lines. Esta red incluye comunidades en Inglaterra, Escocia, Gales y otras regiones del continente europeo, unidas no por lealtad institucional a Canterbury, sino por la adhesión a la Declaración de Jerusalén de 2008, que afirma la centralidad de la Sagrada Escritura, la doctrina de los credos y el rechazo de las novedades contrarias a la fe. ANiE no es parte de las iglesias nacionales, pero está en comunión con otros anglicanos fieles dispersos. Su existencia confirma lo que algunos ya hemos sostenido: que la verdadera unidad no es uniformidad jerárquica, sino comunión en la Verdad.

Este fenómeno recuerda a las estructuras romanas de excepción, como el Instituto del Buen Pastor o las antiguas comunidades Ecclesia Dei, que ofrecían un refugio litúrgico y doctrinal dentro de un cuerpo en crisis. Pero a diferencia de éstas —hoy reducidas a mera tolerancia administrativa dentro del régimen del Traditionis Custodes— el anglicanismo “resistencial” ha sabido articular, con mayor libertad y coherencia, una alternativa viva.

¿Hay aquí una lección para los tradicionalistas romanos? Posiblemente sí. La estructura sinodal anglicana, al no depender de una figura absoluta, ha permitido que la fe sobreviva incluso cuando la cátedra central ha flaqueado. Ciertamente, no todo en el modelo anglicano es trasladable. Pero su capacidad de recomposición, su memoria patrística y su realismo eclesial merecen ser contemplados con más respeto.

Algunos han objetado que mantener comunión con estructuras heréticas es una contradicción práctica. ¿Cómo celebrar la Eucaristía con quien niega el orden sagrado o la moral evangélica? ¿Cómo escuchar el Evangelio leído por quienes han dejado de creer en él? La única solución coherente, se ha dicho con razón, es la ruptura de la comunión visible, cuando la comunión real ya no existe.

En este punto, no puedo dejar de mencionar la experiencia de la Iglesia Episcopal Anglicana en Chile, que ha sabido asumir con sobriedad y claridad teológica una posición ortodoxa dentro del mundo anglicano. Su testimonio recuerda a todos los católicos, sean de rito latino u oriental, que la fidelidad no es una cuestión de obediencia ciega, sino de fidelidad a la verdad recibida. La ortodoxia, cuando es vivida con humildad y firmeza, puede florecer en cualquier tierra.

Tal vez el anglicanismo —tan incomprendido por Roma, tan subestimado por los suyos— esté llamado a ser en este tiempo lo que la Iglesia celta fue en los siglos oscuros: una ecclesiola que, desde las ruinas, conserva la llama de la fe antigua, esperando un nuevo amanecer.


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