Vivimos tiempos en que los signos sagrados son trastocados, en que el lenguaje revelado es violentado y en que las estructuras teológicas más fundamentales —el ser mismo del hombre, el culto divino, la oikonomía de la Gracia— son sometidas a la osadía ideológica. El orden simbólico, que participaba del Logos eterno, ha sido degradado a instrumento de voluntad humana. Entre las ideologías que han profanado el templo del significado, ninguna ha producido una distorsión tan sutil y a la vez tan corrosiva como la ideología de género, ese ginecocentrismo teológico que pretende invertir la jerarquía del ser y disolver la diferencia sacramental en una parodia de igualdad. Lo que antes era signo de comunión se vuelve, ahora, teatro de voluntad. Lo que era símbolo, se convierte en consigna.
El movimiento que hoy se presenta como “liberación” no es sino una revuelta contra el orden querido por Dios. Según su antropología igualitarista, hombres y mujeres serían no sólo iguales en dignidad —como siempre enseñó la Iglesia—, sino idénticos en naturaleza, función y derecho. Pretenden borrar la distancia ontológica que da forma a la comunión, destruyendo la alteridad de la carne que hace posible el misterio del amor. “Masculum et feminam creavit eos” (Gn 1,27): en esa dualidad bendita resplandece la imagen de Dios, no su contradicción.
San Gregorio de Nisa lo expresó con claridad: “Ὁ Θεὸς ἔδειξεν ἐν τῷ ἄρρενι καὶ θήλει τὴν κοινωνίαν τοῦ ὄντος.” —“En el varón y en la mujer, Dios mostró la comunión del ser.” (De hominis opificio, XVIII).
Pero el pensamiento moderno, que ha perdido el sentido del símbolo, ya no reconoce en el sexo una participación en el mysterium Trinitatis, sino una categoría sociológica que puede manipularse. Así nace la hermenéutica de la indiferenciación sexual, que transforma la diferencia en opresión y la complementariedad en rivalidad. Se acusa a la Iglesia de haber construido una estructura patriarcal destinada a domesticar lo femenino, excluyéndolo del altar y del magisterio. Esta es la raíz de la llamada teología de la igualdad de género, que en su pretensión de emancipar, termina destruyendo la forma sacramental de la realidad.
Hace algunos años presenté en un congreso un trabajo titulado “Una aproximación cuantitativa a la cuestión de género: la ordenación de mujeres en el catolicismo independiente”. Intenté demostrar, con datos históricos y análisis doctrinal, que la supuesta “apertura” de estas comunidades a la ordenación femenina no implicó un verdadero cambio de estructuras, sino un recurso retórico. Las mujeres ordenadas en tales ámbitos raramente ocuparon lugares de decisión o autoridad efectiva. El resultado no fue una inversión jerárquica, sino una confusión eclesiológica: la sustitución de la jerarquía ontológica por una gramática del deseo.
En aquel estudio repasé la evolución de estas ideas y los momentos clave en que la ordenación de mujeres fue introducida en comunidades marginales. Observé que no fue sino hasta la década de 1920 cuando comenzaron a surgir formas embrionarias de teología igualitarista, principalmente en ambientes teosóficos y espiritistas. Paradójicamente, los primeros modernistas —incluso algunos de orientación liberal— rechazaron aquellas desviaciones por considerarlas extravagantes y esotéricas. Sólo después del Concilio Vaticano II se abrió el debate de manera pública y sistemática, incluso en círculos cismáticos y disidentes.
Los veterocatólicos de Utrecht, en sus inicios, rechazaron toda posibilidad de ordenar mujeres. El episodio de la Iglesia Mariavita, escisión polaca del movimiento veterocatólico, es paradigmático: cuando ordenaron a la primera sacerdotisa, Utrecht no sólo repudió el acto, sino que expulsó a los Mariavitas de la comunión eclesial. Aquella ruptura produjo una rama conservadora, aferrada a la ortodoxia, y otra rama que acabó abrazando el ginecocentrismo litúrgico. En 1949, la Old Catholic Church de los Estados Unidos repitió la transgresión. La Unión de Utrecht respondió con excomunión. Y el movimiento se fragmentó en centenares de microiglesias autodenominadas “católicas independientes”. No fue sino hasta 1998 cuando Utrecht, presionada por la Comunión Anglicana, aceptó oficialmente la ordenación femenina, no por convicción teológica, sino por capitulación cultural.
Pero sería ingenuo pensar que la ordenación de mujeres es el fin último de esta corriente. El verdadero propósito es más profundo: la reconfiguración del lenguaje litúrgico y teológico, el desplazamiento del Logos por la retórica del yo. La liturgia deja de ser mediación del Ser para convertirse en espejo de las identidades humanas. El Verbo eterno, per quem omnia facta sunt, es sustituido por la voz colectiva del “nosotros inclusivo”.
Su proyecto de una “liturgia inclusiva” no es un simple ajuste verbal: es una reconstrucción ontológica del culto. Pretenden purgar la oración de toda referencia de género, tanto respecto a los fieles como a Dios. Proponen un Dios andrógino, síntesis de masculino y femenino, un absoluto neutro que ya no es Padre, ni Hijo, ni Espíritu Santo, sino una emanación simbólica. Niegan, así, la revelación trinitaria, reduciendo el misterio personal de Dios a una metáfora psicológica.
San Atanasio lo previó: “Ὁ λόγος σαρξ ἐγένετο, ἵνα ἡμᾶς θεοποιήσῃ· ἄνευ τῆς διαφορᾶς ἀναιρείται ἡ θεοποίησις.” —“El Verbo se hizo carne para divinizarnos; sin la diferencia, se anula la divinización.” (De Incarnatione, 54).
Para fundamentar su teología, recurren a interpretaciones esotéricas: el Ruach HaKodesh como figura femenina, la emuná como principio materno de lo divino, o incluso especulaciones cabalísticas. En todas ellas late la misma herejía: proyectar sobre Dios la dialéctica sexual del mundo. Donde los Padres vieron misterio, ellos ven símbolo cultural; donde hubo sacramento, ellos ven construcción social. Así reemplazan el don por la fabricación, la encarnación por la metáfora, el altar por el escenario.
Recuerdo la primera vez que presencié una liturgia de este tipo. Fue en la Iglesia Apostólica Católica Latinoamericana, regida por el obispo Erman Colonia. En sus textos, “El Señor esté con ustedes” se transformaba en “El Señor esté con todas y todos ustedes”; el sacerdote decía “coman todos y todas de él, porque esto es mi cuerpo”. Lo que me perturbó no fue el desdoblamiento lingüístico, sino la alteración ontológica del lenguaje sagrado. La palabra, que debía transparentar el misterio, se volvía opaca; el símbolo, que debía unir, se convertía en ideología.
En la Iglesia Católica Liberal, unida al Young Rite de Van Alpen, la situación es aún más dramática. Allí, la “misa gnóstica” se combina con esta liturgia inclusiva para producir fórmulas abiertamente heréticas. Cito:
- “En el nombre del Padre, que es Madre; del Hijo e Hija, y del Santo Espíritu.”
- “Yo confieso ante la Diosa Madre Omnipotente…”
- “Te alabamos, Sophia.”
Estas expresiones no son simples extravagancias: son la manifestación de una teogonía alternativa, una inversión simbólica del misterio cristiano. San Agustín lo habría reconocido de inmediato: “Ubi non est verbum Dei, ibi non est sacrificium Dei.” —“Donde no está la palabra de Dios, no hay sacrificio de Dios.” (Enarrationes in Psalmos, 85).
Hasta hace poco creí que tales aberraciones pertenecían a los márgenes del cristianismo, pero confieso que ya no es así. En una institución académica donde enseño, asistí recientemente a una celebración del Novus Ordo Missae en la que el celebrante —un sacerdote del rito moderno— sustituyó “con todos ustedes” por “con todas y todos ustedes”, habló de “hijos e hijas” de Dios, y se refirió al Creador como “Padre y Madre omnipotente”. Me estremeció la familiaridad de la escena: era la misma alteración, ahora en el corazón mismo de la Iglesia.
No se trata de una casualidad, sino de una estrategia semiótica: antes de tocar el altar, se altera el lenguaje; antes de subvertir la forma, se corrompe el signo. El enemigo ya no ataca desde fuera, sino desde dentro del discurso. Así se cumple la advertencia de San Ireneo: “Quod per verbum Deus fecit, per verbum falsum hominem pervertit serpens.” —“Aquello que Dios creó por la palabra, por la palabra falsa lo pervierte la serpiente.” (Adversus Haereses, V, 20).
Hoy el avance se produce de forma sigilosa, por la vía litúrgica. No se decreta: se insinúa. No se proclama: se permite. La deformación penetra el tejido de la Iglesia sin ser detectada, como una herejía invisible que se disfraza de compasión. Así fue también en las Iglesias episcopalianas, veterocatólicas y liberales: primero el lenguaje, luego el sacramento. Primero la alteración verbal, luego la transgresión ontológica. La historia se repite con precisión casi litúrgica: la lengua se convierte en anticipo de la apostasía.
Cuando llegue el día en que Roma adopte abiertamente la diaconía femenina y luego el sacerdocio de mujeres, el Novus Ordo será doblemente nulo. Nulo por su forma y nulo por su intención. Porque ya no será sacrificio, sino simulacro; ya no será memorial, sino performance. “Sacramenta non fiunt nisi verbo,” escribió Santo Tomás; “y si el verbo se pervierte, el signo se disuelve.”
El cristianismo posmoderno, seducido por la estética de la inclusión, olvida que la diferencia no es dominio, sino don; que el orden no es jerarquía de poder, sino jerarquía de amor. La oikonomía de la Gracia, que distribuye según la sabiduría divina, es sustituida por la administración del consenso. Así se cumple la palabra del Apóstol: “Habentes speciem pietatis, virtutem autem eius abnegantes.” (2 Tim 3,5) —“Tendrán apariencia de piedad, pero negarán su poder.”
Y cuando el rito deje de ser epifanía del Verbo y se vuelva espejo del yo, todo se convertirá en liturgia vacía: forma sine forma, sacramentum sine mysterio. Entonces, el templo quedará habitado por el eco del propio hombre.
Que el lector reflexione, y si aún puede, que rece.
Discover more from Raúl Amado
Subscribe to get the latest posts sent to your email.