Hay libros cuya lectura, más que iluminar, deja una bruma inquietante. No por falta de claridad estilística (que la tienen, y en abundancia) sino por la clase de luz que proyectan: una luz fría, espectral, que revela no tanto los contornos del Misterio como los vacíos del alma moderna. Tal es el caso de Passi e passaggi nel cristianesimo: piccola mistagogia verso il mondo della fede, del benedictino Elmar Salmann, notable representante de la sensibilidad teológica posterior al Concilio Vaticano II. Ignoro si existe traducción al español; su influencia, sin embargo, no conoce fronteras lingüísticas.
El libro se presenta como una suerte de iniciación mistagógica para el hombre de hoy, un intento de reintroducirlo en la experiencia cristiana desde una clave antropológica, existencial y, podríamos decir, deliberadamente agnóstica. Salmann nos habla, en efecto, de un Dios que ya no se manifiesta como en la Escritura, que se ha replegado hasta hacerse anónimo, ausente, y cuya búsqueda se convierte en nostalgia. Este deus absconditus no es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, sino un noúmeno kantiano, inaccesible por esencia. El cristianismo, entonces, se convierte en una pedagogía del anhelo, no en una respuesta revelada.
La tesis no es nueva. Hans Urs von Balthasar la insinúa, Karl Rahner la sistematiza, y Dietrich Bonhoeffer, en sus últimos escritos, la recubre con ropajes sociológicos. La religión, así entendida, se reduce a una forma cultural, a una construcción simbólica mediante la cual las comunidades intentan organizar su experiencia del Absoluto. La Escritura ya no sería Palabra revelada, sino interpretación mítica, relectura litúrgica, invención piadosa. Como si leer los Evangelios fuese un acto análogo a recorrer el París ficticio de Edgar Allan Poe: estéticamente cautivador, pero epistemológicamente ilusorio.
Salmann no niega la sacralidad de la Biblia, pero la redefine: los textos son sagrados no porque procedan de Dios, sino porque lo evocan. Es una sacralidad horizontal, comunitaria, casi afectiva. Un cristiano, en su modelo, no es tanto un testigo de la Verdad revelada como un imitador ético de Cristo, en clave bonhoefferiana: aquel que se entrega por los demás, incluso en ausencia de certezas metafísicas. La caridad sustituye a la doxología; el servicio, a la adoración.
Sin embargo, este programa —aunque vestido de humildad intelectual y sensibilidad pastoral— revive, sin nombrarla, aquella herejía modernista que San Pío X denunció con palabras inolvidables en Pascendi Dominici Gregis. El Dios de Salmann es un producto del corazón humano, no su Creador; su teología es un ensayo de sociología religiosa, no una ciencia sacra. La Revelación, disuelta en la conciencia colectiva, se convierte en mito funcional. En esta clave, la Iglesia ya no custodia el depósito de la fe (depositum fidei), sino que lo reconfigura al ritmo de las necesidades del mundo moderno.
Aun así, conviene preguntarse si tal pensamiento se opone radicalmente al de Congar o Ratzinger. A primera vista, parecería que sí: ambos defienden, con matices diversos, la centralidad de la Iglesia como locus del conocimiento de Dios. Sin embargo, una lectura más atenta revela que también en ellos hay una eclesiología nueva, más inclusiva, donde la comunión reemplaza a la identidad, y donde la salvación se extiende (aunque imperfectamente) más allá de los límites visibles de la Iglesia Católica.
Así, incluso la crítica de Ratzinger al “espíritu del Concilio” en Dominus Iesus o su defensa de la hermenéutica de la continuidad pueden ser vistas como intentos de ofrecer al mundo un cristianismo plausible, aceptable, con múltiples niveles de pertenencia. La alta ecclesia ritualista y la baja ecclesia evangelica conviven, con la esperanza de engendrar una síntesis capaz de reencantar lo secular. Pero, ¿no es esta misma flexibilidad la que, según San Pío X, conduce al colapso doctrinal?
En última instancia, lo que se juega aquí no es una disputa entre conservadores y progresistas, sino la propia definición de lo sagrado. Si Dios es incognoscible en sí mismo, si sólo tenemos fenómenos históricos de lo divino, entonces toda teología es narración y toda fe, construcción. El misterio se vuelve ausencia, y la ausencia, desesperanza. El Dios verdadero, como el Uno de Plotino, permanece en un silencio impenetrable.
¿Es este el camino que debemos seguir? ¿Debemos crear una nueva imagen de Dios, más funcional, más soportable para el alma postmoderna? O, por el contrario, ¿debemos volver a la oración silenciosa, al altar, a la adoración litúrgica que no teme afirmar lo inefable, porque sabe que en el Sacramento se nos da lo que el intelecto no puede abarcar?
Preguntas que exigen algo más que erudición. Exigen conversión. Domine, ostende nobis Patrem, et sufficit nobis.
Discover more from Raúl Amado
Subscribe to get the latest posts sent to your email.