Last updated on 24 noviembre, 2025
Después de un tiempo de silencio, ese silencio fecundo que no es huida sino decantación interior, vuelvo a escribir movido por una pregunta que me ha perseguido en mucho tiempo: ¿qué es lo que realmente tiene autoridad en la fe? No me refiero a la autoridad sociológica, ni a la institucional, ni a la que se sostiene por la repetición acrítica de manuales, decretos o catecismos impresos en tinta que pretende inmortalizar lo que, por su misma naturaleza, debería conducir al Verbo. Me refiero a la autoridad que ilumina, que juzga, que ordena el espíritu. La autoridad que no depende del capricho de un prelado ni de la nostalgia de un movimiento, sino de aquello que la Iglesia antigua llamaba ἡ θεόπνευστος γραφή, la Escritura inspirada.
Durante años vi (y participé en) espacios obsesionados con la preservación de formas, rubros, rúbricas y decretos, convencidos de que la acumulación de documentos, misales y manuales garantizaba la continuidad de la fe. Vi a mucha gente buena, sinceramente devota, gastar pequeñas fortunas en reproducir un mundo que creían seguro: el mundo de los pontífices escolásticos, de los misales tridentinos, de las condenas antimodernistas citadas como mantras. Pero cuando uno preguntaba si habían leído los Evangelios, si conocían la historia de José, si podían explicar el vínculo entre Levítico y Hebreos, o si alguna vez habían recorrido la narración terrible y necesaria de los Jueces de Israel, la respuesta acostumbrada era un silencio incómodo, casi infantil. Los textos que fundan la fe cristiana eran, para muchos, un territorio ajeno. Y en ese vacío, todo lo demás (misales, devocionarios, decretos) se volvía un castillo de niebla.
Fue en este contraste donde descubrí algo que estaba, desde siempre, ahí: la Escritura no es un apéndice de la tradición, sino su fuente. La Palabra no es un ornamento. No es un elemento más del depósito, uno entre varios. Es el corazón mismo. Como decía San Basilio, la Escritura es el “tesoro escondido en el campo”, el lugar donde se revela el designio eterno de Dios. Y como repetía San Agustín en sus Confesiones, Dios ha querido “hablarnos en ese libro para que no dudemos de su voz”.
Todo lo demás (concilios, cánones, costumbres, estructuras) depende de este testimonio primero.
La Iglesia, en su forma más antigua, jamás entendió la tradición como una estructura paralela o compensatoria, sino como παράδοσις en su sentido primigenio: la transmisión viva de aquello que la Escritura atestigua. En ese sentido, los Padres nunca opusieron Escritura y Tradición. Para Orígenes, la Escritura era un océano y la Tradición su corriente profunda. Para San Juan Crisóstomo, la Escritura era el lugar donde Cristo “permanece hablando incluso cuando calla el predicador”. Y para San Ireneo, la regula fidei no era un sistema externo, sino “la clave que permite leer la Escritura como Escritura”.
Por eso, cuando reviso aquellos años en los círculos tradicionalistas, veo ahora con claridad algo que entonces apenas intuía: el apego a las formas se había convertido en sustituto de la Palabra.
Se veneraba la tradición no como παράδοσις sino como catálogo. Se absolutizaban decretos humanos, olvidando que scriptura sui ipsius interpres, que la Escritura se interpreta a sí misma bajo la guía del Espíritu. Se elaboraban doctrinas que no podían encontrarse en la Biblia, pero eran defendidas como si fueran dogmas revelados. Y, sin embargo, a quienes defendían tales posiciones muchas veces les resultaba extraño escuchar que la Escritura juzga incluso aquello que se proclama “tradición”.
Descubrí, con una mezcla de decepción y alivio, que el tradicionalismo romano (tal como hoy existe) no es el guardián de la Palabra, sino su eclipse. No conduce a la vida, sino a la repetición. No abre caminos, sino que los clausura. Uno puede recorrer esmeradamente cada rúbrica de un misal y, aun así, no haber oído la voz del Señor que clama en el Evangelio.
Fue necesario volver a la Escritura para recuperar la libertad interior. Porque cuando uno lee la Biblia sin miedo, sin el filtro del miedo a contradecir un manual o una consigna, experimenta algo que solo puedo describir con el término griego νοῦς: una inteligencia despierta, penetrante, como si el corazón mismo fuera convocado a comprender.
La Escritura no es un libro muerto. Es Cristo mismo hablándonos. No es un depósito inerte, sino la vox Dei. Por eso Pablo habla de ella como “espada del Espíritu”, y por eso Hebreos afirma:
Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. (Heb 4:12)
No es posible leer la Escritura sin que algo en nosotros sea juzgado, removido, purificado. La Escritura es juicio y es gracia, misericordia y fuego. Y no hay tradición que pueda suplir ese encuentro. No hay magisterio que pueda reemplazar el momento en que el lector, al fin, comprende que Dios le habla.
En ese camino redescubrí también la diversidad hermenéutica de la Iglesia antigua, una diversidad que nunca fue relativismo, sino riqueza. Alejandría, con San Clemente y Orígenes, vio en la Escritura un organismo simbólico, una οἰκονομία (oikonomía) espiritual que revela niveles sucesivos de sentido. Antioquía, con Teodoro de Mopsuestia y San Juan Crisóstomo, insistió en la historia, en el contexto, en el peso real de los acontecimientos. La tradición latina, con San Hilario, San Ambrosio y San Agustín, sostuvo que la Escritura se despliega en la vida del creyente como una “carta del Padre”. Y los Capadocios, especialmente San Gregorio de Nisa, afirmaron que la Escritura es una “escalera infinita”, porque en ella el alma siempre asciende hacia un Dios que es a la vez luz y misterio.
Esa diversidad, lejos de fragmentar, manifestaba la catolicidad genuina: muchas voces, un mismo Espíritu. Por eso me resulta casi irónico que en ambientes que se proclaman defensores de la tradición, reine un univocismo hermenéutico que jamás existió en la Iglesia antigua. La verdadera tradición fue plural, orante, simbólica, contemplativa. No fue un catálogo uniforme, sino una sinfonía. Y esa sinfonía solo puede escucharse cuando uno reconoce que la autoridad no está en la costumbre por la costumbre, sino en la Palabra que juzga todas las costumbres.
Volver a la Escritura implica también recuperar la dimensión espiritual de la lectura. Para los Padres, leer la Biblia era un acto de oración, no de erudición seca. El gran Basilio decía que quien lee sin orar bebe “agua sin espíritu”. El Doctor de a Gracia confesaba que las Escrituras “hablan al corazón antes que a la mente”. Máximo el Confesor afirmaba que la ἀνάκλησις, la elevación de la lectura, solo ocurre cuando el alma está purificada. Y Crisóstomo decía que la Escritura “revela su luz solo al corazón humilde”. Por eso la lectura bíblica no es un ejercicio de soberanía intelectual. Es un ejercicio de rendición. Solo entiende quien ama. Solo ve quien se abre. Solo escucha quien silencia.
En ese silencio (que no vacío sino presencia) resuena la promesa del Señor:
Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.(Jn 16,13).
El Paráclito es el único intérprete suficiente. No porque suple la razón, sino porque la ilumina. No porque elimina la tradición, sino porque la vivifica. No porque reemplaza la historia, sino porque la transfigura. La auténtica interpretación bíblica ocurre cuando el Espíritu hace morada en el lector. Y ese momento es irreductible. Ningún obispo puede producirlo. Ningún decreto puede garantizarlo. Ninguna rúbrica puede sustituirlo. Es el encuentro entre la Palabra y el alma. Es Cristo visitando al creyente.
Comprendí entonces que la autoridad de la fe no se sostiene en estructuras externas, sino en la confluencia de tres dones: la παράδοσις viva de los Padres, la razón que investiga y discierne, y la oración que abre el corazón al Espíritu. Las tres son necesarias. Las tres se iluminan entre sí. Pero ninguna de ellas puede existir sin la Escritura, como explicaron Richard Hooker o Lancelot Andrewes. Ella es la fuente. Ella es el canon. Ella es el criterio que juzga toda palabra humana. Y ella es, de manera insondable, la presencia del Dios que habla todavía.
Hoy puedo decirlo sin rabia, sin amargura y sin nostalgia: el camino del tradicionalismo romano fue un camino cerrado, un jardín que parecía fértil pero que ocultaba la ausencia de agua viva. No niego la belleza de ciertas formas ni la nobleza de algunas almas que allí conocí. Pero cuando uno deja que la Escritura le hable, descubre que ninguna estética por sí sola puede sostener la fe. Ninguna costumbre puede reemplazar la Palabra. Ningún magisterio puede ocupar el lugar del Espíritu.
Lo que permanece es el Verbo.
Lo que juzga es el Verbo.
Lo que salva es el Verbo.
Y es hacia Él que regreso, no como quien vuelve a un libro, sino como quien vuelve a una voz. La única voz que puede atravesar todos los silencios. La única voz que, en medio de tantas formas, me devolvió la vida.
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