Vuelvo a leer la noticia de su muerte (aquella que entonces anoté con prisa y enojo) y noto, no sin cierta sorpresa, que en mí sobrevivió menos el nombre de John Shelby Spong que el eco de una época. Es probable que en su figura yo haya combatido algo más vasto que un hombre: la confianza ciega del modernismo tardío en que toda herencia puede reescribirse sin costo. Sigo creyendo (y no me arrepiento de decirlo) que Spong fue hereje; pero también reconozco que murió como mueren los hombres, en silencio, dejando tras de sí un itinerario intelectual que conviene comprender para no repetir sus extravíos ni ignorar sus advertencias.
El hombre y su tiempo
Spong fue obispo de Newark durante el largo crepúsculo del siglo XX. Su teología está marcada por dos experiencias que, a mi juicio, explican su tono: el desencanto de la cristiandad sociológica en los Estados Unidos urbanos (templos vaciándose, parroquias exhaustas) y el aguijón ético de los años de plomo culturales (derechos civiles, sexualidad, dolor y estigma en torno al VIH/SIDA). No era un académico de biblioteca: fue un obispo de acción pastoral y combativo, que quiso responder a la intemperie con una fórmula radical: si el cristianismo no podía hablarle a la modernidad con su antiguo lenguaje, había que cambiar el lenguaje… y, si hacía falta, cambiar el contenido.
Su lema quedó resonando: “Christianity must change or die.” Reducción eficaz, slogan brillante, y a la vez trampa: porque confunde la paráfrasis con la μετάνοια, la metanoia, y el giro retórico con la conversión de la mente a la Verdad. Con los años (ya llegué a los cuarenta) entiendo mejor su intención pastoral, pero también veo con más nitidez el precio pagado: al desfondar los dogmas, acabó debilitando precisamente aquello que pretendía salvar.
El proyecto teológico: de la fe apostólica al símbolo elástico
Spong se propuso una demitificación total. Allí convergen ecos de Bultmann, Tillich y la teología liberal del siglo XX:
- El Dios personal es, para él, una construcción “teísta” inverosímil; prefiere un horizonte difuso, casi funcional, un “Dios” que se aproxima al “fundamento del ser” sin voz, voluntad ni intervención.
- Cristo deja de ser el Verbo hecho carne y pasa a leerse como “símbolo de la plenitud humana”: ya no Kyrios redentor, sino emblema inspirador.
- La Expiación es rechazada en bloque, sobre todo su forma sustitutiva: no hay deuda, no hay rescate, no hay Agnus Dei que quite el pecado del mundo; la cruz se vuelve ejemplo ético y denuncia política, pero pierde su densidad soteriológica.
- El pecado original deja de ser drama y se trivializa como mito pre-darwiniano; la Resurrección se licua en experiencia pascual de la comunidad; los milagros se leen como metáforas de inclusión y sanación social.
- La Escritura queda reducida a archivo de experiencias religiosas; la Iglesia, a una asamblea pedagógica; la Liturgia, a celebración de valores.
No es justo caricaturizarlo: Spong no odiaba a Cristo ni a la Iglesia; quería, a su modo, hacerlos creíbles ante quienes, según él, ya no podían creer. Pero su método fue inverso al de la Tradición: donde la Iglesia discierne el depósito recibido para decirlo de nuevo, él disuelve el depósito para hacerlo decible. El resultado no es aggiornamento sino autonegación.
La ética como centro y la intención pastoral
Sería mezquino no ver la motivación humana que lo empujaba. El Rev. Spong creyó que la exclusión moral mataba más que la herejía. Su prioridad fue dar lugar rápido y sin rodeos a quienes se sabían fuera. Por eso su itinerario sobre sexualidad, género y reconocimiento fue frontal. Quiso proteger personas y, en ese afán, consideró sacrificable todo enunciado que oliera a obstáculo: desde la moral tradicional hasta la ontología trinitaria.
Aquí asoma lo que todavía me interroga, ya sin enojo: ¿cuánto de nuestra defensa de la ὀρθοδοξία, ortodoxia es ceguera a heridas reales? Y a la inversa: ¿cuánto del desvelo pastoral del obispo Spong terminó amputando aquello que cura la herida? No niego el imperativo de la misericordia; niego que la misericordia exija negar la verdad. Spong unió ambas cosas y, por eso, su compasión devino programa ideológico.
La retórica y sus sombras
Spong fue un polemista de talento. Pero la retórica hiriente que empleó contra quienes no compartían su agenda dejó cicatrices. Pienso (porque entonces lo escribí y hoy lo matizo) en el episodio de Lambeth 1998, cuando descalificó como “supersticiosos” a obispos africanos. Si antes califiqué aquello de “racismo” y nada más, hoy veo con más claridad algo más profundo: el paternalismo que a menudo acompaña al progresismo teológico occidental, convencido de que guarda la llave de la adultez para todos los demás. El pedido público de disculpas que siguió no borró el gesto. Pero, pasado el tiempo, tampoco deseo hacer de esa torpeza una lápida moral; prefiero verla como síntoma de una retórica que confundió audacia con superioridad.
Frutos eclesiales: la paradoja del éxito institucional y el fracaso espiritual
Durante y después de su episcopado, buena parte de su programa fue adoptado. Se escribieron declaraciones, se reformaron cánones, se celebraron victorias legislativas. Y, sin embargo, los templos no se llenaron. Las estadísticas (y me ahorro aquí los guarismos minuciosos) mostraron lo que vimos con los ojos: cierres de parroquias, envejecimiento de comunidades, vocaciones menguantes, litigios por propiedades, nacimientos de jurisdicciones paralelas. En el plano sociológico, el Reverendísimo Spong ganó; en el plano espiritual, perdió.
No es que el dolor pastoral que él quiso aliviar no existiera; existía y existe. Es que una Iglesia reducida a ética acaba compitiendo en un mercado donde hay organizaciones seculares más eficientes para proveer servicios y causas. Sin misterio, sin sacramento, sin economía de gracia, la Iglesia abdica de su diferencia. Spong apostó por esa renuncia como paso de madurez; los hechos enseñan que fue un desarraigo.
Relectura de sus “doce tesis”: lo que dicen de nosotros
A la distancia, sus tesis funcionan como un espejo. Les dejo aquí un enlace para que puedan acceder a ellas. Estas tesis nos recuerdan la tentación permanente de redefinir a Dios a escala de nuestra época para no sentirnos extraños. Pero el cristianismo siempre fue, y seguirá siendo, un extrañamiento: el Dios que habla, la Palabra que se hace carne, la sangre que redime, el agua que regenera, el pan que alimenta con vida eterna. No son metáforas prescindibles; son el andamiaje de lo real en la economía de la salvación.
Spong quiso salvar al cristianismo de la “incredulidad moderna” vaciándolo de todo aquello que la modernidad rechaza. El problema es que, hecha la operación, lo que queda ya no necesita a Cristo. La Iglesia se vuelve un taller de autoayuda con himnos antiguos. Él lo celebró como victoria de la honestidad intelectual; yo lo veo, años después, como renuncia a la esperanza.
Un epitafio posible
Cuando escribí su obituario, me movía el deseo de poner límites: señalar que hay líneas que, al cruzarse, ya no dejan una fe reconocible. Hoy lo sostengo. Pero añado algo que entonces no supe decir: Spong fue, a su modo, un hombre inquieto que quiso que nadie se quedara fuera. Se equivocó en el diagnóstico de Dios y en la terapia de la Iglesia; pero el dolor que quiso atender era real. No celebro sus tesis ni su programa; sí pido que el Señor vea, más allá de la retórica y del ruido, aquella intención pastoral que a veces asomaba entre líneas.
Si su vida fue el epílogo de un largo siglo liberal, su muerte nos deja a nosotros la tarea menos vistosa. Debemos hacer lo que Elías hizo en el Carmelo: reparar el altar arruinado del Señor, recoger las piedras dispersas, restaurar la unidad de la fe y ofrecer de nuevo, con confianza y humildad, el sacrificio de la verdad (1 Re 18:30). Esa es la verdadera tarea después de Spong y de todos los modernismos: no destruir para reconstruir, sino reparar lo que permanece, porque los cimientos son de Cristo y no han sido removidos. Se trata de volver a confesar al Dios vivo y personal, al Cristo Señor y Redentor, a la Cruz que salva, a la Gracia que convierte, a la Iglesia que enseña, santifica y gobierna. Y hacerlo con una mansedumbre que no tuvimos, ni Spong, ni los modernistas, ni los “tradicionalistas”, cuando nos gritábamos desde trincheras.
Spong está muerto; Cristo, no.
El Kyrie eleison que él despojó de contenido sigue siendo el clamor de la Iglesia y del mundo. Por eso termino con una súplica que entonces no hice:
Que Dios tenga misericordia de él y de nosotros; que nos conserve en la verdad; que nos dé caridad para decirla.
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