Entre los muchos accidentes del lenguaje teológico, pocos resultan tan persistentemente problemáticos como el término “deuterocanónico”. Aparecido en los debates del siglo XVI, esta palabra fue concebida para describir aquellos libros del Antiguo Testamento que, si bien fueron acogidos litúrgica y espiritualmente por la Iglesia, no habían recibido una canonización unánime en la antigüedad cristiana ni en el judaísmo de Jamnia. Pero como ocurre con las palabras, lo que comienza como clasificación pronto puede devenir jerarquía, y la jerarquía, sospecha.
El prefijo griego δεύτερος/”deuteros” (segundo) sugiere, queriéndolo o no, una suerte de canonicidad de segunda clase, como si la inspiración divina descendiera en grados o viniera por oleadas sucesivas. Esta insinuación de inferioridad se ve agravada cuando se contrasta con el término “protocanónico”, aplicado a los libros cuya autoridad nunca fue puesta en duda. Así, se genera una dicotomía artificial entre lo “plenamente inspirado” y lo “tardiamente admitido”.
Sin embargo, la historia de la recepción eclesial nos ofrece una imagen mucho más matizada. Libros como Sabiduría, Tobit, Eclesiástico y 2 Macabeos no fueron periferia silenciosa, sino alimento espiritual en la liturgia, en la patrística, y en la devoción popular. En el Oriente cristiano, como en amplias regiones de Occidente, estos textos eran proclamados en el coro, meditativamente incorporados en la oración pública y privada, y usados como referencia viva de la pedagogía divina.
El propio judaísmo helenista, lejos de rechazar tales escritos, los transmitió con veneración. La comunidad de Qumrán, el judaísmo alejandrino y diversos testimonios del judaísmo palestinense muestran un canon en formación, fluido, no cerrado. La rigidez con que a veces se presenta la exclusión de estos libros responde más a relecturas posteriores que a una realidad histórica unánime.
Por ello, resulta más adecuado recuperar términos más antiguos y reverentes, como “Hagiographa” (libros santos), usados por los Padres y por la tradición litúrgica. Estos términos lejos de clasificar, acogen; no jerarquizan, sino que veneran. Pues en definitiva, lo que confiere canonicidad (en el sentido espiritual del término) es la presencia viva de estos textos en la oración del Pueblo de Dios.
Que no nos extravíe el afán clasificatorio. No sea que, por precisar, empobrezcamos; que, por ordenar, excluyamos la gracia. Ubi caritas et amor, Deus ibi est; y en estos libros santos, ciertamente, hay caridad, sabiduría y consuelo. Recibámoslos, entonces, como se recibe a un peregrino venerable: no por su pasaporte, sino por la luz que trae consigo.
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