En el corpus del Antiguo Testamento (ese tejido de revelaciones y silencios, de teofanías y esperas) se nos presenta Yahvé, el Señor, actuando con majestad y misericordia. Él no se retira al Olimpo de los filósofos, ni se disuelve en la abstracción mística de los sistemas religiosos naturales. No. Se manifiesta en la historia concreta, en alianza con Su pueblo, hablando por medio de Su Verbo y obrando por Su Espíritu. No es esta una dualidad accesoria, sino ya una insinuación trinitaria, velada pero real: el Verbo, que es luz y orden; el Espíritu, que es soplo y vida.
La plenitud de esta economía se revela con esplendor inefable en el misterio de la Encarnación: Et Verbum caro factum est (Jn 1,14). En Jesús de Nazareth, el Hijo unigénito se reviste de nuestra carne, sin perder por ello la gloria que tenía junto al Padre antes de los siglos. “Dios se hizo hombre”, escribía san Atanasio, “para que el hombre pudiera hacerse Dios”, una afirmación que, lejos de ser presunción, es confesión de la condescendencia divina. El Espíritu Santo (que en el Antiguo Testamento flotaba sobre las aguas del caos primigenio) reposa ahora en Cristo, ungiéndolo como el Mesías, el Ungido, y más aún: como el nuevo Adán, en quien comienza la nueva creación.
Este Espíritu, que desciende en forma visible en el Jordán, será derramado sobre toda carne en Pentecostés (cf. Hech 2:17), evidenciando a la Iglesia como comunión trinitaria. Desde entonces, toda oración auténticamente cristiana comienza In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. El cristianismo no es una doctrina sobre Dios, sino participación en la vida de Dios, que es comunión eterna entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es lo que la teología oriental llama περιχώρησις – perichóresis: una danza sin principio ni fin de amor recíproco.
Negar esta dimensión trinitaria es desfigurar tanto la Escritura como la vida de la Iglesia. El testimonio apostólico no puede comprenderse sin la constante referencia a estas tres Personas divinas, distintas pero no separadas. La Iglesia, en su liturgia, en su dogma y en su experiencia mística, no hace sino vivir, celebrar y contemplar este misterio. Y lo hace no como especulación, sino como fuente de vida, como fundamento de toda esperanza y principio de toda comunión verdadera.
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