Escrituras

Sagrada Biblia de Nácar-Colunga

I. Introducción

Pocas obras han marcado con tanta fuerza la espiritualidad y la cultura católica de lengua española como la Sagrada Biblia traducida por Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga Cueto, O.P., publicada en Madrid en 1944 por la recién fundada Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). [Puede descargarla haciendo click aquí]. Empresa ambiciosa, porque no se trataba simplemente de una nueva traducción, ni de una reedición más de la Vulgata, ni de un proyecto académico aislado: aquella Biblia era el primer título de la colección que estaba llamada a convertirse en el gran órgano de difusión intelectual del catolicismo español, de la nueva cruzada espiritual hispana. Desde entonces se la recordaría como una verdadera “Vulgata española del siglo XX”, no por depender textualmente de la obra de san Jerónimo, sino por ocupar un lugar semejante en la vida litúrgica, espiritual y cultural de su tiempo.

Para quienes la recibieron como regalo de sus padres, de un sacerdote o de unas religiosas (como fue mi caso), esta Biblia fue el umbral a la Palabra divina, la primera experiencia de poseer entre las manos el texto completo de las Escrituras en un castellano solemne y transparente. Se entiende, entonces, que el vínculo con la Nácar-Colunga es filológico, histórico y sobre todo profundamente afectivo, casi sacramental: en sus páginas palpita la memoria de una iniciación espiritual.

II. El contexto histórico

La aparición de la Nácar-Colunga debe situarse en un momento de grandes transformaciones. España salía de la Guerra Civil, el catolicismo buscaba reconstruirse en el plano cultural, y la Iglesia universal recibía un impulso decisivo con la encíclica Divino afflante Spiritu (30 de septiembre de 1943), en la que Pío XII exhortaba a los exegetas católicos a trabajar directamente sobre los textos originales (hebreo, arameo y griego) y no limitarse a la Vulgata.

Que en ese clima naciera la BAC y que su primer título fuera precisamente una Biblia traducida de las lenguas originales era un gesto programático. Significaba asumir plenamente la renovación bíblica, pero al mismo tiempo enraizarla en la tradición hispánica. La presencia de la encíclica en las páginas iniciales de la primera edición (junto con el prólogo del Nuncio Apostólico en España, Mons. Gaetano Cicognani) simboliza esta doble fidelidad: a la crítica filológica moderna y a la obediencia eclesial.

III. Rasgos materiales de la primera edición

La edición de Pascua de 1944 fue preparada con esmero inusual. Se imprimió a dos tintas, con una tipografía clara y solemne, y se acompañó de ilustraciones de Alberto Durero, cuyas xilografías y grabados conferían al texto una gravedad sacra y un aire renacentista. La distribución se confió a la librería Afrodisio Aguado, lo que garantizó una amplia circulación incluso en un mercado editorial empobrecido por la posguerra.

El diseño no era un detalle accesorio: se buscaba que el libro fuese digno de ser leído en voz alta, conservado en el oratorio, consultado en la biblioteca familiar. La edición de 1944 inauguraba así un modo de concebir el libro bíblico como objeto estético y devocional, no sólo como herramienta de estudio.

IV. Traductores, canon y estilo de la Nácar-Colunga

La grandeza de la Biblia Nácar-Colunga no puede entenderse sin detenerse en la figura de sus traductores, dos hombres que, desde trayectorias distintas pero convergentes, ofrecieron a la Iglesia y al mundo hispánico una obra que se convertiría en un verdadero monumento cultural y espiritual. Eloíno Nácar Fúster, canónigo salmantino, biblista riguroso y atento a los matices del texto hebreo masorético, aportó a la obra la seriedad de la filología y la precisión de la exégesis. Su mano se percibe en la fidelidad con que el hebreo se vierte al castellano, en la sobriedad de las notas, en la preocupación constante por no ceder a las facilidades de la paráfrasis ni a los peligros del exceso de interpretación. Nácar era un hombre de biblioteca, de manuscritos y de estudio silencioso, cuya vocación consistía en ofrecer un texto seguro, digno de la confianza tanto del especialista como del creyente sencillo.

A su lado trabajaba Fray Alberto Colunga, O.P., dominico leonés, profesor de Sagrada Escritura en el histórico convento de San Esteban de Salamanca, célebre por su erudición pero también por su pluma elegante y su espíritu teológico. Si Nácar daba a la traducción su esqueleto de rigor filológico, Colunga le infundía aliento literario y densidad espiritual. El castellano de la Nácar-Colunga, sobrio y a la vez musical, solemne sin ser oscuro, debe mucho a su sensibilidad. En cada página se advierte la tensión entre la claridad didáctica y la nobleza retórica, equilibrio que permitió que la Biblia fuera al mismo tiempo accesible para el lector común y deleitosa para el lector culto.

De este encuentro surgió una obra que es resultado y fruto de una conjunción espiritual e intelectual. Ambos supieron unir la exactitud filológica con la musicalidad de la lengua castellana, alcanzando un texto que puede ser leído con delectación literaria y, a la vez, utilizado con confianza por el exegeta. Es esta mezcla de rigor y belleza, de erudición y elegancia, lo que explica que la Nácar-Colunga haya sobrevivido a tantas décadas, resistiendo comparaciones con traducciones posteriores que quizá sean más técnicas, pero menos dotadas de esa majestad sencilla.

Este amor por la fidelidad y la claridad se refleja también en la manera en que los traductores organizaron el canon de los libros bíblicos. La Nácar-Colunga contiene el canon católico completo del Antiguo Testamento, con los libros deuterocanónicos intercalados en su lugar tradicional. El orden seguido es el de la Vulgata latina, con denominaciones clásicas que hoy suenan casi arcaicas —como “Paralipómenos” en lugar de Crónicas—, pero que en aquel entonces aseguraban continuidad y familiaridad para el lector católico. No se trataba de un capricho conservador, sino de un acto de sabiduría pastoral: el lector de 1944 debía sentirse en casa al abrir esta Biblia, reconociendo nombres y secuencias que había escuchado en la liturgia y en la catequesis, aunque por primera vez estaba frente a una versión nacida de los originales hebreos y griegos. Este doble movimiento —renovación crítica y fidelidad a la tradición latina— fue uno de los grandes aciertos del proyecto.

La misma delicadeza se advierte en el tratamiento de los Salmos, donde los traductores introdujeron con admirable cuidado la doble numeración: la del texto hebreo y la de la Septuaginta/Vulgata. Como es sabido, estas tradiciones difieren en la división de ciertos salmos, y durante siglos ello provocó confusión entre lectores y comentaristas. La Nácar-Colunga resuelve la dificultad con elegancia: ofrece la numeración hebrea como principal, pero añade entre paréntesis la numeración latina, de modo que el lector puede orientarse en ambos mundos. Así, tanto el estudioso que coteja con el hebreo como el sacerdote que prepara su liturgia encuentran en esta Biblia un instrumento seguro. No se trata de un detalle menor: esta doble numeración convirtió a la Nácar-Colunga en un puente entre la filología moderna y la tradición litúrgica, permitiendo que la obra sirviera a la vez como manual de estudio y como libro de oración.

Otro aspecto decisivo fue la traducción del Tetragrámaton (יהוה). Frente al tradicional “Señor” de la Vulgata latina o al “Jehová” que se había difundido en traducciones protestantes (aunque también presente en traducciones católicas como la de Torres Amat), los traductores optaron por “Yahvé”. Esta elección respondía al estado de la filología de mediados del siglo XX, cuando la forma Yahvé se había convertido en la más aceptada por los biblistas. Pero más allá del dato académico, la decisión tuvo un impacto espiritual profundo: para muchos lectores, descubrir el nombre Yahvé fue como entrar en una intimidad nueva con el Dios de Israel, un Dios que se presentaba con un nombre personal y directo. Pasajes como Génesis 15:7 —“Yo soy Yahvé, que te saqué de Ur de los caldeos”— resonaban con una fuerza inusitada, introduciendo al lector hispano en la hondura de la revelación bíblica. Esta audacia filológica, que hoy puede parecernos natural, fue entonces un signo de valentía intelectual y de fidelidad a la verdad del texto.

En todo ello se percibe el espíritu de la Nácar-Colunga: rigor filológico sin frialdad, belleza literaria sin artificio, fidelidad a la tradición sin inmovilismo, apertura a la crítica moderna sin concesión al escepticismo. Es la conjunción de dos traductores que supieron escuchar al texto original y a la vez a la Iglesia, que trabajaron con la humildad del exegeta y la pasión del escritor.

V. Prólogos, notas y método en la Biblia Nácar-Colunga

Una de las características más valiosas de la Biblia Nácar-Colunga reside en el equilibrio de sus prólogos y notas, ese tejido discreto pero firme que acompaña a cada libro y que, sin pretender ser un tratado académico ni un catecismo popular, abre caminos de comprensión. Cada libro bíblico inicia con un prólogo breve pero sustancial, en el cual los traductores discuten la autoría, la fecha de composición, los destinatarios y, con particular cuidado, la cuestión de la canonicidad. El lector del año 1944 se encontraba así con un material que, sin abrumar con tecnicismos, le permitía reconocer que los libros de la Escritura tienen una historia, un contexto y un lugar propio en la tradición de la Iglesia.

Si tomamos como ejemplo el prólogo al Génesis, observamos cómo se presenta el libro como “la primera parte de la Torá o Pentateuco”, explicando de manera sobria las distintas hipótesis sobre la formación de sus tradiciones, pero sin entregarse por completo a la llamada hipótesis documentaria que en esos años comenzaba a imponerse en ciertos ambientes críticos. Nácar y Colunga no negaban la posible diversidad de fuentes, pero preferían hablar de un mosaico antiguo donde se conservan recuerdos venerables, bajo la autoridad de Moisés como figura inspiradora. El prólogo insiste en que el Génesis debe ser leído no sólo como historia primitiva, sino también como historia de la salvación, subrayando que en él aparecen los fundamentos de la alianza que encuentra su plenitud en Cristo.

Otro ejemplo lo hallamos en la introducción a Isaías, donde se plantea con cautela la compleja cuestión de la unidad del libro. La exégesis académica de entonces ya distinguía al menos dos secciones (lo que más tarde se llamaría Deuteroisaías), y los traductores no ignoran este hecho. Sin embargo, presentan estas hipótesis con mesura, evitando reducir el libro a mera yuxtaposición de autores. Para ellos, Isaías entero mantiene un hilo teológico coherente: la proclamación de la santidad de Dios y la esperanza mesiánica. El lector, por tanto, recibe la información necesaria para comprender las tensiones internas del texto, pero se le invita a leerlo como un todo profético y mesiánico.

Las notas al pie reflejan el mismo espíritu. No son glosas de piedad, ni tampoco debates técnicos interminables. Son aclaraciones breves que resuelven dudas de vocabulario, que señalan paralelos culturales del Antiguo Oriente, o que explican giros lingüísticos del hebreo y del griego. Un buen ejemplo se encuentra en los Salmos: cuando aparece un término hebreo difícil de traducir, como hesed, los traductores lo rinden por “misericordia”, pero añaden en nota que la palabra implica amor fiel, alianza y ternura, dando así al lector una clave hermenéutica más profunda.

En el Nuevo Testamento, los prólogos y notas tienen un tono semejante. El prólogo al evangelio de San Mateo, por ejemplo, discute la antigua tradición de que fue escrito en arameo, exponiendo la opinión de la crítica moderna que lo considera compuesto directamente en griego. No ocultan las divergencias de opinión, pero se inclinan por una solución intermedia, recordando siempre la autoridad de la tradición eclesial. En las notas, se subraya con frecuencia la manera en que las citas del Antiguo Testamento cumplen las promesas en Cristo, haciendo visible la hermenéutica cristológica que es propia de la Iglesia.

El método textual de la edición de 1944 se deja entrever en estos comentarios. Para el Antiguo Testamento, se parte del texto hebreo masorético, pero en pasajes donde la lectura es oscura o problemática se acude a la Septuaginta o a la Vulgata, señalando al lector la variante elegida. Por ejemplo, en algunos versículos del libro de Job o de Jeremías, donde el hebreo está deteriorado o incompleto, se advierte en nota que la traducción sigue a la Septuaginta porque ofrece un sentido más claro. Este proceder revela que, aunque no se imprima un aparato crítico como el de una edición académica, hay un criterio filológico implícito: escoger la lectura más coherente sin abandonar el horizonte de la tradición católica.

En el Nuevo Testamento, la base es el texto griego de las ediciones críticas disponibles entonces, sobre todo la edición de Nestle, que representaba el consenso académico del momento. Aquí también las notas cumplen una función pedagógica: se señala, por ejemplo, que algunos manuscritos añaden o suprimen frases en los evangelios, y se explica por qué se ha elegido tal o cual lectura. Así, el lector medio entra en contacto con la riqueza de la tradición manuscrita sin sentirse perdido en discusiones técnicas.

Desde el punto de vista teológico, las introducciones y notas reflejan la mentalidad católica preconciliar. Ello se traduce en tres características principales. Primero, una insistencia en la canonicidad: cada prólogo recuerda, con tono de seguridad, que el libro en cuestión pertenece plenamente a la revelación y es norma de fe. Segundo, una lectura decididamente cristológica del Antiguo Testamento: las promesas, los profetas y las figuras son constantemente interpretados como prefiguraciones de Cristo. Y tercero, una cierta prudencia frente a las hipótesis críticas más audaces, que por entonces comenzaban a circular, especialmente en torno a la composición del Pentateuco o de los evangelios sinópticos. Los traductores no las niegan, pero las presentan como opiniones discutibles, reservando siempre un espacio de respeto hacia la tradición recibida.

Lo admirable es que, aun con esta prudencia, la Nácar-Colunga se abre sin temor a la crítica moderna, cumpliendo lo que pedía Pío XII en Divino afflante Spiritu: que los exegetas católicos volvieran a las fuentes y se sirvieran de los instrumentos de la filología, pero sin perder de vista la fe de la Iglesia. Así, la obra logra un equilibrio raro y precioso: ni un manual frío de filología bíblica, ni una Biblia puramente devocional, sino una traducción acompañada de orientaciones claras, sobrias y útiles, que permiten al lector situarse entre dos mundos: el de la erudición científica y el de la lectura espiritual y litúrgica.

VI. La Nácar-Colunga frente a otras traducciones y su legado

La posición de la Biblia Nácar-Colunga en la historia de las traducciones bíblicas en lengua española sólo se entiende si la situamos en diálogo con otras versiones que la precedieron y con aquellas que vinieron después. En el siglo XIX, la Biblia de Torres Amat había sido durante mucho tiempo la versión católica de referencia en castellano. Basada fundamentalmente en la Vulgata latina, tenía un estilo castizo, de fuerte impronta barroca y dieciochesca, que si bien transmitía dignidad y sabor clásico, resultaba cada vez más distante para los lectores del siglo XX. Para 1944, la traducción de Torres Amat estaba ya desfasada tanto en lengua como en método: dependía de una base textual secundaria y carecía de la frescura filológica que reclamaba la nueva generación de exegetas.

La Nácar-Colunga se situó entonces como un paso decisivo hacia adelante: volvió a los textos originales, y lo hizo en un castellano sobrio, transparente y elegante, sin las florituras ni los giros arcaicos de Torres Amat. Fue, en ese sentido, una Biblia de ruptura y de continuidad al mismo tiempo: rompía con el anquilosamiento del siglo XIX, pero mantenía la familiaridad del orden de la Vulgata y de su terminología eclesial.

Años después, en 1967, aparecería la Biblia de Jerusalén en español, traducción de la célebre versión francesa de la École Biblique de Jerusalén. Su publicación representó un salto cualitativo en cuanto a aparato crítico, introducciones extensas y notas exegéticas. La Biblia de Jerusalén fascinó a muchos lectores por la riqueza de sus comentarios, pero también fue criticada por otros que la consideraban demasiado erudita, con un estilo menos cuidado y con un tono crítico a veces excesivamente audaz para el lector piadoso. Frente a ella, la Nácar-Colunga se mantuvo como una traducción clásica y equilibrada, menos técnica pero más noble en su prosa y más discreta en sus orientaciones.

En medio de este arco, se encuentran las traducciones parciales de Bover-Cantera o de Cantera-Iglesias, que si bien aportaron un notable rigor académico en ciertos libros, nunca alcanzaron la difusión ni la completitud de la Nácar-Colunga. Eran, por así decirlo, esfuerzos especializados, de alcance limitado. Lo que Nácar y Colunga lograron fue ofrecer un cuerpo íntegro de la Escritura, disponible en un solo volumen, legible de principio a fin, accesible sin dejar de ser sobrio, y, sobre todo, revestido de una belleza literaria que otras traducciones más técnicas no siempre supieron cultivar.

Por estas razones, la Nácar-Colunga se convirtió para toda una generación de católicos hispanohablantes en “la” Biblia, la Biblia por antonomasia. Era la que estaba en los conventos, en los seminarios, en las bibliotecas parroquiales y en las casas de familias piadosas. Era la que se regalaba en la primera comunión o al ingresar en la vida religiosa. Era la que muchos seminaristas subrayaron con fervor juvenil y la que innumerables religiosas leyeron en silencio en los claustros. Su prestigio no provenía sólo de su método o de su castellano: provenía del hecho de haber acompañado vidas, de haberse hecho parte de la memoria espiritual de un continente.

Si se quisiera hacer una valoración crítica, podrían señalarse con justicia sus fortalezas: fue la primera traducción católica española desde los originales con una difusión verdaderamente masiva; adoptó un castellano clásico, solemne y transparente, que ennoblecía la lectura sin volverla oscura; alcanzó un equilibrio admirable entre fidelidad textual y legibilidad; y supo acompañar al lector con prólogos y notas que informaban sin sofocar. Frente a estas virtudes, es cierto que se pueden advertir algunos límites: su aparato crítico es más limitado que el de ediciones posteriores; algunas de sus terminologías responden al estado de la filología de mediados del siglo XX y hoy se formularían de otro modo; y sus introducciones conservan el tono apologético propio de la teología preconciliar. Pero lejos de ser defectos, estos rasgos constituyen su rostro histórico propio, la fisonomía espiritual de una Biblia que refleja su tiempo y su misión.

Ochenta años después, la Nácar-Colunga sigue viva. En 2024, la BAC celebró su aniversario con un facsímil de la primera edición, consciente de que allí no había nacido simplemente una traducción más, sino un verdadero símbolo cultural y espiritual. Para miles de lectores, aquella Biblia fue la puerta de entrada a la Escritura, el primer contacto integral con la Palabra de Dios. Su castellano sobrio y elegante se grabó en la memoria como lengua sagrada, y su formato se asoció a los recuerdos más íntimos: el rostro de quien la regaló, la voz de quien la leyó en voz alta, el ambiente en que se abrió por primera vez.

Conclusión: una Biblia entrañable

La Biblia Nácar-Colunga de 1944 no es solamente una obra de referencia en la historia de la exégesis católica ni una reliquia editorial digna de los anaqueles de los bibliófilos. Es, por encima de todo, una Biblia viva, capaz de seguir irradiando luz y belleza a lo largo de generaciones. Se y se la preserva, sí por su fecha inaugural, por el mérito académico de sus traductores, pero también porque supo convertirse en parte de la vida espiritual de innumerables lectores, en seminarios, conventos, colegios y hogares sencillos. Allí, en sus páginas impresas a dos tintas, con sus ilustraciones solemnes y su castellano sobrio, palpita todavía el eco de una época: aquella en que la Iglesia comenzaba a abrirse con decisión a la crítica moderna sin renunciar a su tradición, aquella en que dos hombres, Nácar y Colunga, decidieron unir la precisión filológica con la cadencia de una lengua castellana digna y noble.

Lo que hace entrañable a esta Biblia es esa huella íntima que ha dejado en quienes la tuvieron como primera compañera en el descubrimiento de la Palabra. Para tantos, fue el regalo recibido de unas monjas, de un sacerdote, de los padres; fue el libro abierto en los momentos de oración juvenil, fue el texto en el que se subrayaron versículos con fervor y se aprendieron de memoria pasajes que marcarían para siempre la vida espiritual. Sostener aquel volumen de tapas firmes y tipografía solemne era (y sigue siendo un gesto de reverencia, casi litúrgico. El mero acto de abrirlo suponía entrar en un ámbito de seriedad y sacralidad, donde la letra impresa no era sólo signo gráfico, sino mediación de la Palabra eterna.

No es exagerado decir que la Nácar-Colunga encarna, para el catolicismo hispánico del siglo XX, lo que la Vulgata fue para la Edad Media: un lenguaje común de fe y de oración, un texto que moldeó la manera de leer, de pensar y hasta de rezar en castellano. Su tono solemne, nunca pedante; su literalidad fiel, nunca fría; su belleza sobria, nunca artificiosa, se grabaron en la memoria colectiva como un ejemplo de cómo debe presentarse la Escritura en lengua vernácula: con dignidad, claridad y elegancia.

Por todo ello, tomar en las manos la edición de 1944 es revivir un primer encuentro con la Palabra, ese estremecimiento que no se olvida y que se lleva siempre como una cicatriz luminosa en la memoria espiritual. Y es reconocer que, más allá de los avances críticos posteriores, más allá de las traducciones modernas con aparatos exegéticos más vastos o lenguajes más actualizados, la Nácar-Colunga sigue siendo un monumento vivo de fidelidad y de belleza, un libro que no envejece porque supo unir el rigor del estudio con el resplandor de la fe.

En definitiva, la Sagrada Biblia de Nácar-Colunga es una compañera entrañable que sigue hablando al presente. Su vigencia no depende de modas ni de tendencias, sino de haber captado algo esencial: que la Palabra de Dios, cuando se ofrece con seriedad, con respeto y con amor, permanece siempre joven. Y así, ochenta años después, sigue acompañando a quienes la leen con devoción y erudición, con espíritu de estudio y con corazón creyente, como si en cada página resonara de nuevo aquel primer encuentro inolvidable con el misterio de la Escritura.


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