La fuente y el puente: San Juan de San Denis y la vocación de la Ortodoxia Occidental

En 1956, en el día de su santo, san Juan de San Denis —figura singular de la Iglesia Ortodoxa de Francia— interrumpió la costumbre dominical de comentar el Evangelio para pronunciar algo más íntimo: una confesión de fe y de vida. No se trataba de un tratado frío, sino de una palabra ardiente sobre el sentido profundo de la “Ortodoxia Occidental” y su relación con la gran tradición oriental.

El punto de partida de su discurso es decisivo: la ortodoxia no es una negación, no es estar “contra” algo, sino una afirmación vital. No surge de la polémica, sino de la pertenencia. Es, dice él, “la fuente de todas las Iglesias”, la presencia viva de la Iglesia indivisa en el tiempo presente. Para san Juan, ser ortodoxo no es suscribirse a una doctrina externa, sino participar de un cuerpo vivo: “carne de su carne, hueso de sus huesos”.

Ese lenguaje corporal no es casual. Para él, la Iglesia no se impone desde fuera, como autoridad que coarta, sino que se injerta en lo más íntimo del creyente, de modo que los posibles conflictos entre fe, ciencia, política o conciencia quedan transfigurados en una unidad interior. Es la diferencia entre poseer una idea de Iglesia y ser la Iglesia.

La gratitud hacia Oriente

Aquí la gratitud hacia las Iglesias de Oriente es explícita y conmovedora. Durante veinte siglos —en medio de guerras, invasiones y martirios— han custodiado intacto ese “tesoro” de vida orgánica y unidad interior. Sin ese testimonio continuo, Occidente no podría hoy simplemente “volver atrás” y reconstruir artificialmente la Iglesia indivisa. La fuente ha sido guardada para que otros puedan beber.

La llamada a Occidente

Pero el corazón del texto está en el llamado a Occidente, y en particular a Francia, para que esa fuente fluya de nuevo en su propio suelo. San Juan no oculta que su entrega a esta causa supuso un despojo personal: abandonar su herencia cultural rusa para abrazar la vocación francesa, convencido de que en ella hay una disposición singular —espíritu de servicio, sacrificio y misión— capaz de encarnar y propagar la Ortodoxia en clave occidental.

El tono profético asoma cuando, a mediados del siglo XX, anticipa tiempos de grandes pruebas para Europa. En ese horizonte turbulento, la Iglesia, vivida de forma orgánica y unida, podría ofrecer no solo refugio espiritual, sino fuerza para “atravesar las olas de este mundo con la cabeza alta y confiada”.

Una palabra para hoy

Más de medio siglo después, este mensaje conserva su filo y su consuelo. Habla a quienes, sin pertenecer a la Ortodoxia, intuyen que la vida cristiana no puede reducirse a ideas, normas o estrategias, sino que ha de ser savia que circula y alimenta, comunión que sostiene, tradición que respira.

En tiempos de fragmentación y escepticismo, la voz de san Juan de San Denis nos recuerda que la verdadera reforma no nace de la oposición, sino de la fidelidad creadora; no de inventar de nuevo la Iglesia, sino de dejar que la fuente vuelva a manar donde hoy parece árido el suelo.

Epílogo: la fuente en tiempos de sed

El siglo XXI se distingue por un fenómeno paradójico: una abundancia de discursos sobre espiritualidad y, al mismo tiempo, una profunda anemia interior. Se multiplican las opciones religiosas, las “experiencias” y las corrientes de pensamiento, pero escasea aquello que san Juan de San Denis llamaría vida orgánica de la Iglesia: la pertenencia que no asfixia, sino que nutre; la tradición que no es lastre, sino savia.

En este contexto, el llamado del metropolita no es solo un asunto para historiadores o teólogos de nicho. Es un recordatorio de que la fe, si quiere sobrevivir a la fragmentación y al cansancio cultural, necesita recuperar el pulso de lo viviente. Necesita volver a ser carne y hueso, sangre que circula por un cuerpo real, no mero símbolo o metáfora.

La secularización —que ha reducido lo sagrado a lo íntimo, lo privado o lo accesorio— no se revierte con gestos de resistencia cultural ni con nostalgia litúrgica vacía, sino con la humilde firmeza de quienes beben de una fuente y, al beber, se convierten en cauce.

Tal vez hoy, más que en 1956, resuena la intuición de san Juan: que Francia —y con ella cualquier sociedad occidental— está llamada no a copiar servilmente formas ajenas, sino a encarnar la misma plenitud que Oriente ha sabido custodiar. Quod ubique, quod semper, quod ab omnibus… lo que ha sido en todas partes, siempre y por todos.

Y así, en medio de un continente que a veces parece haber olvidado su sed, este mensaje se alza como una invitación a recordar que aún corre la fuente. Basta inclinarse, y beber.


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