Last updated on 29 septiembre, 2025
En los años que siguieron al gran reacomodamiento postconciliar, no fueron pocos los que, seducidos por las sedas púrpuras y el canto suave de la obediencia institucional, abandonaron el antimodernismo para integrarse, con fórmulas diplomáticas y concesiones ambiguas, a las estructuras de la Iglesia Romana. Buscaban y n algunos casos obtuvieron una capilla ritualista en una catedral liberal y progresista. Mediante acuerdos cuya naturaleza era más táctica que doctrinal, numerosos grupos lograron obtener un lugar dentro del aparato diocesano, funcionando con cierta tolerancia canónica, en posiciones periféricas, sin el oprobio del cisma, pero también sin la claridad del testimonio.
Hoy deseo volver la mirada hacia un capítulo menos atendido por los tradicionalistas: el de los anglocatólicos, almas sinceras que desean vivir la plenitud de la fe católica, pero que han sido dispersadas como ovejas sin pastor, atrapadas entre las estrcturas modernas de la Iglesia Católica y su propia tradición litúrgica e intelectual.
Tras la euforia inicial provocada por la constitución Anglicanorum Coetibus —gesto generoso, sí, pero también políticamente calculado—, el desengaño no tardó en manifestarse. Muchos de los que ingresaron en los Ordinariatos personales, una vez pasada la solemnidad del rito de entrada, se encontraron en una situación ambigua, eclesialmente marginal y doctrinalmente tensa. La promesa de integración se convirtió para algunos en un nuevo exilio.
Hace un tiempo, un antiguo miembro de uno de estos Ordinariatos me escribió con una sinceridad que conmueve. En su carta, relataba cómo varios de sus cofrades, ante el desamparo doctrinal y litúrgico, le propusieron recurrir al Patriarcado de Moscú. Él, con dolorosa lucidez, respondió: “No dejé de ser un hereje para ser un cismático, pero tampoco tenemos a dónde ir.”
Su angustia es genuina, y sin embargo, incomprendida por muchos en el mundo tradicionalista, quienes, demasiado centrados en sus propias disputas internas, han desatendido a los anglocatólicos que podrían haber sido —y aún podrían ser— una fuerza viva en la defensa de la Tradición en Occidente.
La raíz del abandono de los Ordinariatos es clara: el rechazo frontal del Concilio Vaticano II. La conciencia anglocatólica, forjada en una comprensión católica del anglicanismo no pudo tolerar los desvíos litúrgicos, doctrinales y morales de Canterbury, especialmente tras la ordenación de mujeres por parte de la Iglesia Episcopal. Fue entonces cuando nació el llamado continuismo anglicano, cuyo impulso fue precisamente reafirmar la catolicidad —no protestante— del patrimonio anglicano.
Roma, percibiendo esta orientación, respondió inicialmente con gestos de acogida: permisos individuales para sacerdotes anglocatólicos, autorizaciones para celebrar el venerable Rito de Sarum como forma extraordinaria. Luego vino el salto hacia la incorporación colectiva, pero allí comenzaron las dificultades. Al consolidarse los Ordinariatos, Roma exigió aceptación plena del Concilio Vaticano II y sus reformas. Muchos anglocatólicos, formados al margen de dicho concilio, no pudieron sino chocar con una Iglesia que ya no era, en su experiencia, la misma.
Quienes se negaron a firmar este pacto doctrinal buscaron refugio entre comunidades tradicionalistas. La mayoría no encontró acogida. Entonces, algunos recurrieron a las Iglesias orientales para recibir reconocimiento sacramental. Así nació, silenciosa, dispersa, pero real, una Resistencia Anglocatólica, firmemente enraizada en la Tradición de la Iglesia, fiel a los XX Concilios Ecuménicos, y contraria a las reformas postconciliares. Estos sacerdotes celebran la Misa de San Pío V, o bien el Rito de Sarum, amparados en la Bula Quo Primum, que garantiza la legitimidad de los ritos consagrados por la historia.
No todos siguen una misma línea eclesiológica. Algunos se inspiran en la “prudencia estratégica” de Marcel Lefebvre; otros, con mayor severidad, adoptan el sedevacantismo. Pero muchos cayeron en la trampa de la Anglicanorum Coetibus, un acuerdo en el que lo doctrinal fue dejado de lado por razones tácticas. Abstrahamus doctrinam, pareció decirse. ¿Le suena conocida esta fórmula?
Y los frutos fueron amargos. Fructus amari. Comunidades divididas, sacerdotes arrepentidos que abandonan Roma Conciliar, vocaciones frustradas, fieles escandalizados, estudiantes confundidos. Lo que prometía ser un puente se convirtió en un callejón sin salida. Y sin embargo, los anglocatólicos deben ser considerados con atención: no sólo como víctimas de un experimento eclesiológico, sino como testimonio viviente de lo que ocurre cuando se sacrifica la verdad por la inclusión.
No son una nota al pie. Son un espejo. Una advertencia. Y acaso, también, una esperanza.
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