«Ha pasado la gloria de Israel, porque ha sido capturada el arca de Dios».
I Sam 4, 21
La mejor lectura es la Sagrada Escritura. En ella, Dios nos habla de muchas maneras, y su mensaje es siempre actual. Como dice san Agustín, Doctor de los Doctores:
«Cuantos temen a Dios y, por la piedad, son mansos, buscan en todos estos libros la voluntad de Dios» (De Doctrina Christiana, II, 9).
Debemos acercarnos a las Sagradas Escrituras —escritas para la edificación del hombre— con cuidado y respeto, procurando escuchar lo que Dios quiere que escuchemos, y no aquello que deseamos oír. En efecto, el afán de adecuar el mensaje de Dios a las modas y a los tiempos es el origen de todas las herejías. Pelagio, quien fue refutado por el Doctor de Hipona, intentó transformar el cristianismo en una suerte de “filosofía de vida” que resultara agradable a los oídos de sus contemporáneos imbuidos en el estoicismo. Lo mismo hicieron sus sucesores, entre ellos los más modernos.
Hoy me entregué durante varios minutos a la lectura de la Biblia. Me encontré con uno de los pasajes que más me conmueven: la derrota de Israel frente a los filisteos y la captura del Arca. En este relato podemos ver claramente la presencia y la omnipotencia de Dios, así como la ceguera de los hombres. Se cuenta que, tras una primera derrota ante los filisteos, los ancianos de Israel pensaron que podrían obtener la victoria si traían el Arca de la Alianza al campamento. Cuando el Arca llegó, todo el pueblo gritó de júbilo y, con ciega confianza, se lanzaron a la batalla, comandados por los hijos del juez Helí, Ofní y Fineés.
¿Pero en qué tenían fe? Ciertamente no en Dios, no en Yahvé Sebaot, el Dios de los Ejércitos. Su fe estaba puesta en un objeto: en el Arca. Y por eso fueron derrotados y humillados. La esposa de Fineés lo resume con estas palabras:
«Ha pasado la gloria de Israel, porque ha sido capturada el arca de Dios».
Este pasaje merece nuestra reflexión. También nosotros, hoy, depositamos nuestra fe en objetos. Confundimos lo sagrado con El Sagrado. Confundimos lo creado con el Creador. Nos parece lo mismo, porque estamos habituados a ello y no lo razonamos: no nos damos cuenta. Pero así, aun sin querer, violamos el precepto de no cometer idolatría.
¿Cuántas veces depositamos nuestra fe y nuestra confianza en escapularios o rosarios?
¿Cuántas veces decimos: “Mientras tenga el escapulario, no me iré al infierno”?
Eso es burlarse de la justicia de Dios. El escapulario es precioso. Sin embargo, quien lo porta y peca a conciencia, creyéndose a salvo solo por llevarlo, ha cometido sacrilegio. Se burla de lo sagrado y cree que puede engañar a Dios. Lejos de salvarlo, el escapulario se convierte para él en una marca, en un ancla que lo hunde más profundamente en el Abismo.
El Rosario es quizás la devoción más extendida entre los católicos. El Rosario es un tesoro espiritual. Pero, como el Arca de la Alianza, puede ser malinterpretado. ¿Tenemos la fe puesta en el Rosario o en Cristo? ¿A quién rezamos en el Rosario? ¿Oramos a María por ella misma, o elevamos nuestra plegaria a Dios por medio de ella, solicitándolo todo en el el “Nombre que está sobre todo nombre”? Además, ¿portamos con dignidad nuestro Rosario? El Rosario debe estar siempre a mano; no es un adorno ni un objeto de lujo. Vale lo mismo uno de perlas preciosas que uno hecho con una simple cuerda. Ambos tienen igual valor, porque sirven para orar a Nuestro Señor y aplacar su ira, para que su juicio sea benigno con nosotros.
Algunos dicen: “Rezamos con alegría”. ¿Alegría de qué? Así oraba el fariseo: alegre, soberbio, altanero. Así estaban alegres las cinco vírgenes necias que tomaron las lámparas pero no el aceite (Mt 25, 3). Miremos las sonrisas de los “grupos de oración” que se reúnen en los templos usurpados por la Iglesia conciliar: los vemos felices, riendo. En cambio, el cristiano debe rezar con humildad, con pesar, sabiendo que no es digno siquiera de pronunciar el Nombre del Verbo. Y como el publicano, pide compungido:
«Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador».
Vemos fotografías e imágenes de algunas congregaciones que se autodenominan “tradicionalistas”. ¿Qué observamos? Sacerdotes con largos rosarios colgando, que predican su devoción. Pero cabe preguntarse: ¿devoción al Rosario por el Rosario mismo? ¿El Rosario como hábito? ¿Acaso Cristo dijo a sus apóstoles: “Id y predicad el Rosario”? ¡No! Nuestro Señor fue explícito:
«Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
Pero estos sacerdotes “tradicionalistas”, de porte tan augusto y severo, nos recuerdan con inquietante fidelidad al fariseo que decía de pie:
«¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres: rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que poseo» (Lc 18, 11-12).
Como el fariseo, ciertos “sacerdotes tradicionalistas” hacen gala de su barroquismo. Pero como las cinco vírgenes necias, poseen solo las lámparas, más les falta el aceite de la caridad y la fe. Porque su fe, como la de los israelitas derrotados por los filisteos, no está puesta en Dios, sino en sus objetos: en sus sotanas, en sus crucifijos, en sus rosarios y escapularios. Si su fe en Dios fuera tan grande como la que depositan en sus “lámparas”, si fuera tan viva como la que ponen en el “Arca”, entonces predicarían la Verdad con palabras y con el ejemplo. Se acabaría este cisma interno que vive la Resistencia Católica frente a la Iglesia Conciliar, y unidos en Cristo —que es uno solo— podrían marchar en paz contra el enemigo común, que es el modernismo.
Por eso, amigos, quise hoy compartir con ustedes esta reflexión. Confiemos en Dios. Pongamos en Él nuestra fe, y no en los objetos. Recordemos que ni el Rosario ni el Escapulario salvan por sí mismos, porque el único que salva es Jesucristo, Nuestro Señor. Ellos son medios, no fines. Nos acercan a Él, nos recuerdan su Presencia y nuestra sujeción a su Gracia salvadora e invencible. Porque mientras estemos sujetos a Él, nada ni nadie podrá arrebatarnos. Pero si Él aparta su vista de nosotros, por más rosarios, cadenas o escapularios que llevemos, seremos como Israel: derrotados y pereceremos como los hijos de Helí.
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