De Heidegger a Emaús: El arte como acontecimiento de la Verdad

Hace unos días atrás publiqué en Documenta Theologica un breve artículo titulado “La oración litúrgica: puente entre lo divino y la cotidianeidad”. En este texto cité la obra de Martin Heidegger “El origen de la obra de arte” que ponemos ahora a disposición de los lectores. Se trata de la traducción de Samuel Ramos y que se editó en Breviarios del FCE Arte y Poesía (México, 2006).

Todavía recuerdo el impacto que me provocó la lectura de ese texto precisamente en aquel año, que fue el que decidí dar el paso hacia la Tradición y abandonar el modernismo.

Para Martin Heidegger el arte no es una actividad ni simple ni puramente humana, sino que es la manera en la que la verdad se manifiesta. La obra de arte es pues, el lugar en el que el Ser se revela, desocultándose de su ocultamiento. Este proceso de desocultamiento que se vuelve central porqué el arte debe entenderse como una actividad sagrada. Dicho de otra manera, el arte es sacro o no es arte.

El Filósofo Alemán describe el arte en términos de un “acontecimiento de la verdad”, dónde el Mundo y la tierra se encuentran: el mundo representa el orden de significado y la red de relaciones humanas, mientras que la Tierra representa lo que subyace a ese orden, lo oculto, lo inabarcable. La obra de arte es lo que permite que estos dos elementos se enfrenten y se entrelacen permitiendo así, la revelación del Ser.

Si bien todo esto nos remite al ícono (quizás junto con la música, la expresión más alta y primordial del arte) tenemos en la Sagrada Escritura ejemplos tanto más elevados de esta unión. En el Evangelio Según San Lucas, en el Capítulo 24 tenemos el famoso acontecimiento de los discípulos que van camino a Emaús. El episodio ocurre después del asesinato de Jesucristo, la cabeza de los discípulos tiene precio y mientras la mayoría se ha escondido en el aposento alto, otros como Tomás se habían alejado del grupo (Jn 20: 24), otros, como Cleofas y su acompañante (¿Mateo? ¿Jacobo?) estaban escapando de Jerusalén para buscar refugio, sólo así se explica que hayan decidido recorrer once kilómetros (los sesenta estadios del versículo 13). Si seguimos el texto vemos que los dos discípulos tenían a Cristo delante de ellos, pero sus ojos estaban “velados”:

οἱ δὲ ὀφθαλμοὶ αὐτῶν ἐκρατοῦντο τοῦ μὴ ἐπιγνῶναι αὐτόν (v. 16)

El término ἐκρατοῦντο significa “estar retenidos”, “estaban siendo impedidos”, “controlados”, “sujetos”, “velados”. Cristo es la verdad pero los ojos de ellos estaba “retenidos”, “impedidos” de contemplar la verdad, “sujetos” a una concepción humana y errónea de la función y misión del Mesías, lo vemos en la respuesta de Cleofas al Señor:

De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo lo entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y lo crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel. Sin embargo, además de todo, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las cuales antes del día fueron al sepulcro; como no hallaron su cuerpo, volvieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron. (v 19-24)

En la definición que dan de Jesús él ya no es “el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:15), sino “varón profeta”.

Pero ¿Cómo se produce esto? ¿Cómo ocurre el proceso del desocultamiento? No es por medio de un milagro, sino que Cristo recurre a las Escrituras y es por medio de ellas que “les declaraba” (διερμήνευσεν), les explicaba lo que había ocurrido realmente con el Mesías. Sin embargo algo falta, y eso lo encontramos en el versículos 30 a 32:

Y aconteció que, estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista. Y se decían el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?”

Primero explicó y una vez que ellos entendieron, corrió el último velo con el Milagro Eucarístico. El milagro es el sello y después de consagrar el pan y el vino, el Señor desapareció de su vista, pero quedó con ellos en la eucaristía. Es en ella en la cual tiene lugar la gran obra de arte del Creador: el lugar en el que el Ser se revela, desocultándose de su ocultamiento, permaneciendo con nosotros, haciendo arder nuestro corazón.

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