La incomprensibilidad Divina: Un análisis de la relación entre Dios y el Kosmos

El hombre no puede conocer a la perfección la naturaleza divina; únicamente puede, con la ayuda del mismo Dios, aproximarse a ella de una manera débil. En efecto, ¿cómo nosotros, en nuestra inteligencia finita y destruida por la Caída de los Padres, podremos llegar alguna vez a “entender” la grandeza de Dios? Nos basta con saberla. Sabemos que Dios es omnipotente, pero no podemos comprender esa omnipotencia. Sabemos que Él es sapientísimo, pero no podemos conocer lo que Él sabe, porque nuestro conocimiento es infinitamente menor y está sujeto a accidentes como el Tiempo, mientras que Dios está fuera del Tiempo y no se encuentra sujeto al Espacio.

El Λόγος es acción propiamente dicha; por el Λόγος todo se hizo y nada se hizo sin el Λόγος. ¿Qué había antes de Dios? Nada. Ahora bien, ¿podemos comprender la “nada”? Creemos que sí, pero estamos en el error. Me trataré de explicar. Nuestro Κόσμος, creación de Dios, contiene toda la materia y energía; al mismo tiempo, se encuentra sujeto a la contingencia de la temporalidad. Todo lo que ha sido creado se encuentra en los límites del Κόσμος; fuera de él no hay nada, empero, la idea de que a partir de cierto lugar comience la inexistencia repugna a nuestra inteligencia. Imaginemos un círculo. Todo lo que esté dentro de él existe. Fuera de él no existe nada. Si yo me pudiera asomar al borde de dicho círculo, ¿contemplaría algo? No, sino que veríamos el otro lado del círculo. ¿Y si comenzáramos a caminar? Llegaría un momento en el cual volveríamos al punto de partida. Para nosotros hay continuidad, hay linealidad; solo podemos ver aquello que tenemos enfrente. Tiempo y espacio son condiciones obligadas a nuestra mente y comprensión, no así para Dios, quien existe sin el tiempo, quien se mueve sin el espacio.

Los filósofos griegos, padres de nuestro pensamiento, no pudieron llegar a la idea de la creación tal como nosotros la hemos recibido de Dios. ¿Por qué? Ninguno de los relatos de creación de la antigüedad, ninguna mitología ni religión, llegó a la idea de la creación desde la nada. Platón, en su “Timeo”, nos cuenta que el Demiurgo “hizo” el mundo a partir de materia informe copiando a las ideas; por lo tanto, esa divinidad primordial coexistía como una “cosa más” junto con el tiempo, las ideas y la materia imperfecta. Pero la Escritura, cuyo autor es el mismo Dios vivo, nos relata algo completamente diferente: el Dios de infinita majestad, por un acto absolutamente voluntario y libre, decidió que las cosas “fueran”. Hizo el mundo desde la nada y a partir de la nada, y al concluir la Creación, el Creador “contempló todo lo que había hecho, y vio que era bueno en gran manera” (Gen 1:31).

Dios es un ser externo a la creación, no se confunde con ella, sino que la determina. El Tiempo es también algo creado, un producto más que no afecta a la naturaleza divina, distinta de la naturaleza creada. Las cosas que Dios hizo son buenas, incluso el hombre fue hecho bueno por Dios y colocado en el paraíso, sin dolores, sin sufrimiento alguno. Empero, el hombre, al transgredir el Mandato que Dios le había dado, decidió destruirse a sí mismo y apartarse de la vista de Dios. Pero Dios no lo podía ignorar, porque Él está fuera del tiempo y nada ocurre sin que lo permita, porque, como dice el Doctor Angélico, Dios permite el mal porque de él puede obtener un bien.

Nosotros, mortales, con una inteligencia sujeta al tiempo, con nociones que nos esclavizan, con un pecado que llevamos a cuestas, ¿podemos comprender la majestad de la Creación? Al entender que no podemos comprender, realizamos un inmenso acto de humildad, tan grande como el que profesamos cuando, durante la consagración desde hace dos milenios: “Domine meus et Deus meus”.

Espejos fracturados: La dialéctica del pecado y la redención en San Agustín

En su obra Réplicas a Juliano, San Agustín despliega una densa arquitectura discursiva que desafía las categorías binarias con las que solemos abordar las cuestiones teológicas. Aquí, en el Libro III, Agustín no solo se enfrenta a Juliano, sino que desestabiliza los cimientos de una narrativa que busca simplificar la ontología del mal y la inocencia, invitándonos a habitar las grietas de un discurso donde la dialéctica entre la creación y la caída se convierte en un juego de espejos, de reflejos distorsionados y de verdades que se resisten a ser encasilladas en fórmulas cómodas.

El texto que sigue es un claro ejemplo de cómo Agustín subvierte las nociones lineales del bien y del mal, llevando al lector a un terreno donde la naturaleza humana no es una esencia estática, sino un espacio de constante devenir, atravesado por fuerzas contradictorias y por una temporalidad que se despliega en múltiples dimensiones. En este escenario, la inocencia no es una cualidad inherente, sino un constructo que se fragmenta bajo la luz de la experiencia histórica y la intervención divina.

Agustín no se limita a argumentar; su discurso se despliega como un palimpsesto donde las voces de los herejes, las escrituras sagradas y las propias reflexiones del autor se entrelazan en un tejido complejo, invitando al lector a perderse en los matices, en las zonas grises que desafían la ortodoxia establecida. Es en este cruce de caminos donde la justicia divina, lejos de ser un mero reflejo de la justicia humana, se revela como un abismo de significados en tensión, donde el acto de condenar no es un gesto autoritario, sino una afirmación de la alteridad radical de lo divino frente a lo humano.

En este sentido, el pasaje que presentamos no es solo una refutación; es un desafío a nuestras categorías de pensamiento, un llamado a reconocer que la verdad, en su complejidad, exige una apertura a lo paradojal, a lo incierto, a lo que escapa a toda tentativa de clausura. Así, el argumento de Agustín se convierte en un espejo en el que las certezas de Juliano se disuelven, revelando la profunda ambigüedad de una condición humana que, desde su origen, está marcada por el sello de lo irredento y la promesa de una redención que solo puede alcanzarse en el espacio liminal entre el juicio y la gracia.

Tomado de San Agustín, Replica a Juliano, Libro III

XII. 24. Crees haber dado prueba de una gran agudeza de ingenio al decir: “Aun cuando
fuera el diablo el creador de los hombres, serían malos sin culpa suya, y, en consecuencia,
no serían malos, porque nadie puede existir si no nace, y no es justo exigir a uno lo que
no puede dar”. Este mismo argumento solemos aducir nosotros contra los maniqueos,
que, según sus fábulas, sostienen que la naturaleza humana no fue creada buena en un
principio y luego viciada, sino que desde la eternidad es inmutablemente mala.
La fe católica reconoce, por el contrario, que la naturaleza humana fue creada buena;
pero, viciada por el pecado, es con justicia condenada. No es ni sorprendente ni injusto
que una raíz mala produzca frutos malvados, y así como en un principio no faltó una mano
creadora, tampoco falta ahora una misericordia redentora, verdad que vosotros rechazáis
al decir que los niños no tienen pecado del que puedan ser liberados.

Vosotros que con una desafortunada defensa y elogio pernicioso cooperáis a la pérdida
irremediable de estos niños desgraciados, decidme: ¿Por qué no admitís en el reino de
Dios si no son bautizados, a tantas criaturas inocentes que ningún mal han hecho y que
son imágenes del mismo Dios? ¿Han faltado a sus deberes para verse privados del reino y
ser condenados a destierro tan triste, si jamás han hecho lo que no pueden hacer? ¿Dónde
pones a los que no tienen vida porque no comieron la carne ni bebieron la sangre del Hijo
del hombre? Por esto, Pelagio, como queda dicho, en una asamblea eclesiástica condenó,
para no ser condenado, a todos aquellos que dicen: “Los niños, aunque no estén
bautizados, tendrán la vida eterna”. Dime, por favor: ¿Es justo que los niños, imágenes de
Dios, sean excluidos del reino de Dios, alejados de la vida de Dios, sin haber nunca
transgredido la ley de Dios? ¿No oyes cómo el Apóstol detesta a los excluidos de la vida de
Dios por la ignorancia que en ellos hay y la ceguera de su corazón. ¿Estará en esta
sentencia incluido el niño no bautizado o no? Si contestas: “No está incluido”, te ves
condenado por la verdad del Evangelio y la sentencia de Pelagio. ¿Dónde encontrar la vida
de Dios sino en el reino de Dios, donde no pueden entrar los que no han renacido del agua
y del Espíritu? Y si contestas que el niño no bautizado no está incluido en la sentencia
del Apóstol, confesada la pena, decid la culpa; confesado el suplicio, decid cómo lo ha
merecido. Nada en vuestro dogma encontraréis que poder aducir. Si hay en vosotros algún
sentimiento cristiano, reconoced en los niños alguna falta transmisora de muerte y
condenación por la que son con justicia castigados si no son por la gracia de Cristo
redimidos. En su redención puedes alabar la misericordia de Dios y en su condenación no
puedes acusar su justicia, porque todos los caminos del Señor son misericordia y verdad.

    Predestinación y liturgia: el sentido oculto de la fórmula “pro multis” en la Misa

    Los defensores del usus antiquior (la misa en latín según las rúbricas de Juan XXIII) han estado realizando una campaña desde hace mucho tiempo para que en el novus ordo (el misal de Pablo VI) se utilicen las palabras de Cristo en las que se dice que su sangre iba a ser derramada “por muchos” y no “por todos”. Esta alteración no es menor. Existen razones históricas y teológicas que se esgrimen como argumento. Es cierto que no existen registros litúrgicos históricos en los que la expresión pro multis signifique “por todos” en ningún ritual antiguo; también está el problema de que la fórmula que se introdujo en la década de 1960, al ser novedosa y anticanónica, podría invalidar el rito en sí mismo.

    El 17 de octubre de 2006, Joseph Ratzinger, ya como Benedicto XVI, promulgó un decreto por el cual la expresión pro multis debía traducirse en las versiones vernáculas de la nueva misa como “por muchos” y no “por todos”, como se venía haciendo y aún se realiza en una gran cantidad de parroquias de todo el mundo.

    Sin embargo, ¿se entiende el sentido de las palabras de Cristo? ¿Por qué la liturgia insiste en que la sangre del Salvador se derrama “por muchos” y no “por todos”? Nuevamente, ¿cuál es el sentido de estas palabras?

    Los universalistas sostienen que Cristo murió absolutamente por todos los hombres, es decir, por aquellos que efectivamente se salvarán y por aquellos que se condenan. Según estos, Cristo derramó su sangre por y para todos. El universalismo, como demostró en su momento Ilaria Ramelli, no es una novedad ni propia del modernismo, sino una corriente teológica antigua con una fuerte base escriturística y patrística. No obstante, el movimiento modernista tomó elementos del universalismo como uno de los pilares, toda vez que este sostiene que la fe, subjetiva, puede canalizarse a través de diferentes experiencias religiosas, unas más perfectas que otras (el catolicismo sería, según lo que Ratzinger admitió en varias oportunidades, la más perfecta de estas experiencias). Como la liturgia es una expresión de la fe, entonces la nueva misa del Concilio Vaticano II (de innegable impronta ecuménica) debe hacer explícito que Cristo ha muerto por todos, es decir, por los fieles y también por los infieles.

    Según la teología tradicional no todos los hombres se salvarán. Dios actúa de manera directa y rescata a algunos y los lleva con él. ¿Quiénes son estos? En los Hechos de los Apóstoles (20: 28) leemos:

    “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”

    Se deduce entonces que Cristo ha muerto por su Iglesia, la cual está compuesta única y exclusivamente por los fieles, es decir, aquellos que fueron regenerados por el agua y el espíritu y se mantienen fieles a la doctrina del Salvador. Bajo esta interpretación, Cristo, que es el buen pastor (Juan 10: 11-16) dice conocer a sus ovejas y que estas le conocen a él. Esto significa que hay otras ovejas que no son de él, que no son de su rebaño, que son extrañas y que ni él las desconoce como propias, y tampoco esas ovejas le re-conocen a él como su pastor. En el mismo pasaje tenemos un elemento más: Jesús dice que él “su vida da por las ovejas”, por las suyas, las de su rebaño.

    Esto entonces da sentido a las palabras de Cristo en la última cena y que se repiten en rito de consagración de que su Sangre “será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”. Su sangre se derrama entonces por muchos, que son su Iglesia, su pueblo. He ahí el significado del nombre Jesús (Mt 1: 21).

    La frase “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2: 4) tiene entonces un sentido litúrgico que debe ser interpretado a la luz de la Sagrada Escritura y el Gran Doctor San Agustín de Hipona.

    La noción agustiniana de predestinación, encapsulada en la intersección entre la omnipotencia divina y la contingencia humana, emerge como una construcción teológica impregnada de paradojas y contradicciones que desafían las categorías normativas del pensamiento contemporáneo, pero que cobran sentido en el drama litúrgico. No es un mero mecanismo de selección, sino como una manifestación de la estructura ontológica de la gracia divina, que desdibuja las fronteras entre el determinismo y el libre albedrío.

    San Agustín, al enfrentar el dilema de la salvación universal en el contexto del misterio eterno de la elección divina, despliega una retórica que subyace a la idea de que la voluntad de Dios no se pliega a las normativas racionales de la existencia. La voluntad divina, en su perfección trascendental, desea la salvación de toda la humanidad en una forma abstracta y universal, pero esta voluntad se descompone en una realidad efectiva que se manifiesta en la concreción de la predestinación. En otras palabras, la universalidad de la salvación se desintegra en la particularidad de la elección divina siendo la consagración una confirmación de ello: pro multis, εἰς πολλούς.

    La predestinación entonces está desplegada en la liturgia, convirtiéndose en un paradigma en el que la gracia, en su forma inmanente, se distribuye de manera que subyuga la agencia humana al enigma de la voluntad divina. La predestinación no se percibe como un simple acto de selección entre opciones preexistentes, sino como una determinación ontológica que configura la realidad de la salvación y la condena. La elección divina es un acto de soberanía que trasciende los límites de la racionalidad humana y que redefine la noción de justicia en términos de una gracia que opera fuera del alcance de las métricas humanas de mérito y de elección libre.

    La alteración de la fórmula consacratoria es, entonces, no sólo una violación a la fórmula tradicional, sino una inversión teológica explícita, una re-formulación dogmática, una herejía explícita.

    La Septuaginta o Biblia de los LXX para descargar

    Tengo mucha alegría de iniciar las publicaciones de mi blog con esta hermosa y muy particular versión de la Biblia de los LXX, la Septuaginta. Con toda la razón esta versión es llamada “La Biblia de los Apóstoles” por tres motivos: en primer lugar fue la que empleó la primera comunidad cristiana, en segundo lugar todas las citas que se realizan en el Nuevo Testamento del Antiguo, corresponden a la versión de los LXX, y finalmente es la que predomina aún hoy en las Iglesias de Oriente.

    Según una antigua historia (repetida por Filón de Alejandría hasta San Agustín), Ptolomeo Filadelfo solicitó a 70 ó 72 eruditos judíos que vertieran en griego la Torah, es decir, los cinco libros de Moisés. Esta tarea se realizó, según la misma leyenda, a la perfección. Con la difusión y el poster agregado de los demás libros de los profetas e históricos, se convirtió en el texto de uso común, tanto por los judíos de la diáspora como por los cristianos de los primeros cuatro siglos, llamándose Septuaginta, comunmente a todo el Ἡ μετάφρασις τῶν Ἑβδομήκοντα (El antiguo testamento griego).

    El canon de los LXX estaba relativamente fijado hacia el primer siglo de nuestra era y es muy anterior al masorético, es decir, al “canon hebreo”. La extensión de la Septuaginta entre los primeros cristianos fue uno de los motivos por los cuales los judíos, hacia el siglo II comenzaron a fijar un nuevo canon y finalmente, rechazar el texto griego por el hebreo, previamente corregido.

    La versión que aquí les dejo es la traducción del P. Guillermo Jünemann y concluida en 1928. El Nuevo Testamento se publicó ese mismo año, pero el Antiguo Testamento no salió a la imprenta hasta el año 1992. Para muchos se trata de una edición demasiado literal y un poco áspera (algo que también señalan de la que para mi es la mejor versión en español, la Nacar-Colunga). La edición de Jünemann es ideal para los académicos y también para todos aquellos que deseen realizar un estudio serio de la Sagrada Escritura.

    La Biblia de Wilhelm Jünemann, en el Seminario Metropolitano de Concepción, Chile.

    Esta Biblia hoy es poco accesible y suele estar a un precio muy elevado, por ello creo que conviene tenerla, aunque sea en su versión digital.

    El archivo que estoy poniendo a disposición de ustedes fue revisado con un antivirus y se descarga directamente sin necesidad de instalar absolutamente nada. Es un archivo ejecutable y funciona en todas las versiones de Windows, incluso en las más antiguas (lo probé en máquina virtual con un Windows 3.0). También se puede cargar en Linux utilizando Wine o algún otro emulador.

    Para descargarlo sólo debe hacer click en este enlace

    ¡Buena lectura!

    Los hombres que Cristo llamó eran hombres comunes

    Desde hace un tiempo vengo estudiando la vida de los Santos Apóstoles, por supuesto, a la luz de la Sagrada Escritura y ayudado por los intérpretes más autorizados: los Padres de la Iglesia.

    Me sorprende todo lo que podemos aprender de estos hombres de Dios por medio de unos pocos versículos: su carácter, su historia, sus orígenes, sus miedos y sus debilidades conjugados con sus virtudes. Pero si algo se destaca es que eran hombres comunes y corrientes, muchas veces, arquetipos de los cristianos de hoy. Eran hombres llenos de defectos y de virtudes, pero que fueron llamados por Cristo para el ministerio no por sus virtudes, sino a pesar de sus defectos. En una entrada publicada en este blog tuve la oportunidad de desarrollar algunas de estas ideas a partir del Sermón 286 de San Agustín, quien se centra en la figura de San Pedro.

    En el interesante sitio “Logos Ortodoxo”, encontré el siguiente texto que quiero transcribir y dónde el autor coloca a los Apóstoles como ejemplo del verdadero voluntariado:

    Antes de iniciar sus misiones los santos Apóstoles recibieron del Señor instrucciones claras. Él entre otras cosas, les dijo: “Gratis habéis recibido y gratis daréis”. La jaris (energía increada y don) que os he dado para enseñar y hacer milagros, lo recibís gratis, por lo tanto vosotros también daréis gratis.

    Y los Discípulos siguieron fielmente el mandamiento del Maestro divino. ¡Predicaban, hacían milagros, resucitaban muertos, expulsaban demonios y sanaban enfermos, pero nunca recibían dinero! El trabajo de ellos era tedioso, pero en ningún caso querían recompensa de los hombres por sus esfuerzos.

    Los milagros que hacían eran impresionantes, pero nunca los aprovecharon para ganar algo para sí mismos. Este desinterés, abnegación y sacrificio de ellos impresionaba más que sus propios milagros.

    Hoy el mundo habla de voluntariado y busca maneras para derrumbar los castillos del individualismo y enseñar el ofrecimiento voluntarioso. Sin embargo para la Iglesia esta forma de servir hacia el semejante no es algo nuevo. El que percibe que los carismas que tiene son regalos de Dios, siente la necesidad de compartirlos con sus hermanos. Este ofrecimiento agapítico hacia el prójimo es el camino que marcaron los santos Apóstoles y sus dignos sucesores. El camino de la agapi sacrificante que estamos llamados todos a seguir. Amín.

    Domingo de los Santos Apóstoles. Logos Ortodoxo.

    Hoy volví a leer el sermón del gran Obispo de Hipona y me pregunto cuántas veces nosotros debemos morir, pero realmente morir en nosotros mismos para poder ser resucitados en Cristo. En vano proclamamos valentía o gallardía, en vano nos ufanamos en muestras de heroicidad y espíritu marcial si es que antes no estamos dispuestos a velar y orar en el Getsemaní, porque en la hora más angustiante de Jesucristo él no requirió que nadie sacara la espada, sino que se quedan con él, porque estaba angustiado. Los apóstoles tardaron mucho en aprender la lección.

    Cristo mostró en Getsemaní su humanidad, su fragilidad. Pero fue Pedro no por ser un bravucón, ni tampoco por ser un imprudente, sino porque lloró amargamente y allí se convirtió, como dice San Agustín:

    Al negarlo pereció y al llorar resucitó. Como convenía, murió antes el Señor por él, y luego, como lo exigía el justo orden, murió Pedro por el Señor. Luego le siguieron los mártires. Se inauguró un camino lleno de espinas, pero que, al ser pisoteado por los pies de los apóstoles, se hizo más suave para los que les siguiesen.

    Oremos al Señor para que en lugar de mostrarnos como payasos disfrazados de soldados, tengamos la gracia de dar testimonio siguiendo los pies de los Apóstoles que cumplieron el mandato del señor “Venid en pos de mi” (Mt 4:19).

    San Agustín: Sobre los obispos

    En estos tiempos en los que tantos desean el episcopado en los grupos tradicionalista, en los que tantos católicos independientes, tantos “anglicanos independientes” salen a la caza de algún mitrado que les imponga las manos y así proliferan “pequeñas iglesias” , les recordamos estas palabras del gran Doctor de la Iglesia: San Agustín de Hipona.
    Sermón 340 A, 1-9
    El que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues, según leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor. Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los Apóstoles: quien no se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos. En la persona del niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma de pensar. Y añadió: pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el juicio (1 Cor 14, 20) (…). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño, les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26) (…).
    Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos siervos vuestros por Jesús (2 Cor 4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también libres; dice a los que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). ¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por Aquél que, si no me libera, permaneceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había exhortado (…).
    ¿Qué significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (…).
    Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera—malos; si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (…).
    Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar, siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección, no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertirselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.
    Ahora os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro (2 Tim 2, 20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. Él mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así, pues, os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a El, pero bajo sus órdenes; para que Él llegue hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro servicio.

    La Sagrada Escritura como base para nuestra fe y disciplina. Reflexiones sobre un texto de San Agustín

    En el siguiente fragmento de la obra “La utilidad del ayuno”, merece un comentario somero dada la actulidad de su contenido. En efecto, en nuestro medio somos testigos de un comportamiento pendular: o se anulan las prácticas de piedad, especialmente la que se refiere a los ayunos y abstinencias, o se las envuelve en un ritualismo y fariseísmo sorprendente. Ambas posturas demuestran la crasa ignorancia que impera entre los que se llama a sí mismos “tradicionalistas” o “conservadores”. También nos lleva a preguntarnos “¿Qué conservan? ¿Qué pretenden conservar?” Peor más aún “¿Qué quieren conservar o transmitir si no conocen siquiera la base de la fe?”

    Hace poco tiempo tuve un distanciamento muy doloroso de un amigo, naturalmente lo tengo en mis oraciones y no le guardo rencor. Pero en su rabieta y sus insultos noté que no comprendía el fundamento de la fe: la Sagrada Escritura, conservada en la Iglesia y para la Iglesia. Cuando alguien que se dice cristiano desconoce la Escritura y pone al mismo nivel de ella escritos apócrifos o extraños a la doctrina, por más que se aferre a prácticas antiguas y venerables, es como el hombre que construyó su casa sobre la arena “y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt 7: 27).

    Pienso que grandes teólogos como Kallistos Ware enfatizaron que las Sagradas Escrituras contenían aquello que era necesario para la salvación; por su parte, la Iglesia Anglicana afirma en el primer punto del Chicago–Lambeth Quadrilateral de 1888 lo siguiente:

    The Holy Scriptures of the Old and New Testaments, as “containing all things necessary to salvation,” and as being the rule and ultimate standard of faith.

    Invito a todos a volver la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia, a contemplar en la sabiduría de los últimos como se sostiene sobre la Palabra de Dios, verdadera fuente de sabiduría, y por ello comparto con ustedes el siguiente fragmento del Doctor de Hipona:

    Los hombres que ayunan ocupan un lugar intermedio entre los carnales y los ángeles. Hermanos, hay un alimento que repara la debilidad de la carne, y también hay un alimento celestial que satisface la piedad del alma. El alimento terreno tiene su vida propia, y también el celestial tiene la suya. El uno sostiene la vida de los hombres, el otro la de los ángeles. Los hombres de fe, separados cordialmente de la turba de los infieles, y levantados hacia Dios, a quienes se dice: ¡Arriba el corazón!, portadores de otra esperanza9, y conscientes de que son peregrinos en este mundo10, ocupan un lugar intermedio: no hay que compararlos ni con los que no piensan en otro bien que en gozar de las delicias terrenas11, ni todavía con los habitantes superiores del cielo, cuyas delicias son el Pan mismo, que ha sido su Creador. Los primeros, como hombres inclinados a la tierra, que sólo reclaman a la carne el pasto y la alegría, se parecen a las bestias, muy distantes de los ángeles por su condición y costumbres: por su condición, porque son mortales; por sus costumbres, porque son sensuales. El Apóstol queda pendiente, por así decirlo, como intermedio entre el pueblo del cielo y el pueblo de la tierra; él corría hacia allí, y se elevaba de aquí. Sin embargo, no estaba todavía con los bienaventurados, porque habría dicho: Yo ya soy perfecto; y tampoco estaba con los terrenos, perezosos, indolentes, lánguidos, soñolientos, que piensan que no existe otra cosa sino aquello que ven y lo que pasa, y que ellos han nacido y han de morir12; puesto que si el Apóstol fuese del número de ellos, no habría dicho: Yo corro hacia el premio de mi llamada divina.

    Por tanto, debemos reglamentar nuestros ayunos. No es, como he dicho, una obligación de los ángeles, y menos el cumplimiento de los que sirven a su vientre; es un término medio en el cual vivimos lejos de los infieles, codiciando estar unidos a los ángeles. Todavía no hemos llegado, pero ya estamos en camino; todavía no nos alegramos allí, pero ya suspiramos aquí. Y según esto que nos aprovecha abstenernos un poco de los pastos y del placer carnal, la carne nos inclina hacia la tierra; el alma tiende hacia arriba; la arrebata el amor, pero es retardada por la gravidez del cuerpo. De ello habla la Escritura: Porque el cuerpo, que se corrompe, apesga el alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa15. Por tanto, si la carne, inclinándose hacia la tierra, es peso del alma y lastre que dificulta su vuelo, cuanto más uno se deleite con la vida superior, tanto más aligera el lastre terreno de su vida. Y eso es lo que hacemos al ayunar.

    La importancia del ayuno. No vayáis a creer que el ayuno es algo de poca importancia y superfluo. Que nadie, al hacerlo según la costumbre de la Iglesia, piense para sí y se diga, o escuche al tentador que sugiere internamente: ¿qué es lo que haces? ¿Por qué ayunas? Tú defraudas a tu alma, y no le das lo que le gusta. Tú te infliges un castigo a ti mismo, y tú mismo eres tu verdugo y sayón. ¿Es que le puede agradar a Dios que tú te atormentes? Entonces es cruel, porque se alegra de tus sufrimientos. Respóndele al tentador: Yo sufro, es verdad, para que El me perdone; yo me castigo para que El me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura. También la víctima es sacrificada para ponerla sobre el altar. Y no voy a consentir que mi carne oprima a mi alma. Responde a ese malvado consejero, esclavo del vientre, con esta comparación, y dile: Si tú cabalgases en un jumento, si te montases en un potro que cuando te lleva pudiese hacerte caer, ¿no le mermarías el pienso al fogoso corcel para caminar seguro, y así domar con el hambre al que no podrías refrenar con la brida? Mi carne es mi jumento, yo camino hacia Jerusalén, y muchas veces me lleva precipitadamente e intenta arrojarme fuera del camino, pues mi camino es Cristo; ¿no voy a reprimir con el ayuno al que va encabritado? Quien conoce esto, sabe por propia experiencia cuan útil es el ayuno. Pero ¿es que esta carne que ahora es domada, siempre lo será? Mientras en el tiempo flota a merced de las olas, mientras está agobiada por el lastre de la mortalidad, tiene sus diabluras manifiestas y peligrosas para nuestra alma. Porque la carne es todavía corruptible, y aún no ha resucitado, puesto que no será siempre así: aún no tiene el estado propio del ser celestial, porque todavía no somos iguales a los ángeles de Dios.

    San Agustín, La utilidad del ayuno, Cap II y III.

    La Oración Litúrgica: Puente entre lo Divino y la cotidianeidad

    La liturgia es oración, y la oración es la base de la vida espiritual. La oración no es meramente repetir palabras, es otra cosa. En su obra After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy,1 Catherine Pickstock, replantea la oración litúrgica en el contexto de la filosofía contemporánea explorando cómo la liturgia y la oración revelan verdades escenciales del ser humano, de la comunidad de los creyentes y del kosmos2.

    En este sentido, la oración (y en particular la oración litúrgica) no es un acto de invocación a la Θεότητα, sino una participación en la misma vida divina. Por medio de la oración, los hombres acceden a una realidad trascendencte que supera la subjetividad individual; en otros términos, se trata de un acceso que es válido de forma intersubjetiva,3 y lo que es más importante, la liturgia (oración superior) es un diálogo transformador con lo divino por medio del cual el orante se une con la comunidad y el kosmos, haciéndose real el pedido de Cristo en su oración:

    ἵνα πάντες ἓν ὦσιν, καθὼς σύ, [a]πάτερ, ἐν ἐμοὶ κἀγὼ ἐν σοί, ἵνα καὶ αὐτοὶ ἐν [b]ἡμῖν ὦσιν, ἵνα ὁ κόσμος [c]πιστεύῃ ὅτι σύ με ἀπέστειλας. κἀγὼ τὴν δόξαν ἣν δέδωκάς μοι δέδωκα αὐτοῖς, ἵνα ὦσιν ἓν καθὼς ἡμεῖς [d]ἕν, ἐγὼ ἐν αὐτοῖς καὶ σὺ ἐν ἐμοί, ἵνα ὦσιν τετελειωμένοι εἰς ἕν, [e]ἵνα γινώσκῃ ὁ κόσμος ὅτι σύ με ἀπέστειλας καὶ ἠγάπησας αὐτοὺς καθὼς ἐμὲ ἠγάπησας.

    (Jn 17: 21-23 SBL Greek New Testament)

    [para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.]

    Uno de los libros más desafiantes de Catherine Pickstock

    Martin Heidegger aborda el tema de la oración cuando se introduce en el lenguaje poético, porque el mismo permite (según el filósofo alemán) habitar en el mundo de una manera auténtica. El hombre habita de forma poética el mundo, no es un giro estético, sino un estar-en-el-mundo; la poesía revela la verdad (alētheia / αλήθεια), es decir, des-vela,4 quita el velo que cubre la escencia misma, como cuando tras la muerte de Cristo “se rasgó en dos” (Mt 27:51).

    La oración permite revelar lo sagrado y lo divino, por medio de ella el hombre busca una comunión con lo Trascendente por fuera de la racionalidad ordinaria.

    Ahora bien ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la liturgia? Esto puede deberse a que estamos frente a una serie de rituales que son necesariamente anti-liturgicos porque no existe en ellos lo sagrado, y enl ugar de una comunicación entre ambos mundos que permita a los fieles ingresar al espacio sagrado (“sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada” -Ex 3: 5). No todo ritual es litúrgico, y no todo aquello que parece una liturgia (por más que referencie y copie una liturgia tradicional) es necesariamente “liturgia”, porque esta requiere adorar a Dios “en espíritu y verdad” (Jn 4:23-24).

    En ausencia de liturgia (llamese Culto, Misa, Divina Liturgia) los fieles pueden recurrir a la oración contemplativa como un faro en medio de la noche tormentosa. Es en el silencio y la reflexión donde encontramos la verdadera comunión con lo divino. Es un recordatorio de que la presencia de lo sagrado trasciende los límites físicos y se encuentra en todos los lugares y en todos los momentos de nuestra vida.

    ¿De qué sirve al seglar rezar el Misal si no sabe a quién está orando? ¿De qué sirve si lo hace de manera indigna? ¿De qué sirve meditar la Biblia (que es también orar) si es que antes no nos encomendamos a Dios y solicitamos al Espíritu Santo que nos guíe y nos alumbre? Por eso, los actos de piedad son imprescindibles para que la oración sea efectiva y agradable a Dios. Es fundamental cultivar una conexión genuina con lo divino, nutrida por la devoción y la comprensión de la fe que profesamos.

    Vivir cada día como si fuera un día de Semana Santa nos invita a cultivar una fe activa y vibrante, no limitada por el calendario litúrgico, sino arraigada en la realidad cotidiana, es decir el modo en el que el Ser-Ahí se encuentra de manera común y habitual en el mundo.5 Hacer de la Semana Santa nuestra cotidianeidad (Alltäglichkeit)6 es un llamado a buscar la belleza ¿Y qué es la belleza? Una emanación de la belleza divina, porque todo lo que es bello refleja a Dios, su perfección y su bondad y quien la busca, busca a Dios.7 Por lo tanto, es un llamado a buscar la Belleza (a Dios) en la simplicidad, la fuerza en la adversidad, la Gracia en a entrega. Es un compromiso diario dond encontrams el verdadero significado de nuestra Fe, y dónde la luz de la esperanza brilla más intensamente en medio de la obscuridad.


    Notas

    1Pickstock, Catherine, After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy, Oxford, Blackwell Publisher, 1998.

    2Elijo usar el término “Kosmos” (κόσμος) como lo emplea Ken Willber porque creo que es el mismo sentido en el cual lo utiliza Catherine Pickstock. En efecto, el filósofo americano toma el concepto para significar la totalidad de los niveles de realidad (materia, energía y mente, alma, espíritu), mientras que el concepto moderno se limita a lo físico y obserbable.

    3Michel Meslin, Experience humaine du divin: fondements d’une anthropologie religieuse, París, Editions du Cerf, 1988.

    4Heidegger, Martin, Hitos, Madrid, Alianza, 2007, p., 159-160.

    5Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, Buenos Aires, FCE, 1991, p., 77-85.

    6Ibid, p., 138.

    7San Agustín, Confesiones, Libro X, 27.

    San Agustín: La Fe, fundamento del edificio espiritual

    La Predestinación de los Santos, Cap. VII


    Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. De esta manera distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; esto es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.

    Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Dios no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.

    Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.

    Santo Tomás de Aquino: Sobre la predestinación

    Hace poco me tocó leer un texto de un renombrado teólogo adventista contra la predestinación. No es algo excepcional. También tengo algunos escritos católicos romanos al respecto. Cuando estaba trabajndo en mi tesis tuve que abordar el problema. Claro, no lo hice como teólogo, sino como historiador, y por la temática de mi tesis (y su extensión) tuve que hacerlo de forma tangencial.

    Mientras leía autores del siglo XVII y XVIII que trataban del tema (aún cuando la discusión estuviera “prohibida” por Roma, se escribió largo y tendido), noté cómo citaban vez tras vez a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino.

    Es por ello que quisiera compartir con todos ustedes este inequivoco fragmento de la Suma Teológica, cuya verdad y lógica es incontestable.

    Santo Tomás de Aquino: Sobre la Predestinación, Suma Teológica I, q 23 art 1 y 7

    Artículo 1: Los hombres, ¿son o no son predestinados por Dios?

    Objeciones por las que parece que los hombres no son predestinados por Dios:

    1. Dice el Damasceno en el II libro: Hay que saber que Dios todo lo conoce de antemano, pero no todo lo predetermina. Pues de antemano conoce lo que hay en nosotros y no lo predetermina. Pero los méritos y deméritos humanos están en nosotros en cuanto que, por el libre albedrío, somos dueños de nuestros actos. Por lo tanto, lo que pertenece al mérito o demérito no está predestinado por Dios. Así, desaparece la predestinación de los hombres

    2. Como se dijo (q.22 a.1 y 2), todas las criaturas están ordenadas a sus fines por la providencia divina. Pero de las otras criaturas no se dice que estén predestinadas por Dios. Luego tampoco hay que decirlo de los hombres.

    3. Los ángeles, como los hombres, son capaces de ser felices. Pero a los ángeles, al parecer no les corresponde ser predestinados, pues en ellos nunca hubo miseria. Y Agustín dice que la predestinación es el propósito de apiadarse. Luego los hombres no son predestinados.

    4. Los beneficios que Dios da a los hombres los da a conocer a los santos por el Espíritu Santo, tal como nos dice el Apóstol en 1 Cor 2,12: No recibimos el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que viene de Dios para que sepamos qué es lo que Dios nos concede. Por lo tanto, si los hombres fueran predestinados por Dios, como la predestinación es un don, la predestinación sería conocida por los predestinados. Y esto es falso.

    Contra esto: está lo que se dice en Rom 8,30: A los que predestinó, a ésos llamó.

    Respondo: A Dios le corresponde predestinar a los hombres. Pues, como quedó demostrado (q.22 a.2), todo está sometido a la providencia divina. Y como también se dijo (q.22 a.1), a la providencia le corresponde ordenar las cosas al fin. Y el fin al que son ordenadas las cosas por Dios es doble. Uno, que sobrepasa la capacidad y proporción de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en ver a Dios, algo que sobrepasa la naturaleza de cualquier criatura, según quedó establecido (q.12 a.4). El otro fin es proporcionado a la naturaleza creada, y que puede alcanzar con sus fuerzas la misma naturaleza creada. Y aquello a lo que no puede llegar con la capacidad de su propia naturaleza, es necesario que le sea otorgado por otro, como la flecha necesita al arquero para llegar al blanco. Por eso, y hablando con propiedad, la criatura racional, capaz de llegar a la vida eterna, llega a ella como si le fuera transmitida por Dios. El porqué de dicha transmisión preexiste en Dios, como también en El preexiste la razón del orden de todo al fin, que es la providencia, como ya dijimos (q.22 a.1). La razón que, de algo que se va a hacer, hay en la mente del que lo va a hacer, es una determinada preexistencia que de lo que se va a hacer hay en él. Por eso, la razón de la predicha transmisión de la criatura racional al fin de la vida eterna se llama predestinación; pues destinar es enviar. Queda claro que la predestinación, en cuanto a los objetivos, es una parte de la providencia.

    A las objeciones:

    1. El Damasceno llama predeterminación a la imposición de necesidad; como sucede en las cosas naturales, que están predeterminadas a algo fijo. Este sentido lo apoya lo que añade: Pues no quiere la malicia ni fuerza la virtud. Así, no queda anulada la predestinación.

    2. Las criaturas irracionales no están capacitadas para aquel fin que sobrepasa la capacidad de la naturaleza humana. Por eso no se dice propiamente que estén predestinados. Aun cuando a veces se abusa de la palabra predestinación para hablar de cualquier otro tipo de fin.

    3. A los ángeles les corresponde ser predestinados como los hombres, aunque nunca hubiera habido miseria en ellos. Pues el movimiento no se especifica por el punto de partida, sino por el de llegada. Ejemplo: No importa que algo blanco, antes de ser blanco, haya sido negro, gris o rojo. De modo parecido, para ser predestinado no importa que alguien sea predestinado a la vida eterna saliendo de un estado de miseria o no. También puede decirse que conceder un bien superior al merecido es algo que pertenece a la misericordia, como ya dijimos (q.21 a.3 ad 2; a.4). 4. Aun cuando por un privilegio especial a algunos se les revele su predestinación, sin embargo no es conveniente que se revele a todos, porque los predestinados se desesperarían, y la seguridad de ser predestinado podría parecer una negligencia.

    Artículo 7: ¿Es o no es seguro el número de predestinados?

    Objeciones por las que parece que no es seguro el número de predestinados:

    1. No es segura una cantidad a la que se le puede añadir algo. Pero al número de predestinados se le puede añadir alguno, tal como se dice en Dt 1,11: Que el Señor Dios nuestro añada a este número muchos miles. Glosa: Esto es, el número establecido por Dios, que conoce a los suyos. Luego no es seguro el número de predestinados.

    2. No se puede dar la razón de por qué Dios predetermina a los hombres para la salvación en un número más que en otro. Pero Dios no dispone nada sin razón. Luego no es seguro el número preestablecido por Dios de los que se van a salvar.

    3. El obrar de Dios es más perfecto que el obrar de la naturaleza. Pero en las obras de la naturaleza es más frecuente encontrar lo bueno que lo defectuoso y lo malo. Así, pues, si Dios fuera quien determinara el número de los que se van a salvar, serían más los que se iban a salvar que los que se iban a condenar. Lo contrario se deduce de Mt 7,13s.: Ancho y espacioso es el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por él. Estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida; y son pocos los que la encuentran. Luego el número de los que se van a salvar no está predeterminado por Dios.

    Contra esto: está lo que dice Agustín en el libro De Correptione et Gratia: Es seguro el número de los predestinados; nadie lo puede aumentar, nadie lo puede disminuir.

    Respondo: Es seguro el número de los predestinados. Algunos sostuvieron que era seguro formalmente, pero no materialmente. Es como si dijéramos que es seguro que se salvarán cien o mil, pero no que sean éstos o aquéllos. Pero esto anula la certeza de la predestinación, de la que ya hemos hablado (a.6). En este sentido, hay que decir que el número de los predestinados es seguro tanto formal como materialmente.

    Pero hay que advertir que se dice que en Dios es seguro el número de los predestinados no sólo por razón del conocimiento, es decir, porque sepa cuántos son los que se han de salvar (pues en este sentido conoce también el número de gotas de lluvia o de granos de arena del mar); sino por razón de elección y de una determinada selección. Para demostrar esto, hay que tener presente que todo agente tiende a producir algo finito, tal como consta en lo dicho anteriormente sobre lo infinito (q.7 a.4). Ahora bien, quien fija la proporción de su obra, escoge el número de lo que constituirá las partes esenciales, que, en cuanto tales, son necesarias para la perfección del conjunto. Pero no el número concreto de lo que no son partes esenciales y que sólo son necesarias en función de las esenciales. Por eso escogerá unas en la medida en que le sirvan para las otras. Ejemplo: El arquitecto determina la capacidad de una casa y el número de habitaciones que va a tener, así como las medidas de las paredes o del techo. Pero no determina el número de piedras, sino que usa las necesarias para llevar a cabo lo propuesto. Así es como hay que razonar con respecto a la relación Dios-Universo (que es obra suya). De antemano fijó cuáles serían sus dimensiones y cuál el número más indicado de sus partes esenciales, esto es, las que de algún modo son perpetuas; cuántas esferas, cuántas estrellas, cuántos elementos, cuántas especies. Con respecto a los seres individuales perecederos, éstos no están ordenados al bien del universo como partes esenciales, sino como algo secundario, es decir, en cuanto en ellos se salva el bien de la especie. Por eso, aun cuando Dios conoce el número de los seres individuales, sin embargo, el número de bueyes o de mosquitos o de otras cosas no es predeterminado por Dios; sino que, de todo, la providencia divina produce lo suficiente para la conservación de las especies.

    Entre todas las criaturas, las que principalmente están ordenadas al bien del universo son las racionales, que, en cuanto tales, son incorruptibles. De entre ellas, de modo especial, las destinadas a la bienaventuranza, que son las que alcanzan el último fin de un modo más inmediato. Por lo tanto, el número de los predestinados es seguro para Dios, y no sólo como algo conocido, sino, principalmente, como algo previamente fijado.

    No puede decirse lo mismo del número de los condenados, que parecen estar previamente ordenados por Dios al bien de los elegidos, para quienes todo coopera para el bien. Respecto a cuál es el número de todos los hombres predestinados, algunos dicen que se salvarán tantos cuantos ángeles cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles no cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles cayeron y cuantos fueron creados. Es mejor decir que sólo Dios conoce el número de los escogidos para ser colocados en la más sublime felicidad.

    A las objeciones:

    1. Aquel texto del Deuteronomio hay que entenderlo de los establecidos por Dios con respecto a la justicia presente. Este es el número que aumenta o disminuye, no el de los predestinados.

    2. La razón de cantidad de una parte hay que tomarla en su proporción con el todo. Así, en Dios la razón de que haya tantas estrellas o tantas especies de seres, y el número de predestinados, hay que tomarla de la proporción entre las partes principales y el bien del universo.

    3. El bien proporcionado al estado común de la naturaleza está en muchos. La ausencia de este bien, en pocos. Pero el bien que sobrepasa el estado común de la naturaleza está en pocos. Su ausencia, en muchos. Por eso, podemos comprobar que los hombres dotados de inteligencia suficiente para orientar su propia vida, son muchos. Los que no la tienen, y que se llaman tontos o idiotas, son pocos. Pero con respecto a ambos, poquísimos son los que llegan a tener un conocimiento profundo de las cosas. Así, pues, como la felicidad eterna, consistente en la visión de Dios, sobrepasa el estado común de la naturaleza, y de modo especial por haber sido privada de la gracia por la corrupción del pecado original, pocos son los salvados. Y en esto se contempla la inmensa misericordia de Dios, que eleva hasta aquella salvación de la que muchos se ven privados por inclinación natural.