La liturgia es oración, y la oración es el latido espiritual de la vida cristiana. No se trata meramente de repetir palabras, sino de entrar, por medio de ellas, en un modo de ser. Catherine Pickstock, en su obra After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy, propone una lectura renovadora: la oración litúrgica, lejos de ser una formalidad repetitiva, revela verdades esenciales sobre el ser humano, la comunidad y el kosmos. Para un análisis más profundo recomiendo este artículo que escribí hace un tiempo.
En este sentido, la oración litúrgica no es sólo invocación a la Θεóτητα, sino participación en su vida. Es acceso a lo divino por una vía intersubjetiva, en la que el individuo se une a la comunidad orante y al orden creado. Se hace eco, así, de la oración sacerdotal de Cristo:
Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. (Jn 17:21)
El filósofo Martin Heidegger, por su parte, explora esta dimensión cuando afirma que el hombre habita el mundo de manera poética. Este habitar poético no es estética, sino modo de existencia: la poesía des-vela (alētheia) lo esencial, como el velo rasgado tras la muerte de Cristo (Mt 27:51). La oración, en esa clave, revela y conecta.

Pero ¿qué sucede cuando la liturgia se ausenta? Cuando el ritual deja de ser litúrgico y se transforma en mera representación sin lo sagrado, no se produce la comunicación entre ambos mundos. Se pierde la voz que dice: “quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es tierra sagrada” (Ex 3:5). La verdadera liturgia exige adoración en espíritu y verdad (Jn 4:23–24).
En ese vacío, la oración contemplativa puede ser faro. No sustituye la liturgia, pero recuerda que lo sagrado no está confinado a un espacio físico: se manifiesta en el silencio, en la escucha interior, en la conciencia despierta. La oración no debe ser repetida sin conciencia ni dirigida a un Dios desconocido. Es necesario orar con dignidad, invocar con sentido, meditar con auxilio del Espíritu.
Vivir como si cada jornada fuera Semana Santa es un gesto de resistencia espiritual. La cotidianeidad (Alltäglichkeit) se convierte en altar, y el alma en ofrenda. Buscar la belleza, entonces, es buscar a Dios, pues toda belleza verdadera es emanación de la Belleza increada. Como recordaba san Agustín: “Tarde te amé, Belleza tan antigua y tan nueva“.
En este llamado cotidiano, el cristiano encuentra su vocación más profunda: adorar, orar, contemplar, y ofrecer al mundo el eco de lo eterno en medio del tiempo.
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