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Del catecismo a los reels: anatomía de una fe sin raíces

Desde la distancia —y desde cierta nostalgia— observo con preocupación la deriva doctrinal de muchos sectores del catolicismo romano, en especial entre quienes se dicen “tradicionalistas” o “conservadores”. Lo hago no como un adversario, sino como un separated brother que aún bebe de las mismas fuentes: la Escritura, los Padres, la Liturgia indivisa.

Y sin embargo, no puedo dejar de ver —con tristeza y cierta exasperación— los perfiles deformados de una fe que alguna vez fue católica en el pleno sentido del término: universal, enraizada, sapiencial. La misma que describía John Henry Newman.

El primero es el canonista doméstico, obsesionado con el Código Pío-Benedictino. En su mundo, toda verdad parece resolverse con un canon. No necesita evangelios ni concilios; basta con citar el parágrafo correcto. Es una Sola Codicis que reemplaza a la Sola Scriptura, un fariseísmo jurídico con ribetes piadosos.

El segundo perfil es el más entrañable y, tal vez, el más vulnerable: el católico de catecismo. Vive aferrado al pequeño volumen de San Pío X, como si allí residiera toda la plenitud de la fe. No lee la Escritura. No conoce a los Padres. No contempla la Liturgia. Repite con fidelidad, pero sin inteligencia. No por mala voluntad, sino porque nadie le enseñó que la Tradición es un río, no una fórmula. Es, paradójicamente, la víctima ideal del modernismo y del emocionalismo protestante. Si se le pide que fundamente un sacramento desde la Escritura, se turba. Si alguien cita a San Agustín o a Orígenes, sospecha de herejía. Su fe es sincera, pero frágil. Pende de un resumen.

Luego está el intelectual mediocre, ese clérigo o laico “formado” que ha leído a los comentaristas de Santo Tomás, pero no a Tomás; a los glosadores de Agustín, pero no La Ciudad de Dios. Cita a Garrigou‑Lagrange como quien invoca un tótem. Habita en una cronología segura: siglo XIX y nada más. Ni demasiado atrás (la patrística da vértigo), ni demasiado adelante (ahí empieza el Concilio). Es prudente hasta la asfixia. Esta figura es común en capillas tradicionalistas: son hombres respetables, piadosos, pero doctrinalmente tímidos. Han aprendido que pensar es peligroso. Por eso enseñan sin riesgo y forman sin profundidad. Y cuando un fiel curioso se atreve a leer a San Ireneo, lo miran con suspicacia.

Finalmente, emerge la nueva figura: el católico de redes sociales. Ya no necesita catecismo, ni código, ni tomismo. Le basta una cuenta en Instagram o Facebook, con placas piadosas y frases descontextualizadas de Papas, santos y gurúes clericales. Confunde visibilidad con verdad, estética con ortodoxia, autoridad con viralidad. Si un sacerdote sonríe en TikTok diciendo una herejía en tono suave, lo considera un maestro. Si otro hace una crítica patrística, lo acusa de divisivo. Este no reza, reacciona. No estudia, comparte. No piensa, repite. Su liturgia es vertical y su teología, algorítmica. Y sin embargo, se cree más ortodoxo que los santos Padres, más fiel que la Iglesia indivisa.

Doctrina Antiquae Romae semper mihi admiranda est. Pero lo que observo hoy es una forma de catolicismo sin raíces: sin Biblia, sin Padres, sin pensamiento. Un catolicismo reducido al mandato, al eslogan, al perfil digital.

Un recordatorio: la fe verdadera exige razón, memoria y belleza. La Tradición no se recita, se vive y la autoridad sin profundidad es tiranía espiritual. Volvamos a las fuentes, que lejos de ser un peligro, son la única posibilidad de renovación.


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Published inCrítica y actualidadUncategorized

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