Hay una afirmación que, aunque a primera vista parezca osada, sostiene una de las intuiciones más profundas del pensamiento cristiano: todo puede ser objeto de una lectura teológica. Esta convicción no surge de un afán apologético ni de un imperativo moralizante que pretenda forzar sobre la realidad una significación que le es ajena. Muy por el contrario, nace del reconocimiento de que el mundo, en su complejidad y en su misterio, no es un dato bruto, una sucesión arbitraria de hechos, sino una creación cargada de sentido, cuyo origen y destino se inscriben en el designio de Dios.
Desde los albores de la fe cristiana, y particularmente en la tradición patrística y escolástica, se ha sostenido que lo creado no sólo proviene de Dios, sino que remite a Él. Cada criatura, cada gesto, cada acontecimiento (incluso los más humildes o aparentemente profanos) puede, si se lo contempla con mirada penetrante, revelar algo de la verdad divina, o al menos de la condición del hombre frente a esa verdad. No hay rincón del universo que esté fuera del alcance de la mirada teológica; porque el Λόγος, al encarnarse, asumió un cuerpo, una historia, una lengua, un mundo.
Naturalmente, esto no quiere decir que todo sea formalmente teológico. No toda obra de arte, no toda novela, no todo sistema político, ha sido concebido con intención teológica. Pero la ausencia de intención explícita no impide que pueda ser interrogado desde una perspectiva sobrenatural. Hay, por así decirlo, una teología implícita en toda obra humana, incluso en aquellas que se presentan como seculares, indiferentes o incluso hostiles a la fe. El alma humana, aun cuando niega a Dios, lo delata en sus gestos. La teología, como ciencia de la sabiduría revelada, tiene el derecho —y el deber— de escuchar esas voces, aunque sean confusas o contradictorias.
San Buenaventura hablaba de una triple lectura de la realidad: literal, moral y anagógica. Esta última, la más alta, es la que permite entrever en las cosas del mundo un más allá, una orientación hacia lo eterno. Desde esta perspectiva, un film contemporáneo, una obra abstracta, una canción popular o un ensayo político, pueden volverse transparentes al misterio, si se los contempla no como fines en sí mismos, sino como fragmentos de un discurso mayor.
Es cierto que muchos de los productos culturales de nuestro tiempo parecen cerrados a toda trascendencia. Pero incluso en la negación, en la blasfemia o en el absurdo, se transparenta algo del drama humano, de su sed insatisfecha, de su nostalgia de redención. El teólogo es, antes que todo, un lector. No acude al mundo para dictar sentencias, sino para discernir signos. Y si el mundo ya no habla con claridad, eso no justifica el silencio de la teología, sino que exige de ella una escucha más fina, más paciente, más contemplativa.
La gran tentación de nuestra época es separar los saberes, fragmentar la mirada, clausurar la pregunta última. Pero la teología, cuando es verdadera, no se conforma con ser una disciplina entre otras: se sabe convocada a ser principio ordenador, punto de fuga, mirada que reconcilia. Porque sólo desde lo alto se ve el conjunto. Y si el mundo parece un rompecabezas imposible, tal vez sea porque falta quien lo mire desde el monte.
La lectura teológica de lo real consiste en abrir el oído a lo que cada cosa, en su misterio, nos dice de Dios o de su ausencia. Hay una teología de la luz y una teología de la sombra. Hay una mística de la belleza y una teología del grito. Todo puede ser leído teológicamente. Y el teólogo, como el poeta, como el místico, como el amante verdadero, no desprecia ninguna voz.
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