
Hay libros que uno posterga no por desinterés, sino por respeto. The Dharma Bums fue, para mí, uno de esos. Compré una hermosa edición de Anagrama hace más de dos años y la dejé reposar en la biblioteca, esperando quizá no el tiempo oportuno, sino la disposición del alma. Sospechaba que su lectura me interpelaría con una intensidad que no estaba aún en condiciones de recibir. Volver a Kerouac era, en cierto modo, volver a una parte de mí que había quedado en suspenso, disimulada bajo los hábitos del presente.
La primera vez que leí On the Road estaba en la universidad. Me deslumbró. A esa edad, no buscaba todavía una doctrina sino una forma de respirar. Y la encontré en la voz beat, en ese ritmo errante que hacía del deseo una forma legítima de conocimiento. Por entonces me fascinaban Ginsberg, Ferlinghetti, Snyder. Recitábamos versos en voz alta, como quien invoca. Soñaba con subirme a un camión y recorrer mi país de punta a punta.
Volver ahora a The Dharma Bums ha sido, en cambio, una lectura madura, melancólica. Hay algo en ese texto que ya no busca epifanías a la velocidad del motor, sino algo más simple, más íntimo: la amistad, la montaña, la taza de té. Ray Smith, el protagonista, vive escindido entre la vida urbana, festiva y desbordada, y una necesidad de retiro que no es fuga, sino búsqueda. Ese desgarramiento —ese doble llamado de la comunión y la soledad— me resulta hoy profundamente reconocible. Kerouac, sin renunciar al hambre de absoluto, parece haber comprendido que ni la ciudad ni el monte salvarán al hombre, pero ambas pueden consolarlo.
No soy budista. Pero hay momentos en que la voz del silencio —esa que él describe como un “rugido misterioso”, un Shhhh primordial— me resulta tan familiar como una oración que uno ha olvidado decir, pero que aún resuena. En un pasaje que subrayé con emoción, escribe:
“El silencio es tan intenso que puedes oír tu propia sangre rugir en tus oídos, pero mucho más fuerte que eso es el rugido misterioso que siempre identifico con el diamante de la sabiduría, el rugido misterioso del silencio mismo, que es un gran Shhhh que te recuerda algo que pareces haber olvidado en el estrés de tus días desde que naciste.” (p. 119)
Durante la lectura, me senté en un banco, en el amplio jardín de la casa que fuera de mis padres, y ahora e smía. Respiré el aire de junio. Nada más. Kerouac me recordó que la vida no exige hazañas, sino atención. Que desear lo efímero —el fuego, el amor, una buena novela que termina— no es una falla, sino un signo de que todavía amamos.
El final del libro deja una pregunta que todavía me acompaña:
¿Somos todos ángeles caídos que no quisieron creer que nada es nada y por eso nacimos para perder a nuestros seres queridos y amigos queridos uno a uno, y finalmente nuestra propia vida, para verlo demostrado? ¿Adónde nos llevaría todo esto sino a una dulce eternidad dorada, para demostrar que todos nos hemos equivocado, para demostrar que demostrarlo en sí mismo era inútil? (p. 183)
Quizás esa dulce eternidad dorada sea, al fin, el verdadero hogar que buscamos en cada viaje.
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