Estética del vacío: un esbozo

La estética del vacío se erige como una manifestación profunda y enigmática de la ausencia y la plenitud, donde el silencio y la no-presencia se convierten en espacios de revelación y transformación. En este contexto, el vacío no es solo una carencia, sino un campo fértil de potencial infinito, un lienzo donde lo divino y lo humano se encuentran en una danza de contradicciones. El vacío es una presencia en ausencia, un espacio donde la plenitud se despliega a partir de la nada, revelando una profundidad que desafía las limitaciones de la percepción y el entendimiento.

En el cristianismo y el islam, la estética del vacío se manifiesta como un principio fundamental de creación y revelación. En el cristianismo, el vacío se puede ver en el milagro de la alimentación de los cinco mil, donde una escasez aparente se convierte en abundancia divina. En este evento, el vacío se convierte en un espacio donde la presencia divina irrumpe, llenando el vacío de los recursos con generosidad ilimitada. Este acto es un testimonio de la capacidad de lo sagrado para transformar la carencia en plenitud, desafiando las expectativas humanas y revelando una dimensión trascendente de lo divino. (Ver Mateo 14:13-21, Marcos 6:30-44, Juan 6:1-14).

En el islam, el vacío primordial es el estado inicial del que Allah crea el cosmos, un vacío lleno de potencial y orden divino. Este vacío refleja la omnipotencia de lo sagrado, un espacio donde la nada se convierte en algo por la voluntad divina. En el misticismo sufí, el vacío interior se convierte en un estado de pureza y receptividad, donde el místico se vacía de sí mismo para recibir la plenitud de lo divino. La experiencia del vacío, en este contexto, es una puerta hacia la iluminación y la unión con lo sagrado, transformando la ausencia en una presencia de amor y sabiduría infinitos. El Corán menciona la creación del universo a partir de un estado primordial, aunque no directamente en términos de “vacío”, se puede interpretar como un espacio de potencial divino: “Es Él quien creó los cielos y la tierra en seis días. Su trono estaba sobre las aguas” (Corán 11:7).

La estética del vacío, por tanto, no es solo una ausencia de contenido, sino un principio dinámico que revela la profundidad y el misterio de la existencia. Es una paradoja donde la falta se convierte en plenitud, donde la no-presencia se convierte en un testimonio de una presencia más profunda y trascendente. Este vacío es un espacio de reflexión y contemplación, un umbral donde lo finito y lo infinito se encuentran y se transforman en una danza eterna de revelación y creación.

La estética del vacío invita a una contemplación más allá de lo evidente, un examen de cómo la ausencia y la presencia se entrelazan en una manifestación de lo divino y lo humano. En este vacío, se revela una riqueza de significado que desafía las limitaciones de la percepción y nos invita a explorar las profundidades de la existencia. El vacío, en su esencia más profunda, es un espacio donde lo sagrado se manifiesta en su forma más pura, un testimonio de la capacidad de la nada para revelar la plenitud y la trascendencia.

Buscando la verdad en una era desolada

En la encrucijada cultural de esta era post-cristiana, marcada por el hedonismo desbordado y un resurgir neopagano que desafía los fundamentos del pensamiento tradicional, parece inconcebible imaginar una formación intelectual que se arraigue en el núcleo de la teología. Vivimos en tiempos donde el espíritu académico ha sido despojado de toda profundidad espiritual, y los bastiones que antaño defendían la integridad del saber cristiano han sucumbido ante la vorágine del secularismo. Ya no existen centros de formación ni instituciones educativas que sitúen la Tradición Cristiana en el epicentro de su praxis pedagógica; en su lugar, reina el vacío de una educación que ha abandonado la búsqueda de lo sagrado.

Los seminarios, esos últimos refugios de lo que alguna vez fue una educación ordenada hacia lo trascendente, están ahora reservados para los pocos que se encaminan hacia las sagradas órdenes. Sin embargo, incluso estos espacios se han visto contaminados por los venenos del liberalismo, el modernismo y el relativismo—tanto doctrinal como moral—que han minado su propósito esencial. Esta crisis no es nueva; sus raíces se remontan al Concilio de Trento, cuando se establecieron los seminarios, una innovación que, en retrospectiva, parece haber marcado el comienzo de la fragmentación. Antes de este cambio, aquellos que aspiraban al sacerdocio se formaban en universidades o ingresaban a órdenes religiosas, lugares donde la fe y la razón todavía coexistían en un frágil equilibrio.

Frente a esta desolación, algunos han intentado resistir creando espacios alternativos de difusión e investigación, como revistas, foros, grupos de trabajo, y bibliotecas. Pero estos esfuerzos parecen cada vez más insignificantes frente al imparable avance de los medios digitales, donde la superficialidad de los canales de YouTube ha desplazado al riguroso intercambio de ideas y conocimientos que alguna vez floreció en comunidades más íntimas. Lejos quedan los tiempos en los que compartíamos libros con devoción, intercambiábamos fotocopias como si fueran reliquias, y nos embarcábamos en peregrinajes intelectuales hacia las casas de amigos en busca de material valioso. Ahora, el acceso a textos de verdadero valor se ha reducido a un acto de nostalgia, una resistencia romántica en un mundo que ha renunciado a la profundidad.

Muchos de nosotros, en un intento desesperado por preservar algo de lo que se ha perdido, hemos construido de manera autodidacta nuestros propios saberes y bibliotecas. Sin embargo, no lo hacemos con la pretensión de erigirnos como teólogos, sino más bien como lectores marginales de la Ciencia Sagrada, acumulando en nuestras estanterías textos de épocas dispares y calidad variable. En este contexto, surge la pregunta: ¿está mal estudiar teología de forma sistemática? ¿Es erróneo sumergirse en la filosofía, la historia y otros saberes en un mundo donde la educación ha perdido su ancla en lo divino? La respuesta es un rotundo no, aunque esta búsqueda se haga en los rincones más oscuros del peor de los institutos. Lo esencial es que, en este camino incierto, purifiquemos nuestra inteligencia con la oración y las buenas lecturas, aunque ambas sean cada vez más difíciles de encontrar.

Cuando recibo correos electrónicos preguntando dónde se puede estudiar sobre estos temas, mi única respuesta posible es señalar hacia los libros, esos vestigios de un tiempo en el que el conocimiento no había sido todavía despojado de su alma. Pero incluso al hacerlo, no puedo evitar sentir que estamos luchando contra una marea imparable, y que la pregunta ya no es dónde estudiar, sino si es posible seguir haciéndolo en un mundo que ha olvidado lo que significa aprender.

Altares desacralizados

Cuando le preguntamos a un niño que asiste todos los sábados a catecismo en la parroquia del barrio que es la Misa nos responderá que es una fiesta donde nos reunimos a cantar, escuchar la palabra de Dios y a estar “juntos como hermanos”. Si le formulamos la misma pregunta a un catequista encontraremos la fuente, y la referencia no está muy lejos del presbiterio o la cátedra episcopal. Esto es modernismo puro, una desfiguración del concepto de liturgia y su remplazo por una fiesta, más o menos seria.

Me ha tocado observar que entre varios grupos conservadores y tradicionalistas una tendencia creciente hacia una hermenéutica similar. No es menester ni los payasos ni las guitarras que abundan en la Parroquia del barrio, bastan ciertos detalles que por un lado nos hacen olvidar la naturaleza sacrificial de la liturgia y por el otro impregnan el ambiente con un aroma primaveral, por decirlo de alguna manera. Un ejemplo son los adornos excesivos en los altares, especialmente las flores. En algunas hay tantas que ni siquiera se siente el incienso, en otras uno no puede ni imaginarse como el presbítero puede desarrollar el λειτουργικό δράμα (drama litúrgico).

Uno se pregunta sinceramente que es lo que se espera trasmitir ¿Piedad? Con tantas flores más parece una mesa con adornos que un altar. Por eso creo que sería interesante avanzar hacia la simplificación máxima posible. En ausencia de Retablo bastará con una Cruz y los cirios. El ministro debería recordar no sólo con las acciones, sino sobre todo con la διδασκαλία que no se está ni en una fiesta, ni una cena, ni una recepción. Los fieles son testigos de la θεοφάνεια, por lo que literalmente Ο Θεός με εμάς (Dios [está] con nosotros).

Quizás Ο Θεός δεν είναι μαζί μας porque en las iglesias de hoy ha desaparecido todo rastro de sacralidad, volviéndolas galpones o anfiteatros más o menos cómodos.

El eremita interior

Desde la caída de los primeros padres yace una búsqueda eterna, un anhelo que ha resonado en los corazones de hombres y mujeres a lo largo de las eras: el llamado hacia lo Absoluto, hacia una vida apartada, lejos del bullicio mundano y las convenciones sociales. Este deseo, arraigado en la esencia misma del ser humano, ha dado origen a la vocación eremítica, un sendero de soledad y silencio que trasciende épocas y culturas.

El tiempo de la cuaresma es una clara invitación a reflexionar sobre los testimonios de aquellos que han abrazado esta vida de retiro, apartándose de las multitudes para buscar una comunión más profunda con lo divino. Aquí la figura de Jesús de Nazareth se destaca sobre todos, porque no sólo fue cuarenta días al desierto y ayunó, para ser tentado, sino que en varias oportunidades se retiraba en soledad, a lugares desiertos, para orar (Mateo 4:1-11; Marcos 1:12-13; Lucas 4:1-13; Mateo 14:13; Marcos 6:31; Lucas 5:16; Lucas 6:12; Juan 6:15; Juan 11:54) al Padre. A imitación de él, primero San Pablo, se retiró a lugares alejados a fin de tener un contacto directo con Dios (Gálatas 1:15-18). Este ejemplo fue el que siguieron los eremitas.

Desde los eremitas del antiguo oriente, quienes se adentraban en los bosques y ríos tras cumplir con sus deberes hacia la sociedad, hasta los monjes medievales de Europa, cuya existencia estaba imbuida de una espiritualidad cisterciense y benedictina, el eremitismo ha dejado una huella indeleble en la narrativa humana.

Sin embargo, más allá de las glorias pasadas, se alza una sombra de melancolía sobre el horizonte del eremitismo contemporáneo. En un mundo cada vez más enredado en las redes de la modernidad, el camino del ermitaño se vuelve cada vez más difícil de transitar. La agitación del presente, marcada por el ruido constante y la búsqueda frenética de gratificación instantánea, parece distanciar aún más al buscador solitario de su objetivo último.

A través de las palabras de sabios y eremitas podemos explorar dimensiones íntimas de esta vida apartada: la aridez del desierto interior, donde el buscador se enfrenta a la ausencia de respuestas y la oscuridad de la noche del alma, donde la presencia divina parece esquivar su mirada. Nos adentramos en el silencio fecundo, donde el ermitaño encuentra su voz más profunda, más allá de las palabras y las publicaciones, en el anonimato de su oración universal.

En este mundo de contradicciones y desafíos, el eremitismo interior emerge como una respuesta posible, una búsqueda de soledad y silencio que trasciende los límites físicos y se sumerge en las profundidades del alma. En un tiempo donde la pereza y el rechazo de la sociedad amenazan con socavar la esencia misma del eremitismo, surge la necesidad de redefinir y preservar este antiguo llamado hacia lo Absoluto.

Así, entre la nostalgia por un pasado dorado y la incertidumbre del presente, nos sumergimos en la esencia misma del eremitismo, un viaje de autodescubrimiento y comunión con lo divino que desafía las convenciones del mundo moderno y nos invita a explorar los rincones más profundos de nuestro ser.

Adam, Where are you? Excelente libro

El título en español de este interesante libro es una cita de Génesis 3: 9. Pero el autor no discurre sobre la caída y las consecuencias de la misma, sino que se centra en “una evaluación teológica de la nueva hermenéutica evolucionista”. Y esto es menester porque el evolucionismo ha llegado a la teología y llegó para quedarse.
El autor señala como, desde la irrupción del evolucionismo, de forma paulatina, los cristianos fueron adhiriendo poco a poco a esta nueva hermenéutica teológica, principalmente gracias al modernismo que consiguió gracias al transfondo kantiano y el agnosticismo implícito. El autor nos conduce por un viaje por el cual somos testigos de cómo la inensa mayoría de los modernos teólogos han cedido espacio a la visión evolucionista, tomándola como dogma de una nueva fe. Según el autor, quienes aceptan la teoría de la evolución no pueden ser al mismo tiempo cristianos, toda vez que el origen del hombre no es un teologúmeno, sino algo inherente al corazón mismo del mensaje cristiano.

Libro altamente recomendado, especialmente para los estudiantes de Teología, Historia y sobre todo, para los padres de niños en edad escolar.

De Dios nadie se burla

El blasfemo Capaneo, de William Blake, basado en la Divina Comedia, Infierno, XIV.

El domingo 17 de diciembre un temporal afectó buena parte de la Argentina. Vientos huracanados derrumbaron casas, volaron techos, tiraron árboles interrumpiendo los servicios esenciales. A la madrugada me vi en la necesidad de ir a la casa de mi madre y mientras trataba de llegar pude ser testigo de kilómetros de devastación. En otros lugares los daños materiales fueron acompañados de la perdida de vidas humanas.

Pero mientras viajaba me fue imposible no plantearme alguna explicación a lo que vivimos. ¿Podemos decir o pretender que fue un hecho aislado? ¿Una mera rabieta del clima?

No. No lo fue.

El domingo 10 de diciembre fuimos testigos de un acto de apostasía nacional. Mejor dicho, de otro acto más de apostasía. En un culto interreligioso, dónde en lugar de adorar al Dios del Universo, al Creador de los Cielos y la Tierra se invocó a Baal («Señor») se dio la espalda al único Dios verdadero. Hace tiempo ya que Dios fue expulsado de nuestras escuelas, persiguiendo y prohibiendo la oración; hemos expulsado a Dios de los edificios públicos, removiendo las imágenes; lo hemos expulsado de los actos de gobierno, alterando las fórmulas de juramento de los funcionarios y de los profesionales egresados. Expulsamos a Dios de nuestras casas y por supuesto, de los templos, hoy convertidos en panteones.

La tormenta fue un aviso. Fue un castigo, justo y merecido.

No os engañéis; de Dios nadie se burla. Lo que el hombre sembrare, eso cosechará. (Gal 6: 7)

En las sombras de la apostasía, nuestros corazones, una vez iluminados por la gracia divina, han caído en la penumbra del abandono celestial. Como hojas marchitas en un jardín olvidado, nuestra fe se desvanece, y el eco de la divinidad se desvanece en el silencio desgarrador. Las lágrimas del alma se confunden con la lluvia que cae sobre tierras yermas, testigos mudos de la desconexión con la divina misericordia.

Dice el profeta Isaías (40: 6-7):

Una voz dice: Grita.

Y yo respondo: ¿Qué he de gritar?

Toda carne es hierba,

y toda su gloria como flor de campo.

Sécase la hierva, marchítase la flor

Cuando se pasa sobre ellas el soplo de Yavé

Ciertamente hierba es pueblo.

Sécase la hierba, marchítase la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre.

Elevemos nuestras plegarias a Dios, quien hizo los Cielos y la Tierra y quizás alcancemos el perdón y el auxilio del verdadero y único Mesías y Salvador, y así, la palabra que permanece para siempre sea la que vivifique el espíritu de nuestro pueblo.

«Pero mi pueblo no escuchó mi voz; Israel no quiso obedecer. Por eso los entregué a la obstinación de su corazón, y anduvieron según sus consejos.» – Salmo 81:11-12

Una reflexión sobre la Navidad

La Navidad, tierna y sagrada, se alza ante nosotros como un recuerdo incandescente en el tejido de la existencia. En el suave resplandor de las velas, se dibuja un misterio ancestral que nos envuelve, sumergiéndonos en un viaje espiritual que transcurre entre luces y sombras.

En este tiempo de reflexión, miramos hacia el pasado, buscando en las páginas de la Sagrada Escritura la esencia misma de la Navidad. La promesa divina que se cumplió en un pesebre humilde, el susurro de los ángeles anunciando el nacimiento del Salvador. En Mateo 1:23, encontramos la profecía de Isaías resonando en nuestro espíritu:

He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros“.

La Navidad, entonces, se manifiesta como la encarnación misma de la divinidad, un regalo celestial envuelto en pañales humildes. San Pablo ahonda en este misterio en su carta a los Filipenses:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Filp 2: 5-11)

No obstante, en medio de la belleza celestial de la Natividad, una sombra melancólica se posa en el corazón. La humanidad, a lo largo de los siglos, ha oscurecido la luz divina con sus propias tinieblas. Como en Juan 1:5 se nos advierte:

Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no prevalecieron contra ella“.

Aún hoy, el pecado y la discordia amenazan con eclipsar la verdadera esencia de la Navidad, arrojando sombras sobre la paz prometida por el nacimiento del Redentor.

En este siglo XXI, el espíritu navideño parece desvanecerse entre las brumas del materialismo y la indiferencia espiritual. El eco romántico de los villancicos se mezcla con el estruendo del consumismo, y el mensaje de amor y esperanza se ve diluido en el frenesí de la temporada. En la profunda melancolía de estos tiempos modernos, nos preguntamos si la luz de la Navidad logrará atravesar las sombras que amenazan con envolvernos.

La reflexión navideña se torna, entonces, en una mirada a un futuro incierto. ¿Persistirá la esencia sagrada de esta festividad o será absorbida por la vorágine secular? En el Apocalipsis 22:20, resonando como un eco a través de los siglos, encontramos la promesa que nos guía en la oscuridad: “Sí, vengo pronto“. Pero entre las páginas de esta revelación, también percibimos una advertencia sobre la fragilidad de nuestros días.

El concepto de “Dios” en el Nuevo Pensamiento

Durante los últimos años estuve estudiando la corriente llamada “New Thought” o en español “Nuevo pensamiento”. Llegué a ella por mis lectura de los trascendentalistas, Emerson y todo su círculo (recomiendo la lectura del libro “Emerson entre los excéntricos“, de Carlos Baker) y pronto me vi imbuído en una larga bibliografía en la que se mezclaba panteísmo, cristianismo y “pensamiento positivo”.

Varios de los autores del “Nuevo pensamiento” crearon sus propias instituciones religiosas, las cuales fueron evolucionando. Si bien es cierto que muchas de ellas son consideradas por los académicos “nuevos movimientos religiosos”, varias tienen ya más de un siglo de existencia y muchas de sus ideas han penetrado en las denominaciones más tradicionales conformando una nueva forma de espiritualidad.

En este primer trabajo quisiera detenerme en qué entiende el “nuevo pensamiento” sobre Dios.

Nautilus una revista del Movimiento Nuevo Pensamiento , fundada por Elizabeth Towne.

Antes de comenzar, quisiera aclarar que estas ideas se encuentran de manera embrionaria en la obra de Ralph Waldo Emerson. En todo caso somos testigos de un desarrollo y un llevar a las últimas consecuencias las ideas del escritor y ensayista norteamericano, principalmente que Dios es un concepto o una fuerza universal y no una entidad personal. Esta distinción es importante y se basa en las enseñanzas y filosofía del movimiento.

En efecto, el “nuevo pensamiento” describe a Dios con frecuencia como un principio universal e impersonal que subyace en todo el universo. Esta concepción enfatiza que Dios es una fuerza o inteligencia creativa que está presente en todas partes y en todo momento. Esta visión se alinea más con la idea de un concepto abstracto que con una entidad personal con atributos humanos. De la misma manera el “nuevo pensamiento” enfatiza la existencia de leyes espirituales que gobiernan el universo, como la ley de la atracción y la ley de la causa y el efecto. Estas leyes se consideran fuerzas impersonales que responden a los pensamientos y creencias de las personas.

Lo que señalamos líneas arriba explica el porqué en muchas de las organizaciones del nuevo pensamiento se enfatiza el término “ciencia” en su denominación, como por ejemplo “Ciencia de la mente” o “Ciencia cristiana”. En efecto, la elección de la palabra “ciencia” se relaciona con la idea de que sus enseñanzas están basadas en principios y leyes espirituales que son tan precisos y aplicables como las leyes científicas.

Finalmente una característica del “nuevo pensamiento” es su enfoque en el poder de la mente y de la conciencia humana para influir en la realidad: las personas pueden utilizar su mente y conciencia para conectarse con la fuente divina y así poner de manifiesto cambios en sus vidas; por consiguiente Dios se experimenta como un “concepto” que se relaciona por medio del pensamiento y la conciencia, a la vez que se rechaza la antropomorfización de Dios.

En resumen, para el “nuevo pensamiento” Dios es tanto un principio universal o una energía divina presente en todo y en todos (destacando así la unidad ed todas las cosas y permitiendo el acceso de cada individuo a esa fuente divina) como una “Ley universal”, porque Dios se expresa por medio de leyes espirituales que rigen el Universo (verbigracia la ley de la atracción, o la ley de causa-efecto).

Los eremitas de hoy viven en la ciudad

Texto de Vittorio Messori.

Su número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico. Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana, larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.

Una página que se inició cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas: grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y serpientes como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra su voluntad– una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el destino de quien en Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que marcaría los siglos siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como eremita pero su misma fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a transformarse en maestro y legislador de cenobios.

La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios, puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales» a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.

Se decía que el silencio de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas, fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación –rara, pero insuprimible– desde luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como «consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.

Las estadísticas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social, pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños, que si nos atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con veinte mil personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras confesiones cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento, contemplación

Parece que entre los nuevos ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación americana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se encuentra en el campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los ermitaños actuales es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. La mayoría tiene entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están por debajo de los treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven ermitaño, viejo diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un distintivo. No sólo: la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su «desierto», dado que el anacoreta buscará huir de toda «dispersión», y por tanto, de los trabajos en fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto casi nunca asegura unos ingresos suficientes para que una vida no se deslice desde la pobreza hasta la indigencia. Ésta es una de las razones por la que muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más suerte para el sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo. Todas las experiencias dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos. Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad, algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que provienen.

Pero, ¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera «comunitaria», «social» que ha arruinado muchos ambientes religiosos. El exceso de insistencia en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y escritas, han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas «inútiles» según el mundo y, desgraciadamente, también según cierto eficientismo cristiano actual. La sencilla regla que él mismo se escribe, y que si quiere somete a la aprobación del obispo, prevé, sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual, de meditación. Prevé vigilias, ayunas, penitencias, renuncias. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misterios vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto, no es un desertor». Nada de un desertor, sino más bien un creyente que, en vez del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por todos, en la soledad y en el silencio más radicales.

La Iglesia como agente transformador

La Radical Orthodoxy es un movimiento teológico y filosófico postmoderno que surgió a fines del siglo XX y cobró fuerza en el siglo XXI como respuesta a la clara decadencia de la modernidad y el secularismo. En esencia, este movimiento busca recuperar la unidad pre-moderna de la teología y la filosofía, desafiando la bifurcación epistemológica y ontológica que caracteriza el pensamiento moderno. De esta forma, la Radical Orthodoxy aboga por un compromiso teológico integral con todo el espectro del conocimiento humano, afirmando que el cristianismo proporciona un marco sólido para interpretar la realidad, la existencia humana, la sociedad y el mundo.

Un elemento central de los principios de la Radical Orthodoxy es una crítica profunda de la modernidad, que se considera una ruptura con la conexión orgánica entre la fe y la razón. Según sus defensores, la desintegración de la teología de otras disciplinas académicas, particularmente la filosofía, ha llevado a una cosmovisión fragmentada y desprovista de significado trascendente. Al abogar por la reintegración de la teología y la filosofía, la Radical Orthodoxy busca recuperar la rica herencia intelectual de la tradición cristiana y explorar su relevancia para abordar los desafíos contemporáneos.

Una característica distintiva de la Ortodoxia Radical es su énfasis en la participación y la sacramentalidad. Arraigada en una ontología sacramental, esta perspectiva considera el mundo material como impregnado de la presencia divina, haciendo de los sacramentos un medio transformador de encontrar a Dios. Mientras que para la teología sacramental de la Iglesia Ortodoxa, por ejemplo está profundamente arraigada en el concepto de θέωσις (Theosis) o divinización, y los sacramentos son vistos como misterios (μυστήριον) a través de los cuales los creyentes participan de la naturaleza divina y se unen a Cristo, para la Radical Orthodoxy los sacramentos, si bien poseen una naturaleza transformadora, se subraya el papel de los sacramentos en la impreganción del mundo material con la presencia divina, se enfatiza la inmanencia de lo divino en el Κόσμος (Kosmos). De esta manera se aboga por una comprensión holística de la realidad dónde lo sagrado y lo lugar están entrelazados.

Además, la Ortodoxia Radical postula la radicalidad de Cristo como el núcleo de su marco teológico. La figura de Cristo, que representa la paradoja Dios-hombre, se convierte en el punto de convergencia entre teología y filosofía. El mensaje radical de Cristo desafía los supuestos seculares prevalecientes de la modernidad y critica la hegemonía ideológica de la teología liberal que ha acomodado al cristianismo para encajar dentro de un marco secularizado.

Teniendo en cuenta lo anterior, podemos pasar ahora a la pregunta de qué es la Iglesia o Εκκλησία. Ella es una comunidad sacramental, pero no en el sentido de que en ella se mantienen y resguardan los sacramentos en el sentido tradicional, sino que ella encarna la presencia transformadora de lo divino en el mundo. La Εκκλησία se extiende más allá del ámbito privado y constituye un testimonio contracultural que desafía las tendencias secularizadoras de la sociedad contemporánea. Así, la Εκκλησία ιερό μυστήριο (Iglesia como sacramento) es el lugar o espacio en el cual ocurre el encuentro transformador con lo divino, permitiendo a los creyentes la participación de la vida de Cristo. La Iglesia es una extensión de la Encarnación del Λόγος, en la cual converge el Reino material y espiritual y los sacramentos (Ιερό Μυστήριο) no son simplemente un medio para alcanar una gracia, sino el medio de santificación de los individios y del orden creado o Κόσμος.

La Εκκλησία entonces no es un refugio ante la modernidad, sino un agente transformador del mundo. No es el lugar para escapar y quedarnos refugiados, recreándonos en un onanismo espiritual con prácticas antiguas por el simple hecho de que son antiguas. La Iglesia no es un museo de ceremonias y ropas donde cada cual, entiende más o menos lo que quiere y se erige con el derecho a excomulgar a quien no se ajusta a su sistema de pensamiento, donde cada “guardia” del museo se ve a si mismo como el director de la misma. No, ella no es un depósito de glorias pasadas, ella no es un esqueleto. Ella es la Vida misma.