La Oración Litúrgica: Puente entre lo Divino y la cotidianeidad

La liturgia es oración, y la oración es la base de la vida espiritual. La oración no es meramente repetir palabras, es otra cosa. En su obra After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy,1 Catherine Pickstock, replantea la oración litúrgica en el contexto de la filosofía contemporánea explorando cómo la liturgia y la oración revelan verdades escenciales del ser humano, de la comunidad de los creyentes y del kosmos2.

En este sentido, la oración (y en particular la oración litúrgica) no es un acto de invocación a la Θεότητα, sino una participación en la misma vida divina. Por medio de la oración, los hombres acceden a una realidad trascendencte que supera la subjetividad individual; en otros términos, se trata de un acceso que es válido de forma intersubjetiva,3 y lo que es más importante, la liturgia (oración superior) es un diálogo transformador con lo divino por medio del cual el orante se une con la comunidad y el kosmos, haciéndose real el pedido de Cristo en su oración:

ἵνα πάντες ἓν ὦσιν, καθὼς σύ, [a]πάτερ, ἐν ἐμοὶ κἀγὼ ἐν σοί, ἵνα καὶ αὐτοὶ ἐν [b]ἡμῖν ὦσιν, ἵνα ὁ κόσμος [c]πιστεύῃ ὅτι σύ με ἀπέστειλας. κἀγὼ τὴν δόξαν ἣν δέδωκάς μοι δέδωκα αὐτοῖς, ἵνα ὦσιν ἓν καθὼς ἡμεῖς [d]ἕν, ἐγὼ ἐν αὐτοῖς καὶ σὺ ἐν ἐμοί, ἵνα ὦσιν τετελειωμένοι εἰς ἕν, [e]ἵνα γινώσκῃ ὁ κόσμος ὅτι σύ με ἀπέστειλας καὶ ἠγάπησας αὐτοὺς καθὼς ἐμὲ ἠγάπησας.

(Jn 17: 21-23 SBL Greek New Testament)

[para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.]

Uno de los libros más desafiantes de Catherine Pickstock

Martin Heidegger aborda el tema de la oración cuando se introduce en el lenguaje poético, porque el mismo permite (según el filósofo alemán) habitar en el mundo de una manera auténtica. El hombre habita de forma poética el mundo, no es un giro estético, sino un estar-en-el-mundo; la poesía revela la verdad (alētheia / αλήθεια), es decir, des-vela,4 quita el velo que cubre la escencia misma, como cuando tras la muerte de Cristo “se rasgó en dos” (Mt 27:51).

La oración permite revelar lo sagrado y lo divino, por medio de ella el hombre busca una comunión con lo Trascendente por fuera de la racionalidad ordinaria.

Ahora bien ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la liturgia? Esto puede deberse a que estamos frente a una serie de rituales que son necesariamente anti-liturgicos porque no existe en ellos lo sagrado, y enl ugar de una comunicación entre ambos mundos que permita a los fieles ingresar al espacio sagrado (“sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada” -Ex 3: 5). No todo ritual es litúrgico, y no todo aquello que parece una liturgia (por más que referencie y copie una liturgia tradicional) es necesariamente “liturgia”, porque esta requiere adorar a Dios “en espíritu y verdad” (Jn 4:23-24).

En ausencia de liturgia (llamese Culto, Misa, Divina Liturgia) los fieles pueden recurrir a la oración contemplativa como un faro en medio de la noche tormentosa. Es en el silencio y la reflexión donde encontramos la verdadera comunión con lo divino. Es un recordatorio de que la presencia de lo sagrado trasciende los límites físicos y se encuentra en todos los lugares y en todos los momentos de nuestra vida.

¿De qué sirve al seglar rezar el Misal si no sabe a quién está orando? ¿De qué sirve si lo hace de manera indigna? ¿De qué sirve meditar la Biblia (que es también orar) si es que antes no nos encomendamos a Dios y solicitamos al Espíritu Santo que nos guíe y nos alumbre? Por eso, los actos de piedad son imprescindibles para que la oración sea efectiva y agradable a Dios. Es fundamental cultivar una conexión genuina con lo divino, nutrida por la devoción y la comprensión de la fe que profesamos.

Vivir cada día como si fuera un día de Semana Santa nos invita a cultivar una fe activa y vibrante, no limitada por el calendario litúrgico, sino arraigada en la realidad cotidiana, es decir el modo en el que el Ser-Ahí se encuentra de manera común y habitual en el mundo.5 Hacer de la Semana Santa nuestra cotidianeidad (Alltäglichkeit)6 es un llamado a buscar la belleza ¿Y qué es la belleza? Una emanación de la belleza divina, porque todo lo que es bello refleja a Dios, su perfección y su bondad y quien la busca, busca a Dios.7 Por lo tanto, es un llamado a buscar la Belleza (a Dios) en la simplicidad, la fuerza en la adversidad, la Gracia en a entrega. Es un compromiso diario dond encontrams el verdadero significado de nuestra Fe, y dónde la luz de la esperanza brilla más intensamente en medio de la obscuridad.


Notas

1Pickstock, Catherine, After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy, Oxford, Blackwell Publisher, 1998.

2Elijo usar el término “Kosmos” (κόσμος) como lo emplea Ken Willber porque creo que es el mismo sentido en el cual lo utiliza Catherine Pickstock. En efecto, el filósofo americano toma el concepto para significar la totalidad de los niveles de realidad (materia, energía y mente, alma, espíritu), mientras que el concepto moderno se limita a lo físico y obserbable.

3Michel Meslin, Experience humaine du divin: fondements d’une anthropologie religieuse, París, Editions du Cerf, 1988.

4Heidegger, Martin, Hitos, Madrid, Alianza, 2007, p., 159-160.

5Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, Buenos Aires, FCE, 1991, p., 77-85.

6Ibid, p., 138.

7San Agustín, Confesiones, Libro X, 27.

Desacralizando la liturgia: la danza

Danzadoras… en una “misa” católica

La danza nunca ha sido una forma de expresión en la liturgia cristiana. En el siglo III, ciertos círculos gnósticos-docetistas intentaron introducirla en la liturgia, convencidos de que la crucifixión era solo una ilusión. Para ellos, antes de la Pasión, Cristo había abandonado el cuerpo que, en realidad, nunca había asumido plenamente. En su visión distorsionada, la danza podía sustituir la liturgia de la Cruz, pues la cruz no era más que una apariencia. Las danzas de culto en diferentes religiones tienen propósitos como el encantamiento, la magia imitativa y el éxtasis místico, ninguno de los cuales encaja con el verdadero propósito de la liturgia del sacrificio.

Es dolorosamente absurdo intentar hacer “atractiva” la liturgia mediante la introducción de pantomimas de baile, aunque sean presentadas por compañías profesionales. Estas representaciones terminan inevitablemente en aplausos, lo cual es comprensible desde el punto de vista de los profesionales, pero completamente inapropiado para la liturgia. Cada vez que el aplauso irrumpe en la liturgia por logros humanos, es una señal inconfundible de que la esencia de la liturgia ha desaparecido, sustituida por una especie de entretenimiento religioso vacío.

He sido testigo, con una tristeza profunda, de cómo el rito penitencial fue reemplazado por un espectáculo de danza que, inevitablemente, recibió aplausos. ¿Puede haber algo más alejado de la verdadera penitencia? La liturgia solo puede tocar los corazones cuando revela a Dios, cuando permite que Él entre y actúe. Solo entonces se produce algo realmente único, más allá de toda competencia, y las personas sienten que han participado en algo mucho más profundo que una simple actividad recreativa. Sin embargo, hoy en día, ninguno de los ritos cristianos incluye la danza.

Es desalentador ver cómo lo sagrado se desvanece, reemplazado por lo mundano. La liturgia, que debería ser un encuentro con lo divino, se convierte en un espectáculo más, perdiendo su significado profundo y eterno. En lugar de encontrar consuelo y esperanza, nos encontramos aplaudiendo una actuación, cada vez más alejados de la verdadera esencia de nuestra fe.

La religiosidad popular

Una característica de las épocas en que vivimos, especialmente en el ámbito eclesial, ha sido “reflexionar” sobre la “religiosidad popular”. No deja de resultar paradójico que esa preocupación esté acompañada de movimientos orientados a desmantelar buena parte del bagaje doctrinal e histórico de la Iglesia. Movimientos en la teología y en la liturgia que, inevitablemente, tenían que desembocar en intentos de aniquilación de lo que fue la correa de transmisión histórica por antonomasia entre jerarquía y pueblo cristiano.

Cuando la Santa Sede, en épocas más recientes, se ha preocupado por la “religiosidad popular”, lo hacía acusando a las cofradías y a sus costumbres, a las del pueblo en general, de no adaptarse al Concilio Vaticano II, o a su “espíritu”, o a lo que en cada momento ellos habían decidido que era el camino que la Iglesia entera debía seguir. La visita de la anciana los primeros viernes de cada mes al Cristo de sus devociones, las medallas y escapularios de la Virgen del Carmen, los rezos a las Ánimas Benditas del Purgatorio, eran todo producto de una fe inmadura e ignorante.

Frente a ello, los paladines de la Nueva Evangelización oponían sus “fórmulas mágicas” con las que pretendían inculcar en el ingenuo pueblo cristiano la fe verdadera y consciente: misas en las que cada cura inventa, añade o quita lo que cree conveniente, supuestos ejercicios espirituales con meditación zen, encuentros “ecuménicos” con todos menos con cristianos, reuniones de carácter político-social con los amigos y defensores del otro lado del ya desaparecido Muro de Berlín, palmas y guitarras eléctricas en las iglesias, “experiencias de la fe” epidérmicas, consistentes en reunir a los parroquianos alrededor de una mesa para obligarles a hacer cosas ridículas y ñoñas… (ponga el lector todas las que conozca o se le ocurran).

Ignorancia religiosa, fundamentalismo, fanatismo, superstición, idolatría… El desprecio a formas de piedad y devoción transmitidas en familia de generación en generación durante siglos, expresadas de manera peculiar, enraizadas en lo más profundo del ser social, y promovidas y amparadas, y corregidas en sus desviaciones, centuria tras centuria por una jerarquía que, ¿cómo no?, debía ser fanática, ignorante y fundamentalista, ha sido —y sigue siendo aún hoy— moneda corriente de parte de nuestro clero.

Fui lamentable testigo de cómo un sacerdote puso el grito en el cielo porque los fieles “se fijaban en la imagen del Cristo del retablo sin prestar atención al Sagrario”. Curiosamente, ese mismo sacerdote, que tiene nombre y apellidos, retiró el Sagrario del altar mayor, lo llevó a una esquinita del templo, y siempre que tenía ocasión hablaba de la misa como un mero encuentro entre creyentes, o, preguntado sobre ello, atenuaba con subterfugios el carácter sacrificial de la misa.

En el imaginario colectivo del progrerío, las manifestaciones públicas de fe (procesiones, vía crucis y rosarios en plena calle y en cualquier época del año) recuerdan a una España de siglos en la que ser religioso era “lo normal”, en la que existía una ortodoxia pública en materia religiosa que era respetada y protegida por el poder político, y amparada en la compleja red que tejía una sociedad viva.

Esto hoy es intolerante. Como no menos intolerable les resulta que la gente de a pie, esa que no ha leído jamás a Hans Küng, gaste su dinero (que es suyo y de nadie más) en procurar el mejor y más digno ornato para las imágenes sagradas en los cultos y en las procesiones.

Por arte de birlibirloque, y en tan solo un par de décadas, habíamos pasado de curas como aquel Juan Francisco Muñoz y Pabón, que movilizó al pueblo de Sevilla para que, con aportaciones particulares, sufragara una corona de oro para la Virgen de la Esperanza (Macarena), a curas que riñen a los fieles si deciden gastar su dinero en restaurar un manto que tiene siglos de antigüedad y se cae a jirones, porque no hay que gastar el dinero en cosas “superfluas”. En patrimonio artístico superfluo, claro, que donde se ponga un buen cáliz de barro y un copón de mimbre para celebrar la misa…

Lo cierto es que, quieran los progres o no, la “religiosidad popular” es el baluarte que ha salvado a muchos pueblos de España, de México y de Argentina de la devastación total y absoluta en materia religiosa. Allí donde la “religiosidad popular” tiene más arraigo se mantiene la práctica religiosa en niveles infinitamente superiores a aquellos sitios en los que estas formas devocionales han sido casi aniquiladas por clérigos tan buenos, tan celosos, que han terminado por vaciar sus propias iglesias. Allí donde los sacerdotes saben valorar (generalmente porque lo han vivido en casa), fomentar y ayudar a crecer a las cofradías, el relevo generacional está asegurado.

Un edificio construido durante siglos, avalado por la experiencia de la tradición, por definición, no puede ser completamente inicuo. Siglos de santos predicadores diciendo sermones en las hermandades y cofradías y haciendo reflexionar al pueblo sobre las verdades fundamentales de la fe no han podido traer sino salvación de almas, y no al contrario.

Debería nuestro progrerío patrio lamentar lo mucho que han destruido en este terreno. Pedir disculpas por todos aquellos a los que han echado —literalmente— de las iglesias y que quizás ya sean irrecuperables para la grey del Señor.

Pedir perdón por haber tratado de imponer sus estériles “experimentos pastorales”, pisoteando y despreciando la devoción de tantos y tantos que no hacían sino “vivir la experiencia de la fe” (en términos modernos) tal y como aprendieron de sus mayores.

Dios nos permita seguir inundando nuestras calles durante mucho tiempo con imágenes sagradas, nos permita continuar con nuestra tradición de hermandades y cofradías, y nos mande buenos sacerdotes que eviten que cantos de sirena extraños arrebaten este patrimonio a la Iglesia, pues el día que tengamos que recluirnos exclusivamente en el templo, la batalla estará definitivamente perdida.