La Septuaginta o Biblia de los LXX para descargar

Tengo mucha alegría de iniciar las publicaciones de mi blog con esta hermosa y muy particular versión de la Biblia de los LXX, la Septuaginta. Con toda la razón esta versión es llamada “La Biblia de los Apóstoles” por tres motivos: en primer lugar fue la que empleó la primera comunidad cristiana, en segundo lugar todas las citas que se realizan en el Nuevo Testamento del Antiguo, corresponden a la versión de los LXX, y finalmente es la que predomina aún hoy en las Iglesias de Oriente.

Según una antigua historia (repetida por Filón de Alejandría hasta San Agustín), Ptolomeo Filadelfo solicitó a 70 ó 72 eruditos judíos que vertieran en griego la Torah, es decir, los cinco libros de Moisés. Esta tarea se realizó, según la misma leyenda, a la perfección. Con la difusión y el poster agregado de los demás libros de los profetas e históricos, se convirtió en el texto de uso común, tanto por los judíos de la diáspora como por los cristianos de los primeros cuatro siglos, llamándose Septuaginta, comunmente a todo el Ἡ μετάφρασις τῶν Ἑβδομήκοντα (El antiguo testamento griego).

El canon de los LXX estaba relativamente fijado hacia el primer siglo de nuestra era y es muy anterior al masorético, es decir, al “canon hebreo”. La extensión de la Septuaginta entre los primeros cristianos fue uno de los motivos por los cuales los judíos, hacia el siglo II comenzaron a fijar un nuevo canon y finalmente, rechazar el texto griego por el hebreo, previamente corregido.

La versión que aquí les dejo es la traducción del P. Guillermo Jünemann y concluida en 1928. El Nuevo Testamento se publicó ese mismo año, pero el Antiguo Testamento no salió a la imprenta hasta el año 1992. Para muchos se trata de una edición demasiado literal y un poco áspera (algo que también señalan de la que para mi es la mejor versión en español, la Nacar-Colunga). La edición de Jünemann es ideal para los académicos y también para todos aquellos que deseen realizar un estudio serio de la Sagrada Escritura.

La Biblia de Wilhelm Jünemann, en el Seminario Metropolitano de Concepción, Chile.

Esta Biblia hoy es poco accesible y suele estar a un precio muy elevado, por ello creo que conviene tenerla, aunque sea en su versión digital.

El archivo que estoy poniendo a disposición de ustedes fue revisado con un antivirus y se descarga directamente sin necesidad de instalar absolutamente nada. Es un archivo ejecutable y funciona en todas las versiones de Windows, incluso en las más antiguas (lo probé en máquina virtual con un Windows 3.0). También se puede cargar en Linux utilizando Wine o algún otro emulador.

Para descargarlo sólo debe hacer click en este enlace

¡Buena lectura!

Semilla de fe, el martirio como esperanza y comunión divina

El concepto de martirio encapsula tanto el sacrificio supremo como la manifestación más pura de la fe. El orígen del término lo encontramos en el griego antiguo y proviene de la palabra μάρτυς cuyo significado es “testigo”. Así, en su sentido más primigenio, el mártir era aqul que testificaba ante los demás sobre la fe y estaba dispuesto a dar su vida en ese testimonio.

Cuanod volvemos nuestra mirada a los primeros autores cristianos, el martirio es el tema central en la reflexión teológica. Para los Apologetas y los Padres el martirio no era un acto de resistencia frente a la persecusión (como pretende la teología contextual), sino una aafirmación heroica de la verdad divina, que transformaba al mártir en un testigo viviente (en a eternidad) del Evangelio.

Uno de los primeros padres apostólicos, San Ignacio de Antioquía, utilizó la imagen del martirio en sus cartas como un símbolo de unidad y fidelidad a Cristo. En su Carta a los romanos expresó:

Escribo a todas las iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios, a menos que vosotros me lo estorbéis. Os exhorto, pues, que no uséis de una bondad fuera de sazón. Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro [de Cristo]. Antes atraed a las fieras, para que puedan ser mi sepulcro, y que no deje parte alguna de mi cuerpo detrás, y así, cuando pase a dormir, no seré una carga para nadie. Entonces seré verdaderamente un discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no pueda ver mi cuerpo. Rogad al Señor por mí, para que por medio de estos instrumentos pueda ser hallado un sacrificio para Dios. No os mando nada, cosa que hicieron Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo soy un reo; ellos eran libres, pero yo soy un esclavo en este mismo momento. Con todo, cuando sufra, entonces seré un hombre libre de Jesucristo, y seré levantado libre en Él. Ahora estoy aprendiendo en mis cadenas a descartar toda clase de deseo.1

El martirio, entonces permite como ninguna otra cosa alcanzar la plena comunión con Cristo, la plenam communionem cum Christo, y por lo tanto, una forma eficiente de llegar a la θέωσις (Theōsis), como fue el caso de San Esteban Protomártir:

Como oyesen esto, se enfurecieron en sus corazones y crujían los dientes contra él. Mas, lleno del Espíritu Santo y clavando los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y exclamó “He aquí que veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está de pie a la diestra de Dios. (Hech 7: 54-56).

Releamos el versículo 55: ἀτενίσας εἰς τὸν οὐρανὸν εἶδεν δόξαν θεοῦ καὶ Ἰησοῦν ἑστῶτα ἐκ δεξιῶν τοῦ θεοῦ. Sólo fue después del testimonio que dio Esteban que, estando consumada la perfidia de sus asesinos, contempló la δόξαν θεοῦ (la Gloria de Dios). El martirio, entonces, no sólo asegura la salvación, sino que fortalece a toda la comunidad cristiana.

También Tertuliano, en su Apologeticum desarrolla la teología primitiva del martirio, en ella podemos leer lo siguiente:

Verdaderamente deseamos padecer; pero con aquel deseo que ama la guerra el soldado. Llanamente ninguno padece gustoso, que el temor es necesario, y el miedo en los pe” ligros forzoso; pero el mismo que se querella de la guerra pelea en la ocasión de la batalla con toda la fuerza de su valor, y cuando vence se goza el mismo que se querellaba, porque en la victoria alcanza honor, gana despojos. Batalla es para nosotros cuando somos provocados á la palestra de los tribunales para combatir con peligro de la vida en defensa de la verdad. Victoria es alcanzar aquello por que se pelea. Esta victoria tiene por gloria agradar á Dios, por despojos vida eterna. Si nos prenden, si en el tribunal somos convencidos de nuestra fe, conseguimos lo que queremos; luego vencemos cuando morimos; luego escapamos cuando nos prenden, y triunfamos cuando padecemos.2

Como bien explica el gran Tertuliano, el fin del mártir no es el sufrimiento, sino la gloria espiritual y el testimonio de su fe, es el medio para alcanzar la victoria espiritual y la comunión con Dios. . Cada golpe de látigo, cada atadura y cada llama, lejos de sofocar el fervor de los fieles, lo enciende como un fuego que crepita y danza con una pasión ardiente. Tertuliano describe la sangre derramada por los mártires no como un trágico desperdicio, sino como un elixir divino que, al ser derramado sobre la tierra, la fertiliza con una semilla inextinguible de esperanza y fe.

Al final del tratado Tertuliano lapida: Plures efficimur, quotiens metimur a vobis: semen est sanguis Christianorum, la sangre de los cristianos es semilla. En esta potente afirmación, Tertuliano transforma la brutal realidad de la persecución en una metáfora de esperanza y resurrección. Como un agricultor que, al cortar el trigo, asegura la próxima cosecha, los perseguidores, sin saberlo, preparan el terreno para un florecimiento espiritual. La imagen de la sangre como semilla evoca un ciclo perpetuo de vida emergiendo de la muerte, un proceso en el cual el sacrificio de los mártires se convierte en el nutriente esencial para el crecimiento continuo del cristianismo. En su pluma, la persecución se transforma de una herramienta de destrucción a un acto de creación, donde el sufrimiento es un acto generativo que da origen a una nueva vida en Cristo. Cada gota de sangre derramada se convierte en un acto de amor que fertiliza el campo espiritual del mundo, garantizando que, a pesar de los intentos de los perseguidores, la luz de la fe cristiana nunca se extinga, sino que brille con una intensidad renovada en cada generación sucesiva.


1San Ignacio de Antioquía, Epístola a los Romanos, IV.

2Tertuliano, Apologeticum, L.

Los hombres que Cristo llamó eran hombres comunes

Desde hace un tiempo vengo estudiando la vida de los Santos Apóstoles, por supuesto, a la luz de la Sagrada Escritura y ayudado por los intérpretes más autorizados: los Padres de la Iglesia.

Me sorprende todo lo que podemos aprender de estos hombres de Dios por medio de unos pocos versículos: su carácter, su historia, sus orígenes, sus miedos y sus debilidades conjugados con sus virtudes. Pero si algo se destaca es que eran hombres comunes y corrientes, muchas veces, arquetipos de los cristianos de hoy. Eran hombres llenos de defectos y de virtudes, pero que fueron llamados por Cristo para el ministerio no por sus virtudes, sino a pesar de sus defectos. En una entrada publicada en este blog tuve la oportunidad de desarrollar algunas de estas ideas a partir del Sermón 286 de San Agustín, quien se centra en la figura de San Pedro.

En el interesante sitio “Logos Ortodoxo”, encontré el siguiente texto que quiero transcribir y dónde el autor coloca a los Apóstoles como ejemplo del verdadero voluntariado:

Antes de iniciar sus misiones los santos Apóstoles recibieron del Señor instrucciones claras. Él entre otras cosas, les dijo: “Gratis habéis recibido y gratis daréis”. La jaris (energía increada y don) que os he dado para enseñar y hacer milagros, lo recibís gratis, por lo tanto vosotros también daréis gratis.

Y los Discípulos siguieron fielmente el mandamiento del Maestro divino. ¡Predicaban, hacían milagros, resucitaban muertos, expulsaban demonios y sanaban enfermos, pero nunca recibían dinero! El trabajo de ellos era tedioso, pero en ningún caso querían recompensa de los hombres por sus esfuerzos.

Los milagros que hacían eran impresionantes, pero nunca los aprovecharon para ganar algo para sí mismos. Este desinterés, abnegación y sacrificio de ellos impresionaba más que sus propios milagros.

Hoy el mundo habla de voluntariado y busca maneras para derrumbar los castillos del individualismo y enseñar el ofrecimiento voluntarioso. Sin embargo para la Iglesia esta forma de servir hacia el semejante no es algo nuevo. El que percibe que los carismas que tiene son regalos de Dios, siente la necesidad de compartirlos con sus hermanos. Este ofrecimiento agapítico hacia el prójimo es el camino que marcaron los santos Apóstoles y sus dignos sucesores. El camino de la agapi sacrificante que estamos llamados todos a seguir. Amín.

Domingo de los Santos Apóstoles. Logos Ortodoxo.

Hoy volví a leer el sermón del gran Obispo de Hipona y me pregunto cuántas veces nosotros debemos morir, pero realmente morir en nosotros mismos para poder ser resucitados en Cristo. En vano proclamamos valentía o gallardía, en vano nos ufanamos en muestras de heroicidad y espíritu marcial si es que antes no estamos dispuestos a velar y orar en el Getsemaní, porque en la hora más angustiante de Jesucristo él no requirió que nadie sacara la espada, sino que se quedan con él, porque estaba angustiado. Los apóstoles tardaron mucho en aprender la lección.

Cristo mostró en Getsemaní su humanidad, su fragilidad. Pero fue Pedro no por ser un bravucón, ni tampoco por ser un imprudente, sino porque lloró amargamente y allí se convirtió, como dice San Agustín:

Al negarlo pereció y al llorar resucitó. Como convenía, murió antes el Señor por él, y luego, como lo exigía el justo orden, murió Pedro por el Señor. Luego le siguieron los mártires. Se inauguró un camino lleno de espinas, pero que, al ser pisoteado por los pies de los apóstoles, se hizo más suave para los que les siguiesen.

Oremos al Señor para que en lugar de mostrarnos como payasos disfrazados de soldados, tengamos la gracia de dar testimonio siguiendo los pies de los Apóstoles que cumplieron el mandato del señor “Venid en pos de mi” (Mt 4:19).

San Agustín: Sobre los obispos

En estos tiempos en los que tantos desean el episcopado en los grupos tradicionalista, en los que tantos católicos independientes, tantos “anglicanos independientes” salen a la caza de algún mitrado que les imponga las manos y así proliferan “pequeñas iglesias” , les recordamos estas palabras del gran Doctor de la Iglesia: San Agustín de Hipona.
Sermón 340 A, 1-9
El que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues, según leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor. Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los Apóstoles: quien no se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos. En la persona del niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma de pensar. Y añadió: pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el juicio (1 Cor 14, 20) (…). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño, les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26) (…).
Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos siervos vuestros por Jesús (2 Cor 4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también libres; dice a los que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). ¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por Aquél que, si no me libera, permaneceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había exhortado (…).
¿Qué significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (…).
Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera—malos; si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (…).
Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar, siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección, no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertirselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.
Ahora os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro (2 Tim 2, 20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. Él mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así, pues, os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a El, pero bajo sus órdenes; para que Él llegue hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro servicio.

De Heidegger a Emaús: El arte como acontecimiento de la Verdad

Hace unos días atrás publiqué en Documenta Theologica un breve artículo titulado “La oración litúrgica: puente entre lo divino y la cotidianeidad”. En este texto cité la obra de Martin Heidegger “El origen de la obra de arte” que ponemos ahora a disposición de los lectores. Se trata de la traducción de Samuel Ramos y que se editó en Breviarios del FCE Arte y Poesía (México, 2006).

Todavía recuerdo el impacto que me provocó la lectura de ese texto precisamente en aquel año, que fue el que decidí dar el paso hacia la Tradición y abandonar el modernismo.

Para Martin Heidegger el arte no es una actividad ni simple ni puramente humana, sino que es la manera en la que la verdad se manifiesta. La obra de arte es pues, el lugar en el que el Ser se revela, desocultándose de su ocultamiento. Este proceso de desocultamiento que se vuelve central porqué el arte debe entenderse como una actividad sagrada. Dicho de otra manera, el arte es sacro o no es arte.

El Filósofo Alemán describe el arte en términos de un “acontecimiento de la verdad”, dónde el Mundo y la tierra se encuentran: el mundo representa el orden de significado y la red de relaciones humanas, mientras que la Tierra representa lo que subyace a ese orden, lo oculto, lo inabarcable. La obra de arte es lo que permite que estos dos elementos se enfrenten y se entrelacen permitiendo así, la revelación del Ser.

Si bien todo esto nos remite al ícono (quizás junto con la música, la expresión más alta y primordial del arte) tenemos en la Sagrada Escritura ejemplos tanto más elevados de esta unión. En el Evangelio Según San Lucas, en el Capítulo 24 tenemos el famoso acontecimiento de los discípulos que van camino a Emaús. El episodio ocurre después del asesinato de Jesucristo, la cabeza de los discípulos tiene precio y mientras la mayoría se ha escondido en el aposento alto, otros como Tomás se habían alejado del grupo (Jn 20: 24), otros, como Cleofas y su acompañante (¿Mateo? ¿Jacobo?) estaban escapando de Jerusalén para buscar refugio, sólo así se explica que hayan decidido recorrer once kilómetros (los sesenta estadios del versículo 13). Si seguimos el texto vemos que los dos discípulos tenían a Cristo delante de ellos, pero sus ojos estaban “velados”:

οἱ δὲ ὀφθαλμοὶ αὐτῶν ἐκρατοῦντο τοῦ μὴ ἐπιγνῶναι αὐτόν (v. 16)

El término ἐκρατοῦντο significa “estar retenidos”, “estaban siendo impedidos”, “controlados”, “sujetos”, “velados”. Cristo es la verdad pero los ojos de ellos estaba “retenidos”, “impedidos” de contemplar la verdad, “sujetos” a una concepción humana y errónea de la función y misión del Mesías, lo vemos en la respuesta de Cleofas al Señor:

De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo lo entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y lo crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel. Sin embargo, además de todo, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las cuales antes del día fueron al sepulcro; como no hallaron su cuerpo, volvieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron. (v 19-24)

En la definición que dan de Jesús él ya no es “el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:15), sino “varón profeta”.

Pero ¿Cómo se produce esto? ¿Cómo ocurre el proceso del desocultamiento? No es por medio de un milagro, sino que Cristo recurre a las Escrituras y es por medio de ellas que “les declaraba” (διερμήνευσεν), les explicaba lo que había ocurrido realmente con el Mesías. Sin embargo algo falta, y eso lo encontramos en el versículos 30 a 32:

Y aconteció que, estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista. Y se decían el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?”

Primero explicó y una vez que ellos entendieron, corrió el último velo con el Milagro Eucarístico. El milagro es el sello y después de consagrar el pan y el vino, el Señor desapareció de su vista, pero quedó con ellos en la eucaristía. Es en ella en la cual tiene lugar la gran obra de arte del Creador: el lugar en el que el Ser se revela, desocultándose de su ocultamiento, permaneciendo con nosotros, haciendo arder nuestro corazón.

Saepius officio: la respuesta anglicana a la Apostolica Curae

Hace varios años que colaboro con el obispo Antonio Duarte Santos Rodrigues, de la ICAB. Digamos que además de ser su amigo, soy un “consultor” externo. TRabajar en los temas que él me propone me permite conversar largo y tendido sobre liturgia, teología, Sagrada Escritura.

Este verano, mientras estaba en su casa, salió el tema de las órdenes anglicanas. Algo que ambos convenimos es que muy pocos leyeron la respuesta que dieron los obispos anglicanos de Frederick Temple, (Canterbury) y William Maclagan (York) a la bula de León XIII Apostolicae curae. Es cierto que con los años varios aspectos de esta declración no serían aplicables al día de hoy, especialmente a causa de las desviaciones respecto a la teología sacramental anglicana moderna que ha permitido la ordenación de mujeres. No obstante, se trata de un documento histórico único que nos invita a reflexionar y analizar estas cuestiones con mucho cuidado.

Invitamos a los lectores a repasar estas páginas y sacar sus propias conclusiones.

La Sagrada Escritura como base para nuestra fe y disciplina. Reflexiones sobre un texto de San Agustín

En el siguiente fragmento de la obra “La utilidad del ayuno”, merece un comentario somero dada la actulidad de su contenido. En efecto, en nuestro medio somos testigos de un comportamiento pendular: o se anulan las prácticas de piedad, especialmente la que se refiere a los ayunos y abstinencias, o se las envuelve en un ritualismo y fariseísmo sorprendente. Ambas posturas demuestran la crasa ignorancia que impera entre los que se llama a sí mismos “tradicionalistas” o “conservadores”. También nos lleva a preguntarnos “¿Qué conservan? ¿Qué pretenden conservar?” Peor más aún “¿Qué quieren conservar o transmitir si no conocen siquiera la base de la fe?”

Hace poco tiempo tuve un distanciamento muy doloroso de un amigo, naturalmente lo tengo en mis oraciones y no le guardo rencor. Pero en su rabieta y sus insultos noté que no comprendía el fundamento de la fe: la Sagrada Escritura, conservada en la Iglesia y para la Iglesia. Cuando alguien que se dice cristiano desconoce la Escritura y pone al mismo nivel de ella escritos apócrifos o extraños a la doctrina, por más que se aferre a prácticas antiguas y venerables, es como el hombre que construyó su casa sobre la arena “y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt 7: 27).

Pienso que grandes teólogos como Kallistos Ware enfatizaron que las Sagradas Escrituras contenían aquello que era necesario para la salvación; por su parte, la Iglesia Anglicana afirma en el primer punto del Chicago–Lambeth Quadrilateral de 1888 lo siguiente:

The Holy Scriptures of the Old and New Testaments, as “containing all things necessary to salvation,” and as being the rule and ultimate standard of faith.

Invito a todos a volver la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia, a contemplar en la sabiduría de los últimos como se sostiene sobre la Palabra de Dios, verdadera fuente de sabiduría, y por ello comparto con ustedes el siguiente fragmento del Doctor de Hipona:

Los hombres que ayunan ocupan un lugar intermedio entre los carnales y los ángeles. Hermanos, hay un alimento que repara la debilidad de la carne, y también hay un alimento celestial que satisface la piedad del alma. El alimento terreno tiene su vida propia, y también el celestial tiene la suya. El uno sostiene la vida de los hombres, el otro la de los ángeles. Los hombres de fe, separados cordialmente de la turba de los infieles, y levantados hacia Dios, a quienes se dice: ¡Arriba el corazón!, portadores de otra esperanza9, y conscientes de que son peregrinos en este mundo10, ocupan un lugar intermedio: no hay que compararlos ni con los que no piensan en otro bien que en gozar de las delicias terrenas11, ni todavía con los habitantes superiores del cielo, cuyas delicias son el Pan mismo, que ha sido su Creador. Los primeros, como hombres inclinados a la tierra, que sólo reclaman a la carne el pasto y la alegría, se parecen a las bestias, muy distantes de los ángeles por su condición y costumbres: por su condición, porque son mortales; por sus costumbres, porque son sensuales. El Apóstol queda pendiente, por así decirlo, como intermedio entre el pueblo del cielo y el pueblo de la tierra; él corría hacia allí, y se elevaba de aquí. Sin embargo, no estaba todavía con los bienaventurados, porque habría dicho: Yo ya soy perfecto; y tampoco estaba con los terrenos, perezosos, indolentes, lánguidos, soñolientos, que piensan que no existe otra cosa sino aquello que ven y lo que pasa, y que ellos han nacido y han de morir12; puesto que si el Apóstol fuese del número de ellos, no habría dicho: Yo corro hacia el premio de mi llamada divina.

Por tanto, debemos reglamentar nuestros ayunos. No es, como he dicho, una obligación de los ángeles, y menos el cumplimiento de los que sirven a su vientre; es un término medio en el cual vivimos lejos de los infieles, codiciando estar unidos a los ángeles. Todavía no hemos llegado, pero ya estamos en camino; todavía no nos alegramos allí, pero ya suspiramos aquí. Y según esto que nos aprovecha abstenernos un poco de los pastos y del placer carnal, la carne nos inclina hacia la tierra; el alma tiende hacia arriba; la arrebata el amor, pero es retardada por la gravidez del cuerpo. De ello habla la Escritura: Porque el cuerpo, que se corrompe, apesga el alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa15. Por tanto, si la carne, inclinándose hacia la tierra, es peso del alma y lastre que dificulta su vuelo, cuanto más uno se deleite con la vida superior, tanto más aligera el lastre terreno de su vida. Y eso es lo que hacemos al ayunar.

La importancia del ayuno. No vayáis a creer que el ayuno es algo de poca importancia y superfluo. Que nadie, al hacerlo según la costumbre de la Iglesia, piense para sí y se diga, o escuche al tentador que sugiere internamente: ¿qué es lo que haces? ¿Por qué ayunas? Tú defraudas a tu alma, y no le das lo que le gusta. Tú te infliges un castigo a ti mismo, y tú mismo eres tu verdugo y sayón. ¿Es que le puede agradar a Dios que tú te atormentes? Entonces es cruel, porque se alegra de tus sufrimientos. Respóndele al tentador: Yo sufro, es verdad, para que El me perdone; yo me castigo para que El me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura. También la víctima es sacrificada para ponerla sobre el altar. Y no voy a consentir que mi carne oprima a mi alma. Responde a ese malvado consejero, esclavo del vientre, con esta comparación, y dile: Si tú cabalgases en un jumento, si te montases en un potro que cuando te lleva pudiese hacerte caer, ¿no le mermarías el pienso al fogoso corcel para caminar seguro, y así domar con el hambre al que no podrías refrenar con la brida? Mi carne es mi jumento, yo camino hacia Jerusalén, y muchas veces me lleva precipitadamente e intenta arrojarme fuera del camino, pues mi camino es Cristo; ¿no voy a reprimir con el ayuno al que va encabritado? Quien conoce esto, sabe por propia experiencia cuan útil es el ayuno. Pero ¿es que esta carne que ahora es domada, siempre lo será? Mientras en el tiempo flota a merced de las olas, mientras está agobiada por el lastre de la mortalidad, tiene sus diabluras manifiestas y peligrosas para nuestra alma. Porque la carne es todavía corruptible, y aún no ha resucitado, puesto que no será siempre así: aún no tiene el estado propio del ser celestial, porque todavía no somos iguales a los ángeles de Dios.

San Agustín, La utilidad del ayuno, Cap II y III.

La Oración Litúrgica: Puente entre lo Divino y la cotidianeidad

La liturgia es oración, y la oración es la base de la vida espiritual. La oración no es meramente repetir palabras, es otra cosa. En su obra After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy,1 Catherine Pickstock, replantea la oración litúrgica en el contexto de la filosofía contemporánea explorando cómo la liturgia y la oración revelan verdades escenciales del ser humano, de la comunidad de los creyentes y del kosmos2.

En este sentido, la oración (y en particular la oración litúrgica) no es un acto de invocación a la Θεότητα, sino una participación en la misma vida divina. Por medio de la oración, los hombres acceden a una realidad trascendencte que supera la subjetividad individual; en otros términos, se trata de un acceso que es válido de forma intersubjetiva,3 y lo que es más importante, la liturgia (oración superior) es un diálogo transformador con lo divino por medio del cual el orante se une con la comunidad y el kosmos, haciéndose real el pedido de Cristo en su oración:

ἵνα πάντες ἓν ὦσιν, καθὼς σύ, [a]πάτερ, ἐν ἐμοὶ κἀγὼ ἐν σοί, ἵνα καὶ αὐτοὶ ἐν [b]ἡμῖν ὦσιν, ἵνα ὁ κόσμος [c]πιστεύῃ ὅτι σύ με ἀπέστειλας. κἀγὼ τὴν δόξαν ἣν δέδωκάς μοι δέδωκα αὐτοῖς, ἵνα ὦσιν ἓν καθὼς ἡμεῖς [d]ἕν, ἐγὼ ἐν αὐτοῖς καὶ σὺ ἐν ἐμοί, ἵνα ὦσιν τετελειωμένοι εἰς ἕν, [e]ἵνα γινώσκῃ ὁ κόσμος ὅτι σύ με ἀπέστειλας καὶ ἠγάπησας αὐτοὺς καθὼς ἐμὲ ἠγάπησας.

(Jn 17: 21-23 SBL Greek New Testament)

[para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.]

Uno de los libros más desafiantes de Catherine Pickstock

Martin Heidegger aborda el tema de la oración cuando se introduce en el lenguaje poético, porque el mismo permite (según el filósofo alemán) habitar en el mundo de una manera auténtica. El hombre habita de forma poética el mundo, no es un giro estético, sino un estar-en-el-mundo; la poesía revela la verdad (alētheia / αλήθεια), es decir, des-vela,4 quita el velo que cubre la escencia misma, como cuando tras la muerte de Cristo “se rasgó en dos” (Mt 27:51).

La oración permite revelar lo sagrado y lo divino, por medio de ella el hombre busca una comunión con lo Trascendente por fuera de la racionalidad ordinaria.

Ahora bien ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la liturgia? Esto puede deberse a que estamos frente a una serie de rituales que son necesariamente anti-liturgicos porque no existe en ellos lo sagrado, y enl ugar de una comunicación entre ambos mundos que permita a los fieles ingresar al espacio sagrado (“sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada” -Ex 3: 5). No todo ritual es litúrgico, y no todo aquello que parece una liturgia (por más que referencie y copie una liturgia tradicional) es necesariamente “liturgia”, porque esta requiere adorar a Dios “en espíritu y verdad” (Jn 4:23-24).

En ausencia de liturgia (llamese Culto, Misa, Divina Liturgia) los fieles pueden recurrir a la oración contemplativa como un faro en medio de la noche tormentosa. Es en el silencio y la reflexión donde encontramos la verdadera comunión con lo divino. Es un recordatorio de que la presencia de lo sagrado trasciende los límites físicos y se encuentra en todos los lugares y en todos los momentos de nuestra vida.

¿De qué sirve al seglar rezar el Misal si no sabe a quién está orando? ¿De qué sirve si lo hace de manera indigna? ¿De qué sirve meditar la Biblia (que es también orar) si es que antes no nos encomendamos a Dios y solicitamos al Espíritu Santo que nos guíe y nos alumbre? Por eso, los actos de piedad son imprescindibles para que la oración sea efectiva y agradable a Dios. Es fundamental cultivar una conexión genuina con lo divino, nutrida por la devoción y la comprensión de la fe que profesamos.

Vivir cada día como si fuera un día de Semana Santa nos invita a cultivar una fe activa y vibrante, no limitada por el calendario litúrgico, sino arraigada en la realidad cotidiana, es decir el modo en el que el Ser-Ahí se encuentra de manera común y habitual en el mundo.5 Hacer de la Semana Santa nuestra cotidianeidad (Alltäglichkeit)6 es un llamado a buscar la belleza ¿Y qué es la belleza? Una emanación de la belleza divina, porque todo lo que es bello refleja a Dios, su perfección y su bondad y quien la busca, busca a Dios.7 Por lo tanto, es un llamado a buscar la Belleza (a Dios) en la simplicidad, la fuerza en la adversidad, la Gracia en a entrega. Es un compromiso diario dond encontrams el verdadero significado de nuestra Fe, y dónde la luz de la esperanza brilla más intensamente en medio de la obscuridad.


Notas

1Pickstock, Catherine, After Writing: On the Liturgical Consummation of Philosophy, Oxford, Blackwell Publisher, 1998.

2Elijo usar el término “Kosmos” (κόσμος) como lo emplea Ken Willber porque creo que es el mismo sentido en el cual lo utiliza Catherine Pickstock. En efecto, el filósofo americano toma el concepto para significar la totalidad de los niveles de realidad (materia, energía y mente, alma, espíritu), mientras que el concepto moderno se limita a lo físico y obserbable.

3Michel Meslin, Experience humaine du divin: fondements d’une anthropologie religieuse, París, Editions du Cerf, 1988.

4Heidegger, Martin, Hitos, Madrid, Alianza, 2007, p., 159-160.

5Heidegger, Martin, El ser y el tiempo, Buenos Aires, FCE, 1991, p., 77-85.

6Ibid, p., 138.

7San Agustín, Confesiones, Libro X, 27.

San Agustín: La Fe, fundamento del edificio espiritual

La Predestinación de los Santos, Cap. VII


Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. De esta manera distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; esto es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.

Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Dios no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.

Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.

Santo Tomás de Aquino: Sobre la predestinación

Hace poco me tocó leer un texto de un renombrado teólogo adventista contra la predestinación. No es algo excepcional. También tengo algunos escritos católicos romanos al respecto. Cuando estaba trabajndo en mi tesis tuve que abordar el problema. Claro, no lo hice como teólogo, sino como historiador, y por la temática de mi tesis (y su extensión) tuve que hacerlo de forma tangencial.

Mientras leía autores del siglo XVII y XVIII que trataban del tema (aún cuando la discusión estuviera “prohibida” por Roma, se escribió largo y tendido), noté cómo citaban vez tras vez a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino.

Es por ello que quisiera compartir con todos ustedes este inequivoco fragmento de la Suma Teológica, cuya verdad y lógica es incontestable.

Santo Tomás de Aquino: Sobre la Predestinación, Suma Teológica I, q 23 art 1 y 7

Artículo 1: Los hombres, ¿son o no son predestinados por Dios?

Objeciones por las que parece que los hombres no son predestinados por Dios:

1. Dice el Damasceno en el II libro: Hay que saber que Dios todo lo conoce de antemano, pero no todo lo predetermina. Pues de antemano conoce lo que hay en nosotros y no lo predetermina. Pero los méritos y deméritos humanos están en nosotros en cuanto que, por el libre albedrío, somos dueños de nuestros actos. Por lo tanto, lo que pertenece al mérito o demérito no está predestinado por Dios. Así, desaparece la predestinación de los hombres

2. Como se dijo (q.22 a.1 y 2), todas las criaturas están ordenadas a sus fines por la providencia divina. Pero de las otras criaturas no se dice que estén predestinadas por Dios. Luego tampoco hay que decirlo de los hombres.

3. Los ángeles, como los hombres, son capaces de ser felices. Pero a los ángeles, al parecer no les corresponde ser predestinados, pues en ellos nunca hubo miseria. Y Agustín dice que la predestinación es el propósito de apiadarse. Luego los hombres no son predestinados.

4. Los beneficios que Dios da a los hombres los da a conocer a los santos por el Espíritu Santo, tal como nos dice el Apóstol en 1 Cor 2,12: No recibimos el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que viene de Dios para que sepamos qué es lo que Dios nos concede. Por lo tanto, si los hombres fueran predestinados por Dios, como la predestinación es un don, la predestinación sería conocida por los predestinados. Y esto es falso.

Contra esto: está lo que se dice en Rom 8,30: A los que predestinó, a ésos llamó.

Respondo: A Dios le corresponde predestinar a los hombres. Pues, como quedó demostrado (q.22 a.2), todo está sometido a la providencia divina. Y como también se dijo (q.22 a.1), a la providencia le corresponde ordenar las cosas al fin. Y el fin al que son ordenadas las cosas por Dios es doble. Uno, que sobrepasa la capacidad y proporción de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en ver a Dios, algo que sobrepasa la naturaleza de cualquier criatura, según quedó establecido (q.12 a.4). El otro fin es proporcionado a la naturaleza creada, y que puede alcanzar con sus fuerzas la misma naturaleza creada. Y aquello a lo que no puede llegar con la capacidad de su propia naturaleza, es necesario que le sea otorgado por otro, como la flecha necesita al arquero para llegar al blanco. Por eso, y hablando con propiedad, la criatura racional, capaz de llegar a la vida eterna, llega a ella como si le fuera transmitida por Dios. El porqué de dicha transmisión preexiste en Dios, como también en El preexiste la razón del orden de todo al fin, que es la providencia, como ya dijimos (q.22 a.1). La razón que, de algo que se va a hacer, hay en la mente del que lo va a hacer, es una determinada preexistencia que de lo que se va a hacer hay en él. Por eso, la razón de la predicha transmisión de la criatura racional al fin de la vida eterna se llama predestinación; pues destinar es enviar. Queda claro que la predestinación, en cuanto a los objetivos, es una parte de la providencia.

A las objeciones:

1. El Damasceno llama predeterminación a la imposición de necesidad; como sucede en las cosas naturales, que están predeterminadas a algo fijo. Este sentido lo apoya lo que añade: Pues no quiere la malicia ni fuerza la virtud. Así, no queda anulada la predestinación.

2. Las criaturas irracionales no están capacitadas para aquel fin que sobrepasa la capacidad de la naturaleza humana. Por eso no se dice propiamente que estén predestinados. Aun cuando a veces se abusa de la palabra predestinación para hablar de cualquier otro tipo de fin.

3. A los ángeles les corresponde ser predestinados como los hombres, aunque nunca hubiera habido miseria en ellos. Pues el movimiento no se especifica por el punto de partida, sino por el de llegada. Ejemplo: No importa que algo blanco, antes de ser blanco, haya sido negro, gris o rojo. De modo parecido, para ser predestinado no importa que alguien sea predestinado a la vida eterna saliendo de un estado de miseria o no. También puede decirse que conceder un bien superior al merecido es algo que pertenece a la misericordia, como ya dijimos (q.21 a.3 ad 2; a.4). 4. Aun cuando por un privilegio especial a algunos se les revele su predestinación, sin embargo no es conveniente que se revele a todos, porque los predestinados se desesperarían, y la seguridad de ser predestinado podría parecer una negligencia.

Artículo 7: ¿Es o no es seguro el número de predestinados?

Objeciones por las que parece que no es seguro el número de predestinados:

1. No es segura una cantidad a la que se le puede añadir algo. Pero al número de predestinados se le puede añadir alguno, tal como se dice en Dt 1,11: Que el Señor Dios nuestro añada a este número muchos miles. Glosa: Esto es, el número establecido por Dios, que conoce a los suyos. Luego no es seguro el número de predestinados.

2. No se puede dar la razón de por qué Dios predetermina a los hombres para la salvación en un número más que en otro. Pero Dios no dispone nada sin razón. Luego no es seguro el número preestablecido por Dios de los que se van a salvar.

3. El obrar de Dios es más perfecto que el obrar de la naturaleza. Pero en las obras de la naturaleza es más frecuente encontrar lo bueno que lo defectuoso y lo malo. Así, pues, si Dios fuera quien determinara el número de los que se van a salvar, serían más los que se iban a salvar que los que se iban a condenar. Lo contrario se deduce de Mt 7,13s.: Ancho y espacioso es el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por él. Estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida; y son pocos los que la encuentran. Luego el número de los que se van a salvar no está predeterminado por Dios.

Contra esto: está lo que dice Agustín en el libro De Correptione et Gratia: Es seguro el número de los predestinados; nadie lo puede aumentar, nadie lo puede disminuir.

Respondo: Es seguro el número de los predestinados. Algunos sostuvieron que era seguro formalmente, pero no materialmente. Es como si dijéramos que es seguro que se salvarán cien o mil, pero no que sean éstos o aquéllos. Pero esto anula la certeza de la predestinación, de la que ya hemos hablado (a.6). En este sentido, hay que decir que el número de los predestinados es seguro tanto formal como materialmente.

Pero hay que advertir que se dice que en Dios es seguro el número de los predestinados no sólo por razón del conocimiento, es decir, porque sepa cuántos son los que se han de salvar (pues en este sentido conoce también el número de gotas de lluvia o de granos de arena del mar); sino por razón de elección y de una determinada selección. Para demostrar esto, hay que tener presente que todo agente tiende a producir algo finito, tal como consta en lo dicho anteriormente sobre lo infinito (q.7 a.4). Ahora bien, quien fija la proporción de su obra, escoge el número de lo que constituirá las partes esenciales, que, en cuanto tales, son necesarias para la perfección del conjunto. Pero no el número concreto de lo que no son partes esenciales y que sólo son necesarias en función de las esenciales. Por eso escogerá unas en la medida en que le sirvan para las otras. Ejemplo: El arquitecto determina la capacidad de una casa y el número de habitaciones que va a tener, así como las medidas de las paredes o del techo. Pero no determina el número de piedras, sino que usa las necesarias para llevar a cabo lo propuesto. Así es como hay que razonar con respecto a la relación Dios-Universo (que es obra suya). De antemano fijó cuáles serían sus dimensiones y cuál el número más indicado de sus partes esenciales, esto es, las que de algún modo son perpetuas; cuántas esferas, cuántas estrellas, cuántos elementos, cuántas especies. Con respecto a los seres individuales perecederos, éstos no están ordenados al bien del universo como partes esenciales, sino como algo secundario, es decir, en cuanto en ellos se salva el bien de la especie. Por eso, aun cuando Dios conoce el número de los seres individuales, sin embargo, el número de bueyes o de mosquitos o de otras cosas no es predeterminado por Dios; sino que, de todo, la providencia divina produce lo suficiente para la conservación de las especies.

Entre todas las criaturas, las que principalmente están ordenadas al bien del universo son las racionales, que, en cuanto tales, son incorruptibles. De entre ellas, de modo especial, las destinadas a la bienaventuranza, que son las que alcanzan el último fin de un modo más inmediato. Por lo tanto, el número de los predestinados es seguro para Dios, y no sólo como algo conocido, sino, principalmente, como algo previamente fijado.

No puede decirse lo mismo del número de los condenados, que parecen estar previamente ordenados por Dios al bien de los elegidos, para quienes todo coopera para el bien. Respecto a cuál es el número de todos los hombres predestinados, algunos dicen que se salvarán tantos cuantos ángeles cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles no cayeron. Otros, que tantos cuantos ángeles cayeron y cuantos fueron creados. Es mejor decir que sólo Dios conoce el número de los escogidos para ser colocados en la más sublime felicidad.

A las objeciones:

1. Aquel texto del Deuteronomio hay que entenderlo de los establecidos por Dios con respecto a la justicia presente. Este es el número que aumenta o disminuye, no el de los predestinados.

2. La razón de cantidad de una parte hay que tomarla en su proporción con el todo. Así, en Dios la razón de que haya tantas estrellas o tantas especies de seres, y el número de predestinados, hay que tomarla de la proporción entre las partes principales y el bien del universo.

3. El bien proporcionado al estado común de la naturaleza está en muchos. La ausencia de este bien, en pocos. Pero el bien que sobrepasa el estado común de la naturaleza está en pocos. Su ausencia, en muchos. Por eso, podemos comprobar que los hombres dotados de inteligencia suficiente para orientar su propia vida, son muchos. Los que no la tienen, y que se llaman tontos o idiotas, son pocos. Pero con respecto a ambos, poquísimos son los que llegan a tener un conocimiento profundo de las cosas. Así, pues, como la felicidad eterna, consistente en la visión de Dios, sobrepasa el estado común de la naturaleza, y de modo especial por haber sido privada de la gracia por la corrupción del pecado original, pocos son los salvados. Y en esto se contempla la inmensa misericordia de Dios, que eleva hasta aquella salvación de la que muchos se ven privados por inclinación natural.