La Afirmación de San Luis, como testimonio eclesial, no puede ser comprendida si no se parte de una ontología sacramental del todo. Se trata de una epifanía de lo que cabría denominar una polis litúrgica emergiendo del seno de una modernidad que, en su afán de autonomía, ha roto con la participatio de lo creado en el ser divino. Así, lo que se formula en 1977 no es una crítica a los excesos reformistas de ciertas provincias anglicanas; es un acto teológico-metafísico que reclama el carácter intrínsecamente participativo de la Iglesia como corpus mysticum, anterior y superior a cualquier contingencia institucional o voluntad deliberativa.
El lenguaje mismo de la Afirmación está impregnado de una cristología implícita en la que la historia es leída como sacramento del Reino y la Iglesia como icono del Logos encarnado. Se percibe en sus líneas la conciencia de que el orden eclesial no puede subsistir sin su enraizamiento en la liturgia, y que la liturgia, a su vez, no puede desligarse de la ontología del don. Frente a una teología funcionalista que mide la Iglesia según categorías de utilidad, inclusión o eficiencia, San Luis recita un credo alternativo: uno en el que la forma de la Iglesia (litúrgica, sacramental y apostólica) es una manifestatio de la forma del Verbo, que ordena el caos mediante su lógica cruciforme.
La Afirmación, por tanto, es una resistencia ontológica a la lógica del secularismo, entendido no sólo como abandono de lo religioso, sino como inversión de la jerarquía de las realidades. Donde el mundo moderno tiende a concebir lo humano como lo originario y lo divino como derivado, el texto de San Luis afirma lo contrario: el orden eclesial es recibido, no producido; la verdad es participada, no decidida; y la forma sacramental es la condición de posibilidad del sujeto cristiano, no su invención.
Cuando los firmantes proclaman que “la Iglesia está fuera del control último del hombre”, no hacen una declaración autoritaria, sino profundamente metafísica: están recordando que lo eclesial no se funda en la voluntad, sino en la anterioridad del don. Y por eso mismo, toda innovación que rompa con la estructura sacramental de la Iglesia es una forma de violencia epistémica: no se trata sólo de cambiar un rito o alterar un canon, sino de desfigurar el modo en que el mundo participa del misterio de Cristo.
La sacramentalidad, en este contexto, no es una categoría entre otras. Es la forma misma del mundo redimido. Los sacramentos, tal como se afirman en el texto, son no meros signos, sino acciones del Verbo en lo sensible. El Bautismo y la Eucaristía aparecen como los lugares de máxima intensidad ontológica, donde el sujeto se des-centra para entrar en la economía trinitaria. La Eucaristía, sobre todo, es descrita, aún de forma tácita, como la ontología performativa por excelencia: allí donde el Logos se da en carne y sangre, se crea comunidad, se reconfigura el tiempo, y se suspende la lógica de la escasez.
La reafirmación del orden apostólico, y particularmente del ministerio masculino, no es aquí una cuestión de sociología o de nostalgia patriarcal. Es una cuestión de analogía sacramental: el celebrante representa a Cristo como spouse de la Iglesia, y esa representación simbólica no es intercambiable sin pérdida ontológica. El sacramento no es neutro. En una cultura que ha perdido la capacidad de leer símbolos como portadores de ser, esta afirmación puede parecer arcaica; pero en realidad, es radicalmente moderna en el sentido etimológico: vuelve a las raíces.
En su sección moral, la Afirmación no moraliza. Se limita a recordar que el bien no es una invención subjetiva, sino una participación en la Bonum ipsum, el Bien en sí, que es Dios. La conciencia, lejos de ser un tribunal autónomo, se configura como una apertura al logos divino. Se reconoce aquí que la moral cristiana no es un código sino una forma de vida que exige una conversión ontológica, una nueva creación. Así, la defensa de la vida desde la concepción, la centralidad del matrimonio sacramental, y la afirmación de la responsabilidad individual, no son proposiciones aisladas, sino expresiones encarnadas de una antropología de la gracia.
La liturgia, como era de esperar, ocupa un lugar estructurante. No como decoración de la fe, sino como su condición de posibilidad. Que se insista en el Book of Common Prayer de 1928 y 1962 no es un gesto arqueológico, sino un acto de fidelidad estética y ontológica. La forma antigua es aquí forma plena, no por su edad, sino porque encarna una visión sacramental del cosmos. Frente a la tentación de lo contemporáneo, la Afirmación elige lo continuo. Y con ello, ofrece una crítica implícita al modernismo litúrgico: no todo lo nuevo es revelador; no todo lo relevante es redentor.
Asimismo, la visión de la Iglesia como estructura sinodal de tres órdenes (episcopales, clericales y laicales) no responde a una necesidad política, sino a una antropología trinitaria. La comunión, tal como se perfila aquí, es una imagen de la perichoresis divina: unidad sin fusión, distinción sin separación. Por eso mismo, se rechaza cualquier forma de ecumenismo que trivialice las diferencias. La unidad sólo es verdadera si es sacramental. La inclusión sólo redime si es icono del Logos.
Por último, la conciencia de estar actuando en continuidad y no en ruptura, confiere a este texto su tono litúrgico. No se funda una nueva Iglesia. Se reclama una herencia recibida, como si se tratase de levantar una iglesia medieval caída bajo los escombros del tiempo. No hay violencia ni invención, sólo restauración amorosa. En esto, San Luis es profundamente agustiniano: el pasado no es una carga, sino una promesa. La tradición, como decía de Lubac, no es repetición, sino presencia viva.
Así, la Afirmación de San Luis no debe ser leída como un texto defensivo, sino como una teología del don. En ella, lo anglicano se revela no como una opción confesional, sino como una forma católica de habitar el mundo. Una forma que cree que la belleza salva, que la liturgia transforma, y que el Verbo se hizo carne para que toda carne pudiera entrar en el Reino. Y si todavía hay quienes saben cantar el Te Deum con lágrimas en los ojos, entonces esta Afirmación no ha sido en vano.
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