En el siguiente fragmento de la obra “La utilidad del ayuno”, merece un comentario somero dada la actulidad de su contenido. En efecto, en nuestro medio somos testigos de un comportamiento pendular: o se anulan las prácticas de piedad, especialmente la que se refiere a los ayunos y abstinencias, o se las envuelve en un ritualismo y fariseísmo sorprendente. Ambas posturas demuestran la crasa ignorancia que impera entre los que se llama a sí mismos “tradicionalistas” o “conservadores”. También nos lleva a preguntarnos “¿Qué conservan? ¿Qué pretenden conservar?” Peor más aún “¿Qué quieren conservar o transmitir si no conocen siquiera la base de la fe?”
Hace poco tiempo tuve un distanciamento muy doloroso de un amigo, naturalmente lo tengo en mis oraciones y no le guardo rencor. Pero en su rabieta y sus insultos noté que no comprendía el fundamento de la fe: la Sagrada Escritura, conservada en la Iglesia y para la Iglesia. Cuando alguien que se dice cristiano desconoce la Escritura y pone al mismo nivel de ella escritos apócrifos o extraños a la doctrina, por más que se aferre a prácticas antiguas y venerables, es como el hombre que construyó su casa sobre la arena “y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt 7: 27).
Pienso que grandes teólogos como Kallistos Ware enfatizaron que las Sagradas Escrituras contenían aquello que era necesario para la salvación; por su parte, la Iglesia Anglicana afirma en el primer punto del Chicago–Lambeth Quadrilateral de 1888 lo siguiente:
The Holy Scriptures of the Old and New Testaments, as “containing all things necessary to salvation,” and as being the rule and ultimate standard of faith.
Invito a todos a volver la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia, a contemplar en la sabiduría de los últimos como se sostiene sobre la Palabra de Dios, verdadera fuente de sabiduría, y por ello comparto con ustedes el siguiente fragmento del Doctor de Hipona:
Los hombres que ayunan ocupan un lugar intermedio entre los carnales y los ángeles. Hermanos, hay un alimento que repara la debilidad de la carne, y también hay un alimento celestial que satisface la piedad del alma. El alimento terreno tiene su vida propia, y también el celestial tiene la suya. El uno sostiene la vida de los hombres, el otro la de los ángeles. Los hombres de fe, separados cordialmente de la turba de los infieles, y levantados hacia Dios, a quienes se dice: ¡Arriba el corazón!, portadores de otra esperanza9, y conscientes de que son peregrinos en este mundo10, ocupan un lugar intermedio: no hay que compararlos ni con los que no piensan en otro bien que en gozar de las delicias terrenas11, ni todavía con los habitantes superiores del cielo, cuyas delicias son el Pan mismo, que ha sido su Creador. Los primeros, como hombres inclinados a la tierra, que sólo reclaman a la carne el pasto y la alegría, se parecen a las bestias, muy distantes de los ángeles por su condición y costumbres: por su condición, porque son mortales; por sus costumbres, porque son sensuales. El Apóstol queda pendiente, por así decirlo, como intermedio entre el pueblo del cielo y el pueblo de la tierra; él corría hacia allí, y se elevaba de aquí. Sin embargo, no estaba todavía con los bienaventurados, porque habría dicho: Yo ya soy perfecto; y tampoco estaba con los terrenos, perezosos, indolentes, lánguidos, soñolientos, que piensan que no existe otra cosa sino aquello que ven y lo que pasa, y que ellos han nacido y han de morir12; puesto que si el Apóstol fuese del número de ellos, no habría dicho: Yo corro hacia el premio de mi llamada divina.
Por tanto, debemos reglamentar nuestros ayunos. No es, como he dicho, una obligación de los ángeles, y menos el cumplimiento de los que sirven a su vientre; es un término medio en el cual vivimos lejos de los infieles, codiciando estar unidos a los ángeles. Todavía no hemos llegado, pero ya estamos en camino; todavía no nos alegramos allí, pero ya suspiramos aquí. Y según esto que nos aprovecha abstenernos un poco de los pastos y del placer carnal, la carne nos inclina hacia la tierra; el alma tiende hacia arriba; la arrebata el amor, pero es retardada por la gravidez del cuerpo. De ello habla la Escritura: Porque el cuerpo, que se corrompe, apesga el alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa15. Por tanto, si la carne, inclinándose hacia la tierra, es peso del alma y lastre que dificulta su vuelo, cuanto más uno se deleite con la vida superior, tanto más aligera el lastre terreno de su vida. Y eso es lo que hacemos al ayunar.
La importancia del ayuno. No vayáis a creer que el ayuno es algo de poca importancia y superfluo. Que nadie, al hacerlo según la costumbre de la Iglesia, piense para sí y se diga, o escuche al tentador que sugiere internamente: ¿qué es lo que haces? ¿Por qué ayunas? Tú defraudas a tu alma, y no le das lo que le gusta. Tú te infliges un castigo a ti mismo, y tú mismo eres tu verdugo y sayón. ¿Es que le puede agradar a Dios que tú te atormentes? Entonces es cruel, porque se alegra de tus sufrimientos. Respóndele al tentador: Yo sufro, es verdad, para que El me perdone; yo me castigo para que El me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura. También la víctima es sacrificada para ponerla sobre el altar. Y no voy a consentir que mi carne oprima a mi alma. Responde a ese malvado consejero, esclavo del vientre, con esta comparación, y dile: Si tú cabalgases en un jumento, si te montases en un potro que cuando te lleva pudiese hacerte caer, ¿no le mermarías el pienso al fogoso corcel para caminar seguro, y así domar con el hambre al que no podrías refrenar con la brida? Mi carne es mi jumento, yo camino hacia Jerusalén, y muchas veces me lleva precipitadamente e intenta arrojarme fuera del camino, pues mi camino es Cristo; ¿no voy a reprimir con el ayuno al que va encabritado? Quien conoce esto, sabe por propia experiencia cuan útil es el ayuno. Pero ¿es que esta carne que ahora es domada, siempre lo será? Mientras en el tiempo flota a merced de las olas, mientras está agobiada por el lastre de la mortalidad, tiene sus diabluras manifiestas y peligrosas para nuestra alma. Porque la carne es todavía corruptible, y aún no ha resucitado, puesto que no será siempre así: aún no tiene el estado propio del ser celestial, porque todavía no somos iguales a los ángeles de Dios.
San Agustín, La utilidad del ayuno, Cap II y III.