Predestinación y liturgia: el sentido oculto de la fórmula “pro multis” en la Misa

Los defensores del usus antiquior (la misa en latín según las rúbricas de Juan XXIII) han estado realizando una campaña desde hace mucho tiempo para que en el novus ordo (el misal de Pablo VI) se utilicen las palabras de Cristo en las que se dice que su sangre iba a ser derramada “por muchos” y no “por todos”. Esta alteración no es menor. Existen razones históricas y teológicas que se esgrimen como argumento. Es cierto que no existen registros litúrgicos históricos en los que la expresión pro multis signifique “por todos” en ningún ritual antiguo; también está el problema de que la fórmula que se introdujo en la década de 1960, al ser novedosa y anticanónica, podría invalidar el rito en sí mismo.

El 17 de octubre de 2006, Joseph Ratzinger, ya como Benedicto XVI, promulgó un decreto por el cual la expresión pro multis debía traducirse en las versiones vernáculas de la nueva misa como “por muchos” y no “por todos”, como se venía haciendo y aún se realiza en una gran cantidad de parroquias de todo el mundo.

Sin embargo, ¿se entiende el sentido de las palabras de Cristo? ¿Por qué la liturgia insiste en que la sangre del Salvador se derrama “por muchos” y no “por todos”? Nuevamente, ¿cuál es el sentido de estas palabras?

Los universalistas sostienen que Cristo murió absolutamente por todos los hombres, es decir, por aquellos que efectivamente se salvarán y por aquellos que se condenan. Según estos, Cristo derramó su sangre por y para todos. El universalismo, como demostró en su momento Ilaria Ramelli, no es una novedad ni propia del modernismo, sino una corriente teológica antigua con una fuerte base escriturística y patrística. No obstante, el movimiento modernista tomó elementos del universalismo como uno de los pilares, toda vez que este sostiene que la fe, subjetiva, puede canalizarse a través de diferentes experiencias religiosas, unas más perfectas que otras (el catolicismo sería, según lo que Ratzinger admitió en varias oportunidades, la más perfecta de estas experiencias). Como la liturgia es una expresión de la fe, entonces la nueva misa del Concilio Vaticano II (de innegable impronta ecuménica) debe hacer explícito que Cristo ha muerto por todos, es decir, por los fieles y también por los infieles.

Según la teología tradicional no todos los hombres se salvarán. Dios actúa de manera directa y rescata a algunos y los lleva con él. ¿Quiénes son estos? En los Hechos de los Apóstoles (20: 28) leemos:

“Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”

Se deduce entonces que Cristo ha muerto por su Iglesia, la cual está compuesta única y exclusivamente por los fieles, es decir, aquellos que fueron regenerados por el agua y el espíritu y se mantienen fieles a la doctrina del Salvador. Bajo esta interpretación, Cristo, que es el buen pastor (Juan 10: 11-16) dice conocer a sus ovejas y que estas le conocen a él. Esto significa que hay otras ovejas que no son de él, que no son de su rebaño, que son extrañas y que ni él las desconoce como propias, y tampoco esas ovejas le re-conocen a él como su pastor. En el mismo pasaje tenemos un elemento más: Jesús dice que él “su vida da por las ovejas”, por las suyas, las de su rebaño.

Esto entonces da sentido a las palabras de Cristo en la última cena y que se repiten en rito de consagración de que su Sangre “será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”. Su sangre se derrama entonces por muchos, que son su Iglesia, su pueblo. He ahí el significado del nombre Jesús (Mt 1: 21).

La frase “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2: 4) tiene entonces un sentido litúrgico que debe ser interpretado a la luz de la Sagrada Escritura y el Gran Doctor San Agustín de Hipona.

La noción agustiniana de predestinación, encapsulada en la intersección entre la omnipotencia divina y la contingencia humana, emerge como una construcción teológica impregnada de paradojas y contradicciones que desafían las categorías normativas del pensamiento contemporáneo, pero que cobran sentido en el drama litúrgico. No es un mero mecanismo de selección, sino como una manifestación de la estructura ontológica de la gracia divina, que desdibuja las fronteras entre el determinismo y el libre albedrío.

San Agustín, al enfrentar el dilema de la salvación universal en el contexto del misterio eterno de la elección divina, despliega una retórica que subyace a la idea de que la voluntad de Dios no se pliega a las normativas racionales de la existencia. La voluntad divina, en su perfección trascendental, desea la salvación de toda la humanidad en una forma abstracta y universal, pero esta voluntad se descompone en una realidad efectiva que se manifiesta en la concreción de la predestinación. En otras palabras, la universalidad de la salvación se desintegra en la particularidad de la elección divina siendo la consagración una confirmación de ello: pro multis, εἰς πολλούς.

La predestinación entonces está desplegada en la liturgia, convirtiéndose en un paradigma en el que la gracia, en su forma inmanente, se distribuye de manera que subyuga la agencia humana al enigma de la voluntad divina. La predestinación no se percibe como un simple acto de selección entre opciones preexistentes, sino como una determinación ontológica que configura la realidad de la salvación y la condena. La elección divina es un acto de soberanía que trasciende los límites de la racionalidad humana y que redefine la noción de justicia en términos de una gracia que opera fuera del alcance de las métricas humanas de mérito y de elección libre.

La alteración de la fórmula consacratoria es, entonces, no sólo una violación a la fórmula tradicional, sino una inversión teológica explícita, una re-formulación dogmática, una herejía explícita.

Semilla de fe, el martirio como esperanza y comunión divina

El concepto de martirio encapsula tanto el sacrificio supremo como la manifestación más pura de la fe. El orígen del término lo encontramos en el griego antiguo y proviene de la palabra μάρτυς cuyo significado es “testigo”. Así, en su sentido más primigenio, el mártir era aqul que testificaba ante los demás sobre la fe y estaba dispuesto a dar su vida en ese testimonio.

Cuanod volvemos nuestra mirada a los primeros autores cristianos, el martirio es el tema central en la reflexión teológica. Para los Apologetas y los Padres el martirio no era un acto de resistencia frente a la persecusión (como pretende la teología contextual), sino una aafirmación heroica de la verdad divina, que transformaba al mártir en un testigo viviente (en a eternidad) del Evangelio.

Uno de los primeros padres apostólicos, San Ignacio de Antioquía, utilizó la imagen del martirio en sus cartas como un símbolo de unidad y fidelidad a Cristo. En su Carta a los romanos expresó:

Escribo a todas las iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios, a menos que vosotros me lo estorbéis. Os exhorto, pues, que no uséis de una bondad fuera de sazón. Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro [de Cristo]. Antes atraed a las fieras, para que puedan ser mi sepulcro, y que no deje parte alguna de mi cuerpo detrás, y así, cuando pase a dormir, no seré una carga para nadie. Entonces seré verdaderamente un discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no pueda ver mi cuerpo. Rogad al Señor por mí, para que por medio de estos instrumentos pueda ser hallado un sacrificio para Dios. No os mando nada, cosa que hicieron Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo soy un reo; ellos eran libres, pero yo soy un esclavo en este mismo momento. Con todo, cuando sufra, entonces seré un hombre libre de Jesucristo, y seré levantado libre en Él. Ahora estoy aprendiendo en mis cadenas a descartar toda clase de deseo.1

El martirio, entonces permite como ninguna otra cosa alcanzar la plena comunión con Cristo, la plenam communionem cum Christo, y por lo tanto, una forma eficiente de llegar a la θέωσις (Theōsis), como fue el caso de San Esteban Protomártir:

Como oyesen esto, se enfurecieron en sus corazones y crujían los dientes contra él. Mas, lleno del Espíritu Santo y clavando los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y exclamó “He aquí que veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está de pie a la diestra de Dios. (Hech 7: 54-56).

Releamos el versículo 55: ἀτενίσας εἰς τὸν οὐρανὸν εἶδεν δόξαν θεοῦ καὶ Ἰησοῦν ἑστῶτα ἐκ δεξιῶν τοῦ θεοῦ. Sólo fue después del testimonio que dio Esteban que, estando consumada la perfidia de sus asesinos, contempló la δόξαν θεοῦ (la Gloria de Dios). El martirio, entonces, no sólo asegura la salvación, sino que fortalece a toda la comunidad cristiana.

También Tertuliano, en su Apologeticum desarrolla la teología primitiva del martirio, en ella podemos leer lo siguiente:

Verdaderamente deseamos padecer; pero con aquel deseo que ama la guerra el soldado. Llanamente ninguno padece gustoso, que el temor es necesario, y el miedo en los pe” ligros forzoso; pero el mismo que se querella de la guerra pelea en la ocasión de la batalla con toda la fuerza de su valor, y cuando vence se goza el mismo que se querellaba, porque en la victoria alcanza honor, gana despojos. Batalla es para nosotros cuando somos provocados á la palestra de los tribunales para combatir con peligro de la vida en defensa de la verdad. Victoria es alcanzar aquello por que se pelea. Esta victoria tiene por gloria agradar á Dios, por despojos vida eterna. Si nos prenden, si en el tribunal somos convencidos de nuestra fe, conseguimos lo que queremos; luego vencemos cuando morimos; luego escapamos cuando nos prenden, y triunfamos cuando padecemos.2

Como bien explica el gran Tertuliano, el fin del mártir no es el sufrimiento, sino la gloria espiritual y el testimonio de su fe, es el medio para alcanzar la victoria espiritual y la comunión con Dios. . Cada golpe de látigo, cada atadura y cada llama, lejos de sofocar el fervor de los fieles, lo enciende como un fuego que crepita y danza con una pasión ardiente. Tertuliano describe la sangre derramada por los mártires no como un trágico desperdicio, sino como un elixir divino que, al ser derramado sobre la tierra, la fertiliza con una semilla inextinguible de esperanza y fe.

Al final del tratado Tertuliano lapida: Plures efficimur, quotiens metimur a vobis: semen est sanguis Christianorum, la sangre de los cristianos es semilla. En esta potente afirmación, Tertuliano transforma la brutal realidad de la persecución en una metáfora de esperanza y resurrección. Como un agricultor que, al cortar el trigo, asegura la próxima cosecha, los perseguidores, sin saberlo, preparan el terreno para un florecimiento espiritual. La imagen de la sangre como semilla evoca un ciclo perpetuo de vida emergiendo de la muerte, un proceso en el cual el sacrificio de los mártires se convierte en el nutriente esencial para el crecimiento continuo del cristianismo. En su pluma, la persecución se transforma de una herramienta de destrucción a un acto de creación, donde el sufrimiento es un acto generativo que da origen a una nueva vida en Cristo. Cada gota de sangre derramada se convierte en un acto de amor que fertiliza el campo espiritual del mundo, garantizando que, a pesar de los intentos de los perseguidores, la luz de la fe cristiana nunca se extinga, sino que brille con una intensidad renovada en cada generación sucesiva.


1San Ignacio de Antioquía, Epístola a los Romanos, IV.

2Tertuliano, Apologeticum, L.

Los hombres que Cristo llamó eran hombres comunes

Desde hace un tiempo vengo estudiando la vida de los Santos Apóstoles, por supuesto, a la luz de la Sagrada Escritura y ayudado por los intérpretes más autorizados: los Padres de la Iglesia.

Me sorprende todo lo que podemos aprender de estos hombres de Dios por medio de unos pocos versículos: su carácter, su historia, sus orígenes, sus miedos y sus debilidades conjugados con sus virtudes. Pero si algo se destaca es que eran hombres comunes y corrientes, muchas veces, arquetipos de los cristianos de hoy. Eran hombres llenos de defectos y de virtudes, pero que fueron llamados por Cristo para el ministerio no por sus virtudes, sino a pesar de sus defectos. En una entrada publicada en este blog tuve la oportunidad de desarrollar algunas de estas ideas a partir del Sermón 286 de San Agustín, quien se centra en la figura de San Pedro.

En el interesante sitio “Logos Ortodoxo”, encontré el siguiente texto que quiero transcribir y dónde el autor coloca a los Apóstoles como ejemplo del verdadero voluntariado:

Antes de iniciar sus misiones los santos Apóstoles recibieron del Señor instrucciones claras. Él entre otras cosas, les dijo: “Gratis habéis recibido y gratis daréis”. La jaris (energía increada y don) que os he dado para enseñar y hacer milagros, lo recibís gratis, por lo tanto vosotros también daréis gratis.

Y los Discípulos siguieron fielmente el mandamiento del Maestro divino. ¡Predicaban, hacían milagros, resucitaban muertos, expulsaban demonios y sanaban enfermos, pero nunca recibían dinero! El trabajo de ellos era tedioso, pero en ningún caso querían recompensa de los hombres por sus esfuerzos.

Los milagros que hacían eran impresionantes, pero nunca los aprovecharon para ganar algo para sí mismos. Este desinterés, abnegación y sacrificio de ellos impresionaba más que sus propios milagros.

Hoy el mundo habla de voluntariado y busca maneras para derrumbar los castillos del individualismo y enseñar el ofrecimiento voluntarioso. Sin embargo para la Iglesia esta forma de servir hacia el semejante no es algo nuevo. El que percibe que los carismas que tiene son regalos de Dios, siente la necesidad de compartirlos con sus hermanos. Este ofrecimiento agapítico hacia el prójimo es el camino que marcaron los santos Apóstoles y sus dignos sucesores. El camino de la agapi sacrificante que estamos llamados todos a seguir. Amín.

Domingo de los Santos Apóstoles. Logos Ortodoxo.

Hoy volví a leer el sermón del gran Obispo de Hipona y me pregunto cuántas veces nosotros debemos morir, pero realmente morir en nosotros mismos para poder ser resucitados en Cristo. En vano proclamamos valentía o gallardía, en vano nos ufanamos en muestras de heroicidad y espíritu marcial si es que antes no estamos dispuestos a velar y orar en el Getsemaní, porque en la hora más angustiante de Jesucristo él no requirió que nadie sacara la espada, sino que se quedan con él, porque estaba angustiado. Los apóstoles tardaron mucho en aprender la lección.

Cristo mostró en Getsemaní su humanidad, su fragilidad. Pero fue Pedro no por ser un bravucón, ni tampoco por ser un imprudente, sino porque lloró amargamente y allí se convirtió, como dice San Agustín:

Al negarlo pereció y al llorar resucitó. Como convenía, murió antes el Señor por él, y luego, como lo exigía el justo orden, murió Pedro por el Señor. Luego le siguieron los mártires. Se inauguró un camino lleno de espinas, pero que, al ser pisoteado por los pies de los apóstoles, se hizo más suave para los que les siguiesen.

Oremos al Señor para que en lugar de mostrarnos como payasos disfrazados de soldados, tengamos la gracia de dar testimonio siguiendo los pies de los Apóstoles que cumplieron el mandato del señor “Venid en pos de mi” (Mt 4:19).

San Agustín: Sobre los obispos

En estos tiempos en los que tantos desean el episcopado en los grupos tradicionalista, en los que tantos católicos independientes, tantos “anglicanos independientes” salen a la caza de algún mitrado que les imponga las manos y así proliferan “pequeñas iglesias” , les recordamos estas palabras del gran Doctor de la Iglesia: San Agustín de Hipona.
Sermón 340 A, 1-9
El que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues, según leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor. Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los Apóstoles: quien no se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos. En la persona del niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma de pensar. Y añadió: pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el juicio (1 Cor 14, 20) (…). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño, les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26) (…).
Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos siervos vuestros por Jesús (2 Cor 4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también libres; dice a los que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). ¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por Aquél que, si no me libera, permaneceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había exhortado (…).
¿Qué significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (…).
Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera—malos; si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (…).
Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar, siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección, no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertirselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.
Ahora os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro (2 Tim 2, 20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. Él mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así, pues, os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a El, pero bajo sus órdenes; para que Él llegue hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro servicio.

La Sagrada Escritura como base para nuestra fe y disciplina. Reflexiones sobre un texto de San Agustín

En el siguiente fragmento de la obra “La utilidad del ayuno”, merece un comentario somero dada la actulidad de su contenido. En efecto, en nuestro medio somos testigos de un comportamiento pendular: o se anulan las prácticas de piedad, especialmente la que se refiere a los ayunos y abstinencias, o se las envuelve en un ritualismo y fariseísmo sorprendente. Ambas posturas demuestran la crasa ignorancia que impera entre los que se llama a sí mismos “tradicionalistas” o “conservadores”. También nos lleva a preguntarnos “¿Qué conservan? ¿Qué pretenden conservar?” Peor más aún “¿Qué quieren conservar o transmitir si no conocen siquiera la base de la fe?”

Hace poco tiempo tuve un distanciamento muy doloroso de un amigo, naturalmente lo tengo en mis oraciones y no le guardo rencor. Pero en su rabieta y sus insultos noté que no comprendía el fundamento de la fe: la Sagrada Escritura, conservada en la Iglesia y para la Iglesia. Cuando alguien que se dice cristiano desconoce la Escritura y pone al mismo nivel de ella escritos apócrifos o extraños a la doctrina, por más que se aferre a prácticas antiguas y venerables, es como el hombre que construyó su casa sobre la arena “y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt 7: 27).

Pienso que grandes teólogos como Kallistos Ware enfatizaron que las Sagradas Escrituras contenían aquello que era necesario para la salvación; por su parte, la Iglesia Anglicana afirma en el primer punto del Chicago–Lambeth Quadrilateral de 1888 lo siguiente:

The Holy Scriptures of the Old and New Testaments, as “containing all things necessary to salvation,” and as being the rule and ultimate standard of faith.

Invito a todos a volver la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia, a contemplar en la sabiduría de los últimos como se sostiene sobre la Palabra de Dios, verdadera fuente de sabiduría, y por ello comparto con ustedes el siguiente fragmento del Doctor de Hipona:

Los hombres que ayunan ocupan un lugar intermedio entre los carnales y los ángeles. Hermanos, hay un alimento que repara la debilidad de la carne, y también hay un alimento celestial que satisface la piedad del alma. El alimento terreno tiene su vida propia, y también el celestial tiene la suya. El uno sostiene la vida de los hombres, el otro la de los ángeles. Los hombres de fe, separados cordialmente de la turba de los infieles, y levantados hacia Dios, a quienes se dice: ¡Arriba el corazón!, portadores de otra esperanza9, y conscientes de que son peregrinos en este mundo10, ocupan un lugar intermedio: no hay que compararlos ni con los que no piensan en otro bien que en gozar de las delicias terrenas11, ni todavía con los habitantes superiores del cielo, cuyas delicias son el Pan mismo, que ha sido su Creador. Los primeros, como hombres inclinados a la tierra, que sólo reclaman a la carne el pasto y la alegría, se parecen a las bestias, muy distantes de los ángeles por su condición y costumbres: por su condición, porque son mortales; por sus costumbres, porque son sensuales. El Apóstol queda pendiente, por así decirlo, como intermedio entre el pueblo del cielo y el pueblo de la tierra; él corría hacia allí, y se elevaba de aquí. Sin embargo, no estaba todavía con los bienaventurados, porque habría dicho: Yo ya soy perfecto; y tampoco estaba con los terrenos, perezosos, indolentes, lánguidos, soñolientos, que piensan que no existe otra cosa sino aquello que ven y lo que pasa, y que ellos han nacido y han de morir12; puesto que si el Apóstol fuese del número de ellos, no habría dicho: Yo corro hacia el premio de mi llamada divina.

Por tanto, debemos reglamentar nuestros ayunos. No es, como he dicho, una obligación de los ángeles, y menos el cumplimiento de los que sirven a su vientre; es un término medio en el cual vivimos lejos de los infieles, codiciando estar unidos a los ángeles. Todavía no hemos llegado, pero ya estamos en camino; todavía no nos alegramos allí, pero ya suspiramos aquí. Y según esto que nos aprovecha abstenernos un poco de los pastos y del placer carnal, la carne nos inclina hacia la tierra; el alma tiende hacia arriba; la arrebata el amor, pero es retardada por la gravidez del cuerpo. De ello habla la Escritura: Porque el cuerpo, que se corrompe, apesga el alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa15. Por tanto, si la carne, inclinándose hacia la tierra, es peso del alma y lastre que dificulta su vuelo, cuanto más uno se deleite con la vida superior, tanto más aligera el lastre terreno de su vida. Y eso es lo que hacemos al ayunar.

La importancia del ayuno. No vayáis a creer que el ayuno es algo de poca importancia y superfluo. Que nadie, al hacerlo según la costumbre de la Iglesia, piense para sí y se diga, o escuche al tentador que sugiere internamente: ¿qué es lo que haces? ¿Por qué ayunas? Tú defraudas a tu alma, y no le das lo que le gusta. Tú te infliges un castigo a ti mismo, y tú mismo eres tu verdugo y sayón. ¿Es que le puede agradar a Dios que tú te atormentes? Entonces es cruel, porque se alegra de tus sufrimientos. Respóndele al tentador: Yo sufro, es verdad, para que El me perdone; yo me castigo para que El me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura. También la víctima es sacrificada para ponerla sobre el altar. Y no voy a consentir que mi carne oprima a mi alma. Responde a ese malvado consejero, esclavo del vientre, con esta comparación, y dile: Si tú cabalgases en un jumento, si te montases en un potro que cuando te lleva pudiese hacerte caer, ¿no le mermarías el pienso al fogoso corcel para caminar seguro, y así domar con el hambre al que no podrías refrenar con la brida? Mi carne es mi jumento, yo camino hacia Jerusalén, y muchas veces me lleva precipitadamente e intenta arrojarme fuera del camino, pues mi camino es Cristo; ¿no voy a reprimir con el ayuno al que va encabritado? Quien conoce esto, sabe por propia experiencia cuan útil es el ayuno. Pero ¿es que esta carne que ahora es domada, siempre lo será? Mientras en el tiempo flota a merced de las olas, mientras está agobiada por el lastre de la mortalidad, tiene sus diabluras manifiestas y peligrosas para nuestra alma. Porque la carne es todavía corruptible, y aún no ha resucitado, puesto que no será siempre así: aún no tiene el estado propio del ser celestial, porque todavía no somos iguales a los ángeles de Dios.

San Agustín, La utilidad del ayuno, Cap II y III.

San Agustín: La Fe, fundamento del edificio espiritual

La Predestinación de los Santos, Cap. VII


Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron, pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. De esta manera distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; esto es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.

Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere». Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Dios no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.

Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.

San Isaac el Sirio: Una guía para la vida cristiana

Déjate perseguir, pero no persigas a los demás.

Sé crucificado, pero no crucifiques a otros.

Déjate calumniar, pero no calumnies a los demás.

Alegraos con los que se alegran, y llorad con los que lloran:
tal es el signo de la pureza.

Sufre con los enfermos.

Ser afligido por los pecadores.

Alégrate con los que se arrepienten.

Sed amigos de todos, pero permaneced solos en vuestro espíritu.

Sed partícipes de los sufrimientos de todos,
pero mantened vuestro cuerpo alejado de todos.

A nadie reprendas, a nadie insultes,
ni siquiera a los que viven muy malvadamente.

Extiende tu manto sobre los que caen en pecado,
todos y cada uno, y protégelos.

Y si no puedes asumir la culpa
y aceptar el castigo en su lugar,
no destruyas su carácter.

San Isaac el Sirio: Dios no es Aquel que paga el mal, sino que es Aquel que corrige el mal

Homilías Ascéticas 48:

“Por mi parte digo que los que son atormentados en la Gehena son atormentados por la invasión del amor. ¿Qué hay más amargo y violento que los dolores del amor? Quienes sienten que han pecado contra el amor llevan en sí mismos una condenación mucho más pesada. que los castigos más temibles. El sufrimiento con el que pecar contra el amor aflige al corazón se siente más intensamente que cualquier otro tormento. Es absurdo suponer que los pecadores en el Gehena sean privados del amor de Dios.”

“El amor se ofrece imparcialmente. Pero por su mismo poder actúa de dos maneras. Atormenta a los pecadores, como sucede aquí en la tierra cuando nos atormenta la presencia de un amigo al que hemos sido infieles. Y da alegría a aquellos que han sido fieles.”

“Ese es el tormento de la Gehena en mi opinión: el remordimiento. Pero el amor embriaga las almas de los hijos e hijas del cielo con su deleite.”

“Ésta es la finalidad del Amor. El castigo del Amor es para corrección, pero no para retribución… Pero el hombre que considera a Dios vengador, presumiendo que da testimonio de su justicia, le acusa de estar privado de bondad. ¡Lejos de ello, la venganza podría alguna vez encontrarse en esa Fuente de amor y Océano rebosante de bondad! El objetivo de Su designio es la corrección de los hombres.

Gregorio de Palamas: Dios envía desde lo alto su abundante ayuda a todos

El martirio de San Esteban

San Gregorio de Palamas nos enseña la importancia del martirio como virtud suprema, estando en esto plenamente de acuerdo con San Agustín, pero además, señaló la posibilidad de alcanzar el estado de perfección. Meditemos esta enseñanza:

“Considere el significado de estas palabras proféticas y trate de entenderlas. El salmo dice que Dios da fuerza y ​​poder a todo su pueblo, porque en Dios no hay acepción de personas; sin embargo, es sólo en sus santos que nos llena de asombro. Porque así como el sol derrama abundantemente desde lo alto sus rayos sobre todos por igual, pero sólo los que tienen ojos pueden verlos, y sólo si sus ojos están abiertos, así también Dios envía desde lo alto su abundante ayuda a todos, ya que él es la fuente de salvación y de luz, siempre rebosante de misericordia y bondad. Sin embargo, no es cualquiera quien puede beneficiarse tanto de su gracia y poder como para practicar y llegar a ser perfecto en la virtud, o incluso realizar milagros, sino solo aquellos de buena disposición, que muestran su fe en Dios y su amor por él con sus acciones, que se apartan completamente del mal.

Cristo no sólo extiende su mano invisible desde el cielo a los que luchan, sino que también nos alienta de manera perceptible a través de las palabras del evangelio: A todo el que me reconozca delante de la gente, yo también lo reconoceré delante de mi Padre en cielo. La Iglesia de Cristo honra incluso después de su muerte a aquellos que han vivido una vida verdaderamente piadosa. Todos los días del año se conmemora a los santos que partieron de aquí ese día, dejando esta vida mortal. Nos presenta la vida de cada uno de ellos para nuestro beneficio, y también nos muestra cómo murió cada uno, si durmieron en paz o terminaron sus vidas en el martirio. En este día, sin embargo, la Iglesia los reúne a todos y entona un himno común en su honor.

Mis hermanos y hermanas, honremos también nosotros a los santos de Dios. ¿Cómo los honraremos? Imitándolos, purificándonos de toda mancha de cuerpo y de espíritu y dejando de pecar hasta que, por esta abstinencia, seamos llevados a una santidad como la de ellos. Al menos en estos días festivos, ofrezcamos a Dios cuerpos y almas que sean aceptables para él, para que también nosotros, por las oraciones de los santos, obtengamos una participación en su gloria y bienaventuranza eterna. Que todos lleguemos a esto por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien con su Padre eterno y el Espíritu santísimo, bueno y vivificante, es la gloria ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.”