Cuando le preguntamos a un niño que asiste todos los sábados a catecismo en la parroquia del barrio que es la Misa nos responderá que es una fiesta donde nos reunimos a cantar, escuchar la palabra de Dios y a estar “juntos como hermanos”. Si le formulamos la misma pregunta a un catequista encontraremos la fuente, y la referencia no está muy lejos del presbiterio o la cátedra episcopal. Esto es modernismo puro, una desfiguración del concepto de liturgia y su remplazo por una fiesta, más o menos seria.
Me ha tocado observar que entre varios grupos conservadores y tradicionalistas una tendencia creciente hacia una hermenéutica similar. No es menester ni los payasos ni las guitarras que abundan en la Parroquia del barrio, bastan ciertos detalles que por un lado nos hacen olvidar la naturaleza sacrificial de la liturgia y por el otro impregnan el ambiente con un aroma primaveral, por decirlo de alguna manera. Un ejemplo son los adornos excesivos en los altares, especialmente las flores. En algunas hay tantas que ni siquiera se siente el incienso, en otras uno no puede ni imaginarse como el presbítero puede desarrollar el λειτουργικό δράμα (drama litúrgico).
Uno se pregunta sinceramente que es lo que se espera trasmitir ¿Piedad? Con tantas flores más parece una mesa con adornos que un altar. Por eso creo que sería interesante avanzar hacia la simplificación máxima posible. En ausencia de Retablo bastará con una Cruz y los cirios. El ministro debería recordar no sólo con las acciones, sino sobre todo con la διδασκαλία que no se está ni en una fiesta, ni una cena, ni una recepción. Los fieles son testigos de la θεοφάνεια, por lo que literalmente Ο Θεός με εμάς (Dios [está] con nosotros).
Quizás Ο Θεός δεν είναι μαζί μας porque en las iglesias de hoy ha desaparecido todo rastro de sacralidad, volviéndolas galpones o anfiteatros más o menos cómodos.
Los defensores del usus antiquior (la misa en latín según las rúbricas de Juan XXIII) han estado realizando una campaña desde hace mucho tiempo para que en el novus ordo (el misal de Pablo VI) se utilicen las palabras de Cristo en las que se dice que su sangre iba a ser derramada “por muchos” y no “por todos”. Esta alteración no es menor. Existen razones históricas y teológicas que se esgrimen como argumento. Es cierto que no existen registros litúrgicos históricos en los que la expresión pro multis signifique “por todos” en ningún ritual antiguo; también está el problema de que la fórmula que se introdujo en la década de 1960, al ser novedosa y anticanónica, podría invalidar el rito en sí mismo.
El 17 de octubre de 2006, Joseph Ratzinger, ya como Benedicto XVI, promulgó un decreto por el cual la expresión pro multis debía traducirse en las versiones vernáculas de la nueva misa como “por muchos” y no “por todos”, como se venía haciendo y aún se realiza en una gran cantidad de parroquias de todo el mundo.
Sin embargo, ¿se entiende el sentido de las palabras de Cristo? ¿Por qué la liturgia insiste en que la sangre del Salvador se derrama “por muchos” y no “por todos”? Nuevamente, ¿cuál es el sentido de estas palabras?
Los universalistas sostienen que Cristo murió absolutamente por todos los hombres, es decir, por aquellos que efectivamente se salvarán y por aquellos que se condenan. Según estos, Cristo derramó su sangre por y para todos. El universalismo, como demostró en su momento Ilaria Ramelli, no es una novedad ni propia del modernismo, sino una corriente teológica antigua con una fuerte base escriturística y patrística. No obstante, el movimiento modernista tomó elementos del universalismo como uno de los pilares, toda vez que este sostiene que la fe, subjetiva, puede canalizarse a través de diferentes experiencias religiosas, unas más perfectas que otras (el catolicismo sería, según lo que Ratzinger admitió en varias oportunidades, la más perfecta de estas experiencias). Como la liturgia es una expresión de la fe, entonces la nueva misa del Concilio Vaticano II (de innegable impronta ecuménica) debe hacer explícito que Cristo ha muerto por todos, es decir, por los fieles y también por los infieles.
Según la teología tradicional no todos los hombres se salvarán. Dios actúa de manera directa y rescata a algunos y los lleva con él. ¿Quiénes son estos? En los Hechos de los Apóstoles (20: 28) leemos:
“Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”
Se deduce entonces que Cristo ha muerto por su Iglesia, la cual está compuesta única y exclusivamente por los fieles, es decir, aquellos que fueron regenerados por el agua y el espíritu y se mantienen fieles a la doctrina del Salvador. Bajo esta interpretación, Cristo, que es el buen pastor (Juan 10: 11-16) dice conocer a sus ovejas y que estas le conocen a él. Esto significa que hay otras ovejas que no son de él, que no son de su rebaño, que son extrañas y que ni él las desconoce como propias, y tampoco esas ovejas le re-conocen a él como su pastor. En el mismo pasaje tenemos un elemento más: Jesús dice que él “su vida da por las ovejas”, por las suyas, las de su rebaño.
Esto entonces da sentido a las palabras de Cristo en la última cena y que se repiten en rito de consagración de que su Sangre “será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”. Su sangre se derrama entonces por muchos, que son su Iglesia, su pueblo. He ahí el significado del nombre Jesús (Mt 1: 21).
La frase “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2: 4) tiene entonces un sentido litúrgico que debe ser interpretado a la luz de la Sagrada Escritura y el Gran Doctor San Agustín de Hipona.
La noción agustiniana de predestinación, encapsulada en la intersección entre la omnipotencia divina y la contingencia humana, emerge como una construcción teológica impregnada de paradojas y contradicciones que desafían las categorías normativas del pensamiento contemporáneo, pero que cobran sentido en el drama litúrgico. No es un mero mecanismo de selección, sino como una manifestación de la estructura ontológica de la gracia divina, que desdibuja las fronteras entre el determinismo y el libre albedrío.
San Agustín, al enfrentar el dilema de la salvación universal en el contexto del misterio eterno de la elección divina, despliega una retórica que subyace a la idea de que la voluntad de Dios no se pliega a las normativas racionales de la existencia. La voluntad divina, en su perfección trascendental, desea la salvación de toda la humanidad en una forma abstracta y universal, pero esta voluntad se descompone en una realidad efectiva que se manifiesta en la concreción de la predestinación. En otras palabras, la universalidad de la salvación se desintegra en la particularidad de la elección divina siendo la consagración una confirmación de ello: pro multis, εἰς πολλούς.
La predestinación entonces está desplegada en la liturgia, convirtiéndose en un paradigma en el que la gracia, en su forma inmanente, se distribuye de manera que subyuga la agencia humana al enigma de la voluntad divina. La predestinación no se percibe como un simple acto de selección entre opciones preexistentes, sino como una determinación ontológica que configura la realidad de la salvación y la condena. La elección divina es un acto de soberanía que trasciende los límites de la racionalidad humana y que redefine la noción de justicia en términos de una gracia que opera fuera del alcance de las métricas humanas de mérito y de elección libre.
La alteración de la fórmula consacratoria es, entonces, no sólo una violación a la fórmula tradicional, sino una inversión teológica explícita, una re-formulación dogmática, una herejía explícita.
Existen múltiples expresiones de la oración: una que se despliega en la esfera pública, como la liturgia eclesial, y otra, más íntima y reservada, que se manifiesta en la comunión individual con lo divino. La liturgia, aunque esencial para la vida comunitaria, deja de lado la singularidad del diálogo personal con lo trascendente, esa conversación íntima que el apóstol alude en Filipenses 3:20:
La manera en que nos relacionamos con lo divino es una experiencia profundamente íntima y sagrada. La oración, en su esencia, es una expresión de nuestras necesidades ante lo trascendente. Sin embargo, ¿por qué orar si Dios ya conoce nuestras necesidades antes de que se las comuniquemos? La respuesta no reside en informar a Dios, sino (como explica San Agustín en Confesiones X, 29) en abrirnos a recibir lo que ya ha sido preparado para nosotros. Es esta apertura del alma lo que define la oración.
Siempre he sostenido la convicción de que compartir la experiencia de la oración es, de alguna manera, profanarla. Esto es lo que hacen los predicadores mediáticos, que convierten el diálogo íntimo con lo divino en un espectáculo público, muchas veces chabacano. La oración, sin embargo, es un momento de desnudez ante lo divino, donde exponemos nuestras vulnerabilidades más profundas y nuestras inquietudes más genuinas.
El mismo Cristo nos insta a preservar esta intimidad en la oración privada:
“Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán escuchados. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis.” (Mateo 6:6-8)
San Jerónimo, por su parte, nos recuerda la importancia y el poder de la oración:
“La oración [privada] es un escudo para el alma, un refugio para el cuerpo, un freno para los vicios, un aliado de la virtud, un guía para la vida, un consuelo para la muerte. La oración purifica de los pecados, ahuyenta las tentaciones, aplaca la ira de Dios, asegura el bienestar y fortalece la fe.” (Hom. 6: Sobre la oración).
En última instancia, la oración es un vínculo místico que conecta al individuo con lo divino. Es un acto que trasciende el lenguaje y penetra en la esencia del ser. A través de la oración privada, nos sumergimos en la profundidad del alma, confiando en la presencia amorosa y sabia del Creador. Esta experiencia sagrada debe ser preservada y protegida como un tesoro espiritual, apartada del escrutinio público y cultivada en el silencio del corazón. Que cada momento de oración nos lleve a una mayor comunión con lo divino y fortalezca nuestra fe en el misterio del amor de Dios.
Hace dos días fue Sábado Santo, me fue imposible subir nada en el blog, por eso quería ahora compartir con ustedes una pequeña reflexión. En la lectura de pasión y muerte Jesucristo, según aparece en el Evangelio según San Juan leemos el siguiente pasaje:
“Después de todo esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura dijo: «Tengo sed» Había allí un botijo lleno de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús «Todo está cumplido», e inclinando la cabeza entregó el espíritu.” (Jn 19: 28-30).
La escena es terrible, Cristo está colgado de la cruz, un instrumento terrible de tortura ideado por los romanos y reservado para los peores criminales, durante su pasión, Cristo bebe la copa de la Ira de Dios, el castigo por todos los pecados, pasados, presentes y futuros recaen sobre él. El Λóγος (Jn 1:1) es al mismo tiempo “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1: 29). Las manos que tomaron la tierra del Edén para formar al hombre, fueron horadaras en el Gólgota. San Pablo realza el papel de Cristo en la creación cuando nos enseña:
“El padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados, que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él” (Col 1: 13-16).
La Ley Mosaica declaraba maldito el cadáver del delincuente, el cual contaminaba la tierra, por lo cual debía quitarse del madero al ponerse el sol :
“Cuando uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un madero, su cadaver no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de enterrarle al día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que Yavêh tu Dios te da en heredad. (Dt 21: 22-23).
Aquel sábado era sumamente especial, y por eso debía hacerse aún con mayor celeridad la retirada del cuerpo. Si vamos a Génesis encontramos que luego de haber realizado toda la creación
“y rematada en el día sexto toda la obra que había hecho, descansó Dios el séptimo día de cuanto hiciera; y bendijo al día séptimo y lo santificó, porque en él descansó de cuanto había creado y hecho” (Gen 2: 2-3).
El Λóγος que llevó adelante la Creación vió consumada su obra y descansó en el séptimo día. Durante su ministerio, muchísimas veces los fariseos acusaron a Jesucristo de violar el sábado, lo cual era falso, antes bien, él rechazaba las tradiciones humanas que había cargado al Día del cual, Él era el Señor (Mr 2: 28). El Señor Jesucristo, viendo que había cargado sobre sí todos los pecados, que la obra estaba culminada, entregó su espíritu al Padre en la Cruz, venciendo a la Muerte y al Pecado, y descansó en el sepulcro “de cuanto había creado y hecho”. Aquel Sábado el Señor Descansó, aún en aquel momento el Señor cumplió los mandamientos, aún su madre, la Bienaventurada Virgen María y las demás mujeres “por causa del Mandamiento” no preparon el cuerpo y “se estuvieron quietas” (Lc 23: 55-56).
Que este Sábado Santo, Sábado de Gloria en el que esperamos el triunfo de la Luz sobre las tinieblas que quieren prevalecer, podamos aprender el valor del Sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario, y demostremos nuestro amor a él, guardando sus mandamientos (Jn 14: 15-31).
El proceso de modernización que se vivió en las iglesias cristianas desde la segunda mitad del siglo XX ha llevado a una puesta en discusión sobre el valor y el significado de los textos sagrados en las comunidades religiosas. No obstante, el concepto de “texto sagrado” es demasiado amplio y ha dado lugar a equívocos y confusiones cuyas consecuencias pueden ser peligrosas para la preservación de las mismas comunidades. En el presente trabajo intentaremos realizar una aproximación conceptual que nos permita diferenciar y distinguir entre textos “sagrados” e “inspirados”, y por consiguiente comprender a qué categoría corresponden los credos y las liturgias.
¿Cuándo un texto se considera “inspirado”? ¿Es lo mismo un texto “inspirado” que un texto “sagrado”? ¿Es la liturgia un texto sagrado? ¿Es la liturgia “inspirada”? ¿El contener textos “inspirados” vuelve a la liturgia en sí misma “inspirada”?
Hay un factor que se suele dejar de lado pero que no es menor y que quisiera traer aquí: la comunidad de los creyentes. Esta es fundamental al momento de definir y catalogar si un texto es inspirado, sagrado o profano.1 ¿Qué es la comunidad de los creyentes? El concepto está tomado de la Umma islámica (امة), la comunidad de creyentes en el Islam, la cual implica una superación de todo lazo de unión: parentesco, económico, social, e incluso territorial por otro más amplio: la fe revelada a Mahoma.2 Por otra parte, tenemos el concepto de christianitas, el cual surge con fuerza en la Antigüedad Tardía y fue sumando conceptos religiosos y socio-políticos comunes en el mundo greco-romano.3 El Antiguo Israel fue la primera comunidad de los creyentes, producto de una largo trabajo de aceptación y rechazo de textos, de reconocimientos, de usos de la memoria y del olvido, de tradiciones aceptadas y otras rechazadas.4
La comunidad de los creyentes no es una sociedad anárquica, siempre existe en ella una aristocracia (clérigos, ministros, imanes, ulemas, rabinos) cuyo objetivo es la interpretación y la preservación de los textos sagrados e inspirados. En última instancia, es esa misma aristocracia la que conforma el canon.
En primer lugar un texto es inspirado cuando su autor último es la misma Divinidad o un ser sobrenatural, quien por medio de su poder “inspira” y “revela” moviendo al autor humano a la redacción. Los ejemplos más claros son la Biblia o el Corán. Diferente es la situación de un texto canalizado: se considera que un texto es canalizado cuando la divinidad no es el autor último, sino el primero y el único, correspondiéndole al hombre ser simplemente un medio por el cual las deidades se expresaron: así el hombre no cumple más función que la de una pluma al momento de escribir. Ejemplos de esto son La verdadera vida en Dios deVassula Rydén, el Libro de Urantia, Conversaciones con Dios de Neale Donald Walsch, o Un curso de milagros por Helen Schucman.
Me parece muy importante destacar que en la tradición judeo-cristiana los textos canónicos no fueron canalizaciones, aún cuando existieran casos antiguos y conocidos, como por ejemplo el Atra-Hasis.5
Por otra parte, el concepto de “texto sagrado” es mucho más amplio, siendo el “texto inspirado” un tipo particular. Un texto se considera sagrado cuando la comunidad de los creyentes ha declarado que no es “profano”, no es común, está separado, expresa la divinidad y sus atributos y puede ser o no una revelación o una construcción histórica de la misma comunidad de los creyentes.
Los credos y las liturgias ocuparían el otro extremo de los textos sagrados, que no son inspirados ni revelados. Los credos son declaraciones sintéticas de fe originadas en la comunidad de creyentes, no son textos revelados, sino que, basándose en la revelación, se originan y se codifican. Las liturgias (o mejor dicho, los textos litúrgicos) son codificaciones de rituales por medio de los cuales los creyentes participan en la manifestación de lo sagrado.6
Los credos pueden ampliarse y corregirse, pero su característica es tanto el uso litúrgico como el principio de inmutabilidad, llega un momento en el que la misma comunidad de los creyentes sostiene que no puede ser alterado ni modificado, un ejemplo de ello es el Credo de Nicea, que fue ampliado por el Concilio de Constantinopla, dando lugar al Credo Niceno-Constantinopolitano.7 En el protestantismo además de los credos existen las “confesiones de fe”, que son más extensas y no tienen uso litúrgico: La Confesión de Augsburgo, los 39 Artículos de Religión o la Confesión de Fe de Westminster. Estas son declaraciones históricas que marcan la identidad teológica de una iglesia, pero que pueden ser ampliados o modificados por confesiones, acuerdos o situaciones históricas posteriores. Mientras que los credos son infalibles, las confesiones de fe protestantes no reclaman esa característica.
Existen ciertas particularidades que señalan la especificidad de los textos inspirados de los demás textos sagrados, especialmente de los litúrgicos. Los textos inspirados o revelados ocurren “de una vez y para siempre”, la revelación no puede ser cambiada ni corregida por la comunidad de los creyentes, cuyo único deber será la transmisión de la misma. Las lenguas en las cuales la revelación tuvo lugar son llamadas, correctamente, “lenguas sagradas”: para el judaísmo es el hebreo y el arameo, para el cristianismo es el griego y para el islam el árabe.8 Los textos inspirados pueden traducirse y divulgarse, y se considera que, expresados en su lengua original son en sí mismos infalibles. Existen también las “lenguas litúrgicas”, que son aquellos idiomas en los cuales, la comunidad de los creyentes codificó y preservó los ritos sagrados por los cuales se manifiesta la Deidad y su poder, participando así los fieles. Las lengua litúrgicas tienen la característica de que son inmutables, están “muertas” y por consiguiente no son susceptibles al cambio. De esta forma, los ritos pueden preservarse para su transmisión de generación en generación.
El valor de la liturgia no está dado por su antigüedad, aunque ese es un factor importante, sino en que ella, efectivamente permite la hierofanía, la manifestación de lo sagrado y la participación de la comunidad de los creyentes, bien como actores, bien como testigos. De allí que para las iglesias cristianas “sacramentales” es menester contar con ministros “válidos” para que los ritos litúrgicos surtan efectos: así la Misa o Divina Liturgia sólo pueden celebrarla sacerdotes u obispos, pero la ordenación queda a manos de estos últimos de forma exclusiva.
La liturgia es en sí misma sagrada, pero no es inspirada. La comunidad de los creyentes la desarrolló y tiene el derecho de corregirla, ampliarla o reducirla sin afectar sus características intrínsecas. Si un texto inspirado no tiene como autor último a la Deidad no es inspirado. Será sagrado porque así lo consideró la comunidad de los creyentes, pero nunca inspirado.
Notas
1Creo conveniente recordar que, desde mi opinión, la precisión conceptual es absoluta y totalmente necesaria al discutir ciertos temas como son las disciplinas académicas y científicas. Es un tema que quizás, en un futuro trabajo desarrollaré.
2Benmelha, Ghautí, Intento de definición del concepto de “umma” y de su aplicación en el contexto argelino, Madrid, Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales, 1983.
3Hubeñak, Florencio, “Christianitas : ¿un vocablo o un período histórico?”, Helmántica. 2009, 60 (181), p., 108.
4Amado, Raúl, “La conformación de la unidad Judá-Benjamín”, en La Construcción del Antiguo Israel. La conformación de la primera hermenéutica de la Historia, EAE, 2012, p., 49-67.
5Wilfred, Lambert, y Millard, Alan, Atrahasis: The Babylonian Story of the Flood, Eisenbrauns, Londres, 1999.
6Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Cristiandad, Madrid 2000.