Siempre es bueno recordar qué es aquello que llamamos Iglesia. Todos aceptamos que la palabra designa, en principio, al pueblo de Dios, pero ¿Sólo lo aceptamos en principio? ¿Estamos dispuestos a reconocer las consecuencias de ello? ¿Quién dice cuál es el pueblo de Dios? ¿Los ritos y tradiciones por las que el pueblo de Dios expresa su fe, hacen a la Iglesia o son consecuencia de la Iglesia? Dicho de otra manera ¿El uso litúrgico es parte esencial de la Iglesia en tanto formador de la misma, o por el contrario es una consecuencia, una expresión externa de la fe de ese pueblo, que en definitiva es la Iglesia?
Estas preguntas surgen muchas veces en conversaciones que tengo con un amigo.
Existe la visión de la Iglesia como una corporación. Uno se afilia a una “Iglesia” determinada y pareciera que acepta todos los elementos corporativos. Es muy común que muchas personas repitan “la Iglesia es el pueblo, no la institución”, pero en los hechos consideran que es la institución, su jerarquía y por lo tanto, quienes a ella están sujetos, los que forman parte, de forma exclusiva, de la Iglesia. Un argumento a favor de esto lo tendríamos en el libro de Rut, cuando Noemí despide a sus dos nueras, moabitas ambas, para que se vuelvan “a su pueblo y a sus dioses” (Rut 1:15). No obstante, la respuesta de Rut es cortante:
“No me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a donde quiera que tu vayas, iré yo, y a dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios”. (Rut 1:16)
Ahora ¿Qué es el pueblo de Dios? Conviene hacerse esa pregunta con toda honestidad, de la misma manera que conviene volver a preguntarlo una y otra y otra vez. No sólo conviene, es menester que nos hagamos esa pregunta.
Es un lugar común decir que el vocablo “Iglesia” proviene del griego ἐκκλησία, es decir, “asamblea” y referencia a la “asamblea del Señor”, entendiendo por tal a la reunión de todos los creyentes en Dios, rescatados del pecado y de la muerte.1 Esto da otro sentido a la expresión de Rut mencionada arriba. ¿Quiénes forman parte de ese pueblo? No puede ser una simple organización, un club piadoso que garatice la salvación simplemente por la afiliación a él, como si se tratara de un club. Tiene, necesariamente, que ser otra cosa. ¿Pero qué?
La visión tradicional del judaísmo sostenía que el pueblo de Dios se reducía a los límites de Israel: basta con ser hijo de Abraham, como increpó Juan el Bautista a los fariseos (Mt 3: 9) para creer que se tenía asegurada la salvación. No obstante, ese no es el mensaje cristiano.
Los miembros de la Iglesia son, por empezar los hijos de Dios ¿Y quienes son estos? Aquellos
“que le recibieron, a los que creen en su nombre, [y por lo tanto] les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (Jn 1: 12-13).
Son aquellos que nacen del Agua y del Espíritu, como Jesucristo le explica a Nicodemo (Jn 3: 5-7) y en Romanos, Pablo explica
Porque los hijos de Dios son todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios. Pues ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice nuevamente al miedo, sino que han recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados. Pues no tengo dudas de que las aflicciones del tiempo presente en nada se comparan con la gloria venidera que habrá de revelarse en nosotros. Porque la creación aguarda con gran impaciencia la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino porque así lo dispuso Dios, pero todavía tiene esperanza, pues también la creación misma será liberada de la esclavitud de corrupción, para así alcanzar la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda la creación hasta ahora gime a una, y sufre como si tuviera dolores de parto. Y no solo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos mientras esperamos la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque con esa esperanza fuimos salvados. Pero la esperanza que se ve, ya no es esperanza, porque ¿quién espera lo que ya está viendo? Pero si lo que esperamos es algo que todavía no vemos, tenemos que esperarlo con paciencia. De igual manera, el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, pues no sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Pero el que examina los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios. Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, es decir, de los que él ha llamado de acuerdo a su propósito. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que sean hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó. ¿Qué más podemos decir? Que si Dios está a nuestro favor, nadie podrá estar en contra de nosotros. El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? (Rom 8: 14-32).
Por ellos, por los fieles, por los que están unidos a él es que derramó su sangre, siendo hecho semejante a nosotros:
Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. (Heb 2: 17).
No entramos de forma corporada, sino de forma individual, y Dios tiene aún pueblo en medio de Babilonia, de allí que el ángel clame “¡Salid de ella, pueblo mío!” (Apoc 18:4). Veamos que en Apocalipsis se señala que la catacterística del Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia, la ἐκκλησία es el guardar los mandamientos de Dios y tener la Fe de Jesús (Apoc 14: 12). De nuevo, es individual, no corporativo. Nadie se salva por medio de su incorporación a una sociedad organizada, como sostenía Dietrich Bonhoeffer o Henri de Lubac.
He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. (Apoc 3: 20)
Entonces, cuando estudiamos de forma integral la Biblia, notamos que la expresión de Rut está lejos de reflejar la adopción de una serie de formas exotéricas, antes bien, implica una relación personal, una transformación, una conversión que nos lleva a renacer del Agua y del Espíritu, para así, alcanzar el título de hijos de la promesa y ser llamados Hijos de Dios.
Notas
1 Grenz, Stanley, Theology for the Community of God, Gran Rapids, Eerdmans, 1994; Viola, Frank, Iglesia reconfigurada, Florida, Vida, 2012; Louvel, François, “Naissance d’un vocabulaire chrétien”, en Les Pères Apostoliques, Paris, Cerf, 2006, pp. 517-518; Akponevwe Otor, Patrick, Church: A Reflection of the Triune God: An Introduction to Trinitarian Ecclesiology, Bloomington, WesBow, 2011.
Dear Friend,
I have read with great interest the article you shared regarding the nature of the Church and the relationship between the institution and the people of God. The questions raised are of vital importance and, as the author rightly points out, warrant continual and honest reflection.
The etymological analysis of the term “Church” as ἐκκλησία, denoting an assembly or gathering of believers, reminds us of the communal essence of the Christian faith. However, as highlighted, membership in this assembly is not based on external affiliation but on an inward transformation and a personal relationship with God.
The biblical quotations provided reinforce this notion, revealing that being part of the people of God entails a deep connection with Christ and an active obedience to His teachings. This understanding challenges the traditional notion of the Church as merely an institution or corporate entity and invites us to consider the importance of personal faith and spiritual action in our relationship with God and others.
As someone immersed in the study of Byzantine history and philology, I find the exploration of the theological and biblical roots of the Church fascinating. This deeper understanding of our identity as the people of God not only enriches our academic knowledge but also strengthens our faith and challenges us to live according to the principles of the Gospel.
In summary, this article reminds us that the Church is much more than an organization or institutional structure; it is a community of believers redeemed by the grace of God and called to live in communion with Him and one another. I sincerely appreciate the opportunity to reflect on these matters and look forward to continuing to explore these theological questions together in the future.
With gratitude and warmth,