Murió mi madre: el susurro final de la fe

El 16 de septiembre, el teléfono sonó con una noticia que el corazón ya temía, pero sabía inevitable. Mi madre había fallecido a las 18:20, y aunque el tiempo se detuvo en ese instante, el mundo continuó su curso. Pero ella, en su último aliento, encontró la paz que tanto anhelaba. Hizo las paces con Dios, y su alma, purificada por el arrepentimiento, se entregó a Él. Murió confiando, con el corazón lleno de fe, perdonada y perdonando a todos los que alguna vez la hirieron.

En nuestra última despedida, cuando su cuerpo aún respiraba, me acerqué y, con un nudo en la garganta, deposité un beso en su frente. “Te amo”, le susurré, “pero Dios te ama más”. Ella, en su fragilidad, asintió. Ese gesto, tan simple y tan profundo, fue su respuesta a una vida de luchas, de amor, y finalmente, de entrega total al Creador.

Al salir de aquella habitación, sentí que el peso del mundo caía sobre mis hombros y recité el pasaje que me sostuvo en aquel momento:

No queremos que ignoréis, hermanos, acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que durmieron en Jesús. Porque el Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con Él.” (1 Tesalonicenses 4:13-17)

La esperanza de la resurrección es mi consuelo. Sin embargo, mi corazón se siente pequeño ante la ausencia, y el dolor no se detiene. Pero sé que, un día, volveré a verla, no en este mundo de sufrimientos, sino en la eternidad:

Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” (Apocalipsis 21:4)

Job, en su sufrimiento, encontró las mismas palabras que hoy me sostienen:

Yo sé que mi Redentor vive,
Y al fin se levantará sobre el polvo;
Y después de deshecha esta mi piel,
En mi carne he de ver a Dios;
Al cual veré por mí mismo,
Y mis ojos lo verán, y no otro,
Aunque mi corazón desfallece dentro de mí.
” (Job 19:25-27).

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