Luz en la vulnerabilidad

Pasaron muchos días desde la última vez que publiqué algo en Sursum Corda. Y aunque escribir ahora me cuesta más, aunque hay menos gente dispuesta a leer y los proyectos me absorben, no puedo dejar de sentir la necesidad de compartir mis pensamientos. El tiempo pasa y, a veces, me pregunto si lo que hago sigue valiendo la pena. Para muchos, la fe (especialmente entre los grupos tradicionalistas) es solo un fuego de artificio que ilumina por un instante, una luz fugaz que se apaga tan rápido como llega. Es como una máscara identitaria, algo que les permite ser alguien por un momento, como si pudieran llenar su vacío con promesas vacías.

He estado leyendo nuevamente el Nuevo Testamento en estos días, y llegué a la carta de San Pablo a los Corintios. Quisiera reflexionar sobre un pasaje que me impactó desde niño. Se trata de 1 Corintios 4:11-13 (versión Nácar-Colunga):

“Hasta el momento presente, padecemos hambre y sed; estamos desnudos y somos abofeteados; no tenemos morada fija; trabajamos penosamente con nuestras manos; somos maldecidos, y bendecimos; somos perseguidos, y sufrimos; somos calumniados, y rogamos. Hemos venido a ser como la basura del mundo, el desecho de todos hasta ahora.”

En la Primera Carta a los Corintios, Pablo se desnuda ante la comunidad de Corinto con una humildad desgarradora, una que brota de su íntima relación con el sufrimiento. “Hasta el momento presente, padecemos hambre y sed; estamos desnudos y somos abofeteados; no tenemos morada fija” (1 Corintios 4:11). Estas palabras no son solo un registro de penurias; son un canto al sacrificio que se entreteje con la entrega apasionada al Evangelio. Es como si cada herida, cada golpe, cada noche de hambre fuese un verso en un poema escrito para Dios.

La imagen de los apóstoles, fatigados de trabajar con sus propias manos, tiene la grandeza heroica de quienes, en su aparente pequeñez, llevan el peso del mundo. Ellos, despreciados y perseguidos, no responden con rencor, sino con bendición. “Somos maldecidos, y bendecimos; somos perseguidos, y sufrimos; somos calumniados, y rogamos.” (1 Corintios 4:12-13). ¿Qué otro amor que el de Cristo puede transformar la afrenta en oración? Es un amor tan profundo que transfigura la escoria en oro, el desecho del mundo en tesoro celestial.

Y allí está Pablo, llamándose “la basura del mundo, el desecho de todos” (1 Corintios 4:13), pero en esta confesión no hay derrota, sino una belleza luminosa. Es el triunfo del alma que se entrega sin medida, sin reservas. Su vida no busca el brillo de las coronas terrenales, sino el resplandor de la gloria divina. Al ser abofeteado, al cargar con el desprecio, se asemeja más al Maestro que amó hasta la cruz.

Este pasaje resuena como un himno a la vulnerabilidad asumida con valentía. No es un lamento vacío, sino una proclamación de fe que florece en medio del desierto. Es un recordatorio para quienes sienten el peso de la incomprensión y el desprecio: el amor más puro se encuentra en el sacrificio más grande. Al leer estas palabras, uno no puede evitar imaginar a Pablo, en medio de su fatiga, con un destello de esperanza en los ojos, sabiendo que su sufrimiento, lejos de ser vano, es parte de una historia eterna, escrita por un Dios que transforma cada lágrima en gloria.

¿Quién no se conmueve ante tal entrega? ¿Quién puede leer estas palabras sin sentir cómo el corazón se estremece, entre la admiración y el deseo de un amor así, tan puro, tan inmortal?

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