“Señor, no me reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira.” (Salmo 6:2)
Este salmo comienza con un grito de angustia, un clamor desde el abismo del dolor. Es el lamento de quien se sabe frágil, consciente de sus faltas y de la justicia divina. En una época que ensalza la autosuficiencia y desprecia la humildad, estas palabras nos enfrentan con la cruda verdad de nuestra condición: necesitamos misericordia.
“Mi alma está turbada en gran manera, y tú, Señor, ¿hasta cuándo?” (Salmo 6:4). ¿Quién no ha sentido esta misma inquietud en su espíritu? El hombre moderno, que ha cambiado a Dios por ídolos de su propia creación, busca respuestas en lugares donde solo hay vacío. Pero el salmista nos señala el camino correcto: volvernos al Señor, incluso cuando su rostro parece oculto.
“Apártate de mí, porque el Señor ha escuchado la voz de mi llanto.” (Salmo 6:9). Este es el triunfo de la fe: saber que Dios escucha, incluso en los momentos de mayor oscuridad. La modernidad nos ofrece paliativos que prometen calma, pero solo el Señor puede consolar el alma con verdadera paz.
En este salmo encuentro un eco de nuestras luchas diarias, de los momentos en que la vida parece aplastarnos con su peso. Sin embargo, también hallo esperanza, la certeza de que, aunque nuestros gritos parezcan perderse en el vacío, Dios escucha. Su misericordia es más grande que nuestras caídas, y su amor más fuerte que nuestra desesperación.